José Cueli
La obra cervantina, en especial El Quijote de la Mancha
tiene un misterioso encanto. Un dejar en el cuerpo una huella, un
trazo, un abrirse paso infinito, una escritura no fonética inolvidable.
Trazos que al abrirse no tienen final, letras que mudan su propio trazo,
las abiertas se cierran y las cerradas se abren y vuelven a mudarse de
sitio, se trasponen con disfraces; colores, visajes y gestos diferentes,
generan nuevas imágenes maravillosas, secretas y misteriosas, acerca de
algo que se nos va.
La situación actual en México confusa si las hay, me conecta con la
obra cervantina. Cuenta una fábula cervantina del encuentro de Don
Quijote con el Maese Pedro y su retablo. Asisten entonces lector y
protagonistas a una escenificación dramática. Los títeres movidos por
hilos y la voz del Maese Pedro, que va explicando de manera prolija y
torpe lo que acontece ante los ojos del espectador: pretende recrear la
leyenda de Melisendra, cautiva de los moros y su marido, Gaiferos, que
finalmente acude a salvarla y pretende sacarla de su cautiverio en
aparentemente arriesgada y peligrosa aventura. La acción dramática se ve
interrumpida una y otra vez en un complejo movimiento de vaivén, en una
lanzadera de acciones y discursos en los que interviene de manera cada
vez más violenta Don Quijote, quien reclama, en forma airada, la falta
de veracidad en la narración y en los efectos sonoros.
Presa del enojo ante el engaño, arremete contra el retablo. Parece
indignarle que pretendan nublar su razón con un grosero espejismo
representado por títeres movidos por hilos misteriosos, manipulados por
individuos de dudosa reputación que, ocultándose tras bambalinas, sólo
se sabe de ellos por los matices ominosos que le imprimen las
marionetas.
El retablo parece ilustrar el afán cervantino de delatar el recurso
de explotar la irracionalidad con fines ocultos empujando a los sujetos
como marionetas a los márgenes de la conciencia; donde aparecen la
hostilidad, el miedo y el odio reprimidos.
Como consecuencia el comienzo aparente del diálogo se interrumpe, y
experimentamos el dolor e impotencia agregados a la sensación de falta
de sentido con marcado sentimiento de indefensión ante la
irracionalidad.
Ante la desesperanza se hablan preguntas de difícil respuesta: ¿Habrá
qué aceptar sin reservas que haya acuerdos en el diálogo que no han de
mezclarse con los azares del discurso mismo y los hechos?
¿Cómo hacer compatible la razón y la experiencia de lo plural?
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