1/10/2011

Alto a la violencia




Editorial La Jornada

Ante el paroxismo de violencia en el que han desembocado las acciones de la delincuencia organizada en el país y la guerra en su contra en la que se empecina el gobierno federal, resulta inocultable que las víctimas principales del conflicto en curso son la población misma, sus garantías y su seguridad, el tejido institucional y la integridad moral de la República. Las declaraciones reiteradas y los despliegues –aparatosos, pero sin resultados– de fuerzas públicas frente a escenas de barbarie y crueldad como las que se desplegaron el sábado en Acapulco son del todo inaceptables, como lo son, también, la pasividad y la inacción sociales ante esta catástrofe.

Además de los 30 mil muertos en lo que va de la presente administración, algunos saldos visibles de la estrategia oficial en materia de seguridad, legalidad y justicia son, precisamente, la destrucción de la seguridad, de la legalidad y de la justicia en extensas regiones del país, el desvanecimiento de las garantías individuales, el aumento de la impunidad y la multiplicación del poder delictivo en todos los órdenes: de fuego, de cooptación e infiltración, financiero e incluso político.

Las cifras que arrojan la procuración y la impartición de justicia son tan alarmantes como el saldo rojo: en este cuatrienio la gran mayoría de los presuntos delincuentes detenidos han resultado absueltos y liberados, ya sea por deficiencias en la integración de las acusaciones, por corrupción judicial o por una combinación de ambos factores. El resultado es, por una parte, una situación de completo desamparo de la población y, por la otra, la casi total impunidad de los criminales.

Adicionalmente, los datos –incluso los oficiales– permiten entrever que las diversas modalidades de la delincuencia conforman por sí mismas un sector económico, acaso el más pujante en el contexto de una recuperación incierta, en el mejor de los casos, o basada, en buena parte, en las ganancias del narcotráfico, como lo señalan diversos especialistas. El lavado de decenas de miles de millones de dólares cada año tendría que ser suficiente elemento de juicio para concluir que la vía de la persecución policial y militar no puede, por sí misma, derrotar a los cárteles del narcotráfico.

A pesar de los alegatos sostenidos por el discurso gubernamental en el sentido de que la mayor parte de los muertos de esta guerra han sido integrantes de las organizaciones criminales, el derecho a la vida es una garantía individual que corresponde a todas las personas, independientemente de su situación jurídica. Y, en rigor, los cerca de 30 mil individuos que han tenido una muerte violenta en el contexto del actual conflicto eran inocentes, toda vez que no fueron declarados culpables por un órgano jurisdiccional facultado para ello.

La actual administración ya no está en condiciones, en los dos años que le restan, de conseguir algo semejante a logros reales en materia de imposición del estado de derecho, como no sean acciones puramente mediáticas. Puede, en cambio, si se empecina en su fallida estrategia antidelictiva, empeorar la situación de peligro, terror y zozobra en la que viven grandes núcleos de población, comprometer la soberanía nacional más de lo que ya lo ha hecho y propiciar el avance de la desintegración institucional que ya se vive.

La defensa de la legalidad carece de sentido si no se empieza por garantizar el respeto a la más básica de las garantías consagradas en la Constitución: el derecho a la vida. Lo procedente, en consecuencia, no es priorizar el desmantelamiento de los grupos delictivos, sino la pacificación del país.

El gobierno calderonista debe asumir, de cara a la sociedad, los costos políticos de su decisión inicial: el emprender una guerra –la expresión es de sus promotores– contra la delincuencia sin contar con la preparación institucional y operativa necesaria, sin comprender a cabalidad la extensión del problema, sin considerar sus aspectos sociales, económicos y financieros, y sin tener la legitimidad política que se habría requerido para convocar al país a la unidad y la movilización contra las organizaciones criminales.

Por definición, a la criminalidad organizada no se le puede pedir que actúe con responsabilidad, apego a derecho o sentido de Estado. Por su propia supervivencia, la sociedad tiene ante sí el deber de dirigirse a las autoridades para que éstas rectifiquen y empiecen a adoptar acciones concretas para poner un alto al baño de sangre en curso.

Ricardo Raphael

Goyo Barradas

Un tiro sobre la sien le quitó la vida. Tres horas antes había sido secuestrado por seis individuos vestidos de negro, encapuchados y reciamente armados, mientras almorzaba en un restaurante no lejos de su domicilio.

Gregorio Barradas Miravete (1982–2010), mejor conocido como el Goyo Barradas, tenía sólo 28 años. Y sin embargo ostentaba ya el título de presidente municipal electo. Sus asesinos le ultimaron el 8 de noviembre, un mes antes de que tomara posesión como alcalde del municipio veracruzano de Juan Rodríguez Clara.

Muy rápidamente se vinculó este trágico episodio con el crimen organizado. El entonces gobernador de la entidad, Fidel Herrera Beltrán, aseguró que la naturaleza de los hechos apuntaba en esa dirección. Lo mismo hizo el presidente Felipe Calderón Hinojosa cuando, por Twitter, lamentó la tragedia, al tiempo que la utilizó para justificar su lucha contra la delincuencia organizada.

El móvil del crimen no sólo se supuso por la manera como Barradas fue levantado, sino también por una cartulina verde que aparecería junto al cuerpo inerte del occiso, portando la siguiente amenaza: “Esto es lo que va a pasar a todos los que sigan apoyando a Los Zetas”.

El 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes, fueron capturados —por efectivos de la Marina— dos supuestos participantes en el asesinato de este edil. A la fecha, las autoridades no han ofrecido mejores elementos para relacionar a tales sujetos con aquel hecho de sangre. Bien podrían ser chivos expiatorios para calmar los ánimos coléricos que, por estas fechas, se pasean en las calles de Rodríguez Clara.

Contrastan estas declaraciones y circunstancias con la convicción que sostienen tanto la familia de Barradas, como la gran mayoría de los pobladores de este municipio veracruzano.

La certeza general no guarda silencio: la muerte del edil electo no está relacionada con el crimen organizado, sino que tuvo detrás un móvil político.

Así lo hicieron saber los pobladores durante el sepelio, un acto al que concurrieron más de dos mil personas para dolerse por el destino del joven Goyo, de su viuda —que no ha cumplido aún los 25 años— y de su huérfano —que sólo tiene dos.

En tal evento, nunca antes visto en la población, se tocaron sones jarochos, huapangos y corridos, todas piezas musicales cuyas letras hacían alusión al afecto popular que este hombre logró despertar entre los suyos.

Insisten sus vecinos: “No hay cómo asociar al Goyo con la delincuencia, y aquí todos nos conocemos”. En este municipio veracruzano aseguran que al político lo mataron por oponerse a los poderes tradicionales y caciquiles de la región.

Su triunfo en las urnas el 4 de julio del año pasado, representó una peligrosa amenaza contra las familias que, durante demasiadas generaciones han controlado este territorio fertilísimo para el cultivo de la piña.

Siempre puede la voz popular estar equivocada y, sin embargo, mientras el Ministerio Público no haga su trabajo, ella tendrá todo el derecho a seguir creyendo que el gobierno oculta la verdad.

Durante 2010, en nuestro país, 15 presidentes municipales perdieron la vida de manera violenta. Todas estas muertes fueron rápidamente relacionadas con el narcotráfico y, con igual velocidad, la mayoría de los expedientes criminales fueron archivados.

Este año nos estrenamos con el asesinato de Saúl Vara Rivera, edil de Zaragoza, Coahuila. Y tanto la hipótesis como el tratamiento de su expediente volvió a ser el mismo.

En México, cuando quiere conseguirse impunidad, el crimen organizado se ha convertido en la más repetida de las coartadas. Basta con que se imite un modo de operar, se utilicen ciertas armas y se coloque un mensaje junto a la víctima para que los asesinatos violentos se traten con negligencia.

El Estado comete un grave error cada vez que un caso es sepultado por habérsele relacionado con el narcotráfico. Con esta actitud multiplica la gana para que asesinos de cualquier especie escondan sus motivaciones tras esta recurrente coartada.

La lucha contra el crimen organizado merece un esfuerzo de investigación y legalidad que aún permanecen ausentes. Es una desgracia.
Analista político

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