Jorge Eduardo Navarrete
En las postrimerías de julio,
con repercusión pública mayor a la usual para este tipo de actos, se
realizó un seminario virtual titulado Economía y sociedad a partir de la pandemia.
Fue iniciativa de dos legisladores, los ahora decanos de una y otra
cámaras del Congreso de la Unión. No es necesario explicitar que ellos
son la senadora Ifigenia Martínez Hernández y el diputado Porfirio
Muñoz-Ledo. Atendieron la invitación de ambos tres docenas de
funcionarios internacionales y mexicanos, antiguos secretarios de Estado
y diplomáticos nacionales, profesores e investigadores de universidades
y centros académicos de México y el exterior y empresarios. Presentaron
y comentaron, a lo largo de dos medias jornadas, 13 ponencias referidas
a diversos ángulos de las consecuencias, inmediatas y diferidas del
Covid-19 y, en especial, sus secuelas sobre la economía y la sociedad
mexicanas.
Dedico la primera parte de este artículo a dar cuenta del comentario
que formulé al tema de política hacendaria y formulación presupuestal en
México. Parecía obligado recordar al inicio que la cuestión del
federalismo ha sido uno de los temas recurrentes del debate político en
el México independiente, incluso en los 11 años de mediados del siglo
XIX (1835-1846) en que se constituyó como república central. Lo sigue
siendo ahora.
El debate contemporáneo sobre federalismo en México se refiere, sobre
todo, a asuntos económicos y, en particular, fiscales y
presupuestarios. El último domingo de julio apareció en El País un ejemplo notable. Rodolfo Becerril Straffon sostiene que, exacerbadas por el Covid-19,
las tensiones entre los gobiernos estatales y el Ejecutivo federal han puesto al federalismo en entredicho. Este apuro alude sobre todo a la recaudación y distribución de los recursos públicos y las salidas que el autor contempla pasan por sendas convocatorias:
a una nueva Convención Nacional Hacendaria y antes, quizás, a un Consejo Nacional Fiscal.
Enfrentamos, en México y en el mundo un futuro de indefiniciones e
incertezas. Tras la pandemia –ese momento del que todo mundo habla, pero
que aun no es posible señalar en el tiempo–, con una economía
severamente disminuida y una sociedad más desigual y vulnerable, y como
uno de sus mayores desafíos, el país deberá imaginar, diseñar e
instrumentar una reforma de fondo de su hacienda pública. Una reforma
que incida en todos sus segmentos, pero sobre todo en el volumen
recaudado por la vía de impuestos generales, en especial los que gravan
de manera progresiva a los altos ingresos y a la riqueza. Y que restaure
el balance necesario y conveniente entre contribuciones federales,
estatales y municipales.
Son bien conocidas y suelen exaltarse en demasía las bondades reales y
aparentes de los diversos esquemas de coordinación fiscal que hace
tiempo funcionan en México. Rara vez se reconocen sus limitaciones y las
deformaciones que han provocado. De estas casi nunca se habla.
Propiciar –aunque no haya sido por designio– el abandono de las
facultades recaudatorias de las autoridades locales, estatales y
municipales, ha favorecido el debilitamiento de esos gobiernos, su
dependencia respecto del federal, así como la consolidación de una
creciente irresponsabilidad fiscal de la ciudadanía. Esta ha sido la
herencia destructiva del régimen fiscal del último medio siglo.
Reconstruir el sentido de compromiso contributivo en los habitantes de
cada municipio, de cada entidad federativa y del conjunto de la nación,
puede ser la piedra de toque de la reforma hacendaria indispensable para
ese tiempo, todavía incierto, posterior a la pandemia y a la crisis.
Corresponderán al Estado responsabilidades mayores, sobre todo en el
tiempo que deba dedicarse a reparar los daños sufridos. En un lapso
mucho más prolongado que el de esta obligada transición, es preciso
construir escenarios alternativos para el México del cuarto y quinto
decenios del siglo. No queda mucho tiempo.
La proclama mencionada en el título corresponde al ámbito hemisférico
y alude al Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Inicialmente
promovida por un eminente antiguo ministro de Relaciones Exteriores de
Bolivia, Gustavo Fernández, aborda de manera indirecta una cuestión muy
grave para el futuro del BID derivada de uno de tantos manotazos del
gobierno de Bush contra las instituciones multilterales.
Como otros organismos financieros internacionales, el BID está
fundado sobre un pacto de caballeros que destina la sede del organismo a
Washington y reserva la presidencia del mismo a un candidato calificado
procedente de América Latina y el Caribe. Se presentó un candidato
estadunidense, atropellando el compromiso.
Propone el documento, que ha concitado un amplio apoyo, suspender la
elección de un nuevo presidente para permitir una revisión en
profundidad del papel del BID ante los nuevos escenarios que surgirán de
la pandemia, que demandan ese replanteamiento de fondo. Se trata de una
posición sensata y prudente. Es importante respaldarla.
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