Carlos Bonfil
Uno
de los grandes aciertos de los festivales de cine en México ha sido
poner al alcance del público (uno aún minoritario, es cierto) películas
documentales sin cabida en los circuitos de exhibición comerciales.
Obras que reinterpretan el lenguaje cinematográfico, y la sociedad
misma, a partir de propuestas que rompen con los convencionalismos
narrativos y la trivialidad de buena parte del cine de ficción (véase,
al respecto, uno de los estrenos de la semana, la muy exitosa comedia
francesa Dios mío, ¿qué hemos hecho?, de Philippe de Chauveron, con sus millones de espectadores manipulados y satisfechos).
Este cine documental lo han promovido ampliamente proyectos como
Ambulante y DocsDF, y festivales exigentes como el desaparecido FICCCO
capitalino, o su exitosa transfiguración actual, el FICUNAM, o los
festivales de cine de Morelia o la Riviera Maya. Sin estos eventos, el
cinéfilo mexicano no habría podido jamás seguir de cerca las
filmografías de cineastas, como el alemán Haroun Farocki, los franceses
Chris Marker, Claude Lanzmann o Raymond Depardon, el chino Wang Bing, o
el estadunidense Frederick Wiseman –maestros indiscutibles de los
mejores documentalistas mexicanos. La Cineteca Nacional toma en
ocasiones el relevo de esos festivales de cine y permite que un público
más amplio disfrute esos trabajos. Es evidente que en materia de
difusión esa labor es aún insuficiente.
Tómese el caso del documental National Gallery (2014), de Frederick Wiseman (At Berkeley, 2013; Titicut follies, 1967),
un formidable acercamiento a la manera en que las personas contemplan
las obras de arte en los museos o, como lo señala el crítico de arte
Peter Schjeldahl en The New Yorker,
un ensayo pictórico sobre el olvido de sí frente a un cuadro: con rostros jóvenes y viejos, sencillos o elegantes, tan vulnerables cada uno como el de un sonámbulo.
Como es costumbre en Wiseman, no hay aquí un comentario explicativo,
sólo un paciente recorrido de tres horas por la National Gallery
londinense y el registro de sus faenas diarias, desde la restauración y
montaje de las pinturas hasta las discusiones de curadores y
administradores del recinto, y sobre todo, el flujo de miles de
visitantes con sus actitudes, espontáneas o estudiadas, de devoción o
recogimiento frente a ese altar laico que sirve de marco a la obra de
arte.
Desde hace ya casi cinco décadas, Frederick Wiseman ha sido el mejor
cronista cinematográfico de la vida moderna, también de las actividades
secretas de las instituciones (de cultura, de salud, de
entretenimiento), y de la faena cotidiana de sus protagonistas más
anónimos, desde los guardias en un museo o una universidad hasta las
enfermeras de un hospital, o quienes tras bambalinas animan un
espectáculo o asisten a un juicio en un tribunal. Con idéntica
minuciosidad ha capturado Wiseman la actividad cotidiana en la
Universidad de Berkeley o la del cabaret Crazy Horse, en París. Lo que
importa siempre es mostrar la actividad humana en todas sus facetas y
extraer desde un punto de vista eminentemente subjetivo (sin
didactismos ni denuncia) algo de la esencia de los comportamientos
colectivos y su posible incidencia en el funcionamiento, o distrofia,
de las sociedades capitalistas.
El método wisemaniano, recuerda el teórico François Niney (La prueba de lo real en la pantalla,
CUEC, 2009), consiste en “observar lo más cerca posible todo,
manteniendo sus distancias, instalar así al espectador en medio mismo
de las situaciones… en un distanciamiento reflexivo crítico… en el
corazón de los lugares, pero frente a la película”. Colocarlo, por
ejemplo, a lado de un grupo de visitantes invidentes que siguen una
lección de apreciación de la pintura, o en el centro de una delicada
labor de restauración artística, o en medio de discusiones que
ilustran, desde el microcosmos de un museo, el complejo diseño de las
políticas culturales de un país, con sus aciertos y sus
contradicciones. No es el recorrido convencional de una cámara de
televisión para un reportaje educativo ni tampoco una variante de las
visitas virtuales a los museos, sino la mirada subjetiva de un artista
que, confrontando el arte visual del cine al mundo institucional de las
artes visuales, elige entre centenares de horas filmadas, con un
montaje que es el pulso mismo de la cinta, aquel material que en su
opinión vale la pena rescatar.
Así, a la manipulación diaria de los medios tradicionales, Wiseman
opone ese manejo suyo de imágenes que posee un vigoroso sustrato ético
que la televisión no sospecha, y que es la congruencia de un punto de
vista autoral que respeta, fomenta y enriquece la mirada crítica de los
espectadores.
National Gallery fue una de las múltiples y estupendas propuestas de FICUNAM en su edición 2015.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
No hay comentarios.:
Publicar un comentario