Encuentro Nacional de Defensoras de Derechos Humanos en México. Foto RNDDH
OAXACA,
Oax. (proceso.com.mx) .- La curandera sentía que el cuerpo de la mujer
a la que hacía masaje se le escapaba de entre las manos, no la dejaba
trabajar y la alejaba, como si alguien más la jaloneara por la espalda.
Una resistencia impedía la alquimia de la curación: las fragancias
florales, el golpeteo con las ramas y el pase del huevo que absorbe las
malas vibras no eran suficientes y aunque oraba sentía que un espiral
sin fondo la absorbía.
Triste y frustrada, la curandera Lourdes Rendón supo que no podía
hacer más y mandó a la paciente con un chamán más experimentado; éste
después le explicó que la desconocida a la que no pudo relajar se
dedicaba a buscar restos de mujeres desaparecidas, hacía tiempo había
perdido los límites, se había quedado sin energía propia.
Tras semanas de silencio autorreflexivo, terapias, rezos, masajes,
limpias, yerbas, expresión, compañía y abrazos, la mujer desconocida
que buscaba fosas recuperó su poder y pudo regresarse de donde vino.
Ese fue uno de los casos más difíciles de Lourdes como terapeuta y
médica tradicional. No el único. Desde que ella y su hermana comenzaron
a atender a defensoras de derechos humanos de Oaxaca, todo México y
Mesoamérica, enviadas por la organización feminista Consorcio, el grado
de dificultad de su trabajo aumentó, también sus retos profesionales.
Estas pacientes eran distintas.
“(A las defensoras) ya no les asusta el miedo, son valientes,
arriesgadas, muchas veces se olvidaron de sí mismas. Hay defensoras de
mucho tiempo que no sienten el dolor, su cuerpo está acostumbrado a
vivirse con estrés, a decir ‘yo siempre he sido así, no sé por que me
duele la espalda’ hasta que dejan de caminar. Dejan que el dolor les
abarque su cuerpo y tienen mucho problema de espalda, cuello, cadera,
insomnio, dolor, cansancio, porque cargan mas de lo que pueden. Una
vitamina del médico no les hace nada”, dictamina.
En su amplia y antigua casa de rancho habilitada para dar terapias
tradicionales, “las Lulús”, como les llaman a las hermanas, reciben a
pacientes que llegan torcidos quejándose porque durmieron mal o los
agarró un mal aire, a quienes requieren una limpia o cargan un
problema. También atienden ‘los casos de Yésica’, como le dicen a las
enviadas por la abogada Yésica Sánchez Maya, co-directora de Consorcio,
una de las organizaciones involucradas en un llamativo proyecto: cuidar
de las mujeres que cuidan de otros, cuidar a las defensoras.
A Lourdes le gusta recibir a las mujeres que entran en esa
categoría. Con ellas usa sus técnicas tradicionales e intenta distintos
métodos porque cada situación es especial. Se emociona, por ejemplo, de
la familia de la defensora guatemalteca que salió más fortalecida
después de las varias terapias que ayudaron a que los hijos y el marido
expresaran el miedo que cargan por las brutales amenazas de muerte que
ella recibe. Menciona también la plática que tuvo con una abogada para
que incorporara rezos, rituales, flores y meditación a su vida
cotidiana porque si se está en contacto con violencia extrema la fuerza
propia es insuficiente.
“Yo recomiendo que se haga caso a ella misma, que recupere su propia
energía porque ya ha dado suficiente energía atendiendo casos de
violencia y se está quedando sin ella”, dice la mujer que cura desde
hace 25 años, luego agrega: “No siempre se lo creen. De cada uno tiene
que surgir cómo hacerlo, para esto no hay receta”.
La raíz
En el trayecto del aeropuerto de Oaxaca hacia la casa de “Las
Lulús”, a las afueras de la ciudad, Yésica Sánchez me explica que no
puedo hacer este reportaje sobre el autocuidado de las defensoras ni
entenderlas si antes yo misma no me dejo cuidar. Me nota cansada y sabe
que estuve muy enferma.
Las hermanas me esperaban en la puerta. De pronto me encontré
descalza, parada sobre un petate, y la Lulú que no he mencionado (la
hermana mayor) me daba golpecitos con ramas de olor por todo el cuerpo,
a ratos rezaba, otras veces sorbía agua y con la boca hacía ruidos
escandalosos mientras recorría por encima mi piel, después me pasaba de
arriba a abajo un huevo absorbevibras que al partirlo dejó salir una
yema amarilla, redonda, bonita que indicaba que no estoy tan mal.
Después en un cuarto frío adornado con el póster de varios órganos
humanos colocados dentro de una oreja la Lulú que sí he mencionado me
hizo un masaje craneal. Al terminar me hizo un chequeo médico con el
puro mostrarme fotos de enfermedades y con base en su diagnóstico me
colocó semillas de mostaza en la oreja (una por dolencia hallada) y
antes de despedirme me dio un té y dos goteros con esencias de flores
curativas.
Me costó trabajo levantarme de la hamaca para seguir la pisada a las
defensoras de las que vine a reportear. En el camino de ida a la
oficina de Consorcio, Yésica Sánchez me contaba los casos que ese día
tenía que acompañar: El de la defensora herida en el hospital después
de que unos opositores la quisieron linchar y las mesas de diálogo con
el gobierno por otra mujer golpeada.
Yésica Sánchez tiene 37 años, dos hijos, un pelo largo y ondulado
con llamativos mechones blancos y viste ropa tradicional oaxaqueña. La
vi por primera vez en el 2006, durante la insurrección de la APPO
contra Ulises Ruiz, cuando se convirtió en la referencia obligada para
conocer las violaciones a los derechos humanos que entonces se
cometían.
Valiente, como directora de Limeddh recorría cárceles en busca de
detenidos; atendía a las mesas de negociación con el gobierno;
documentaba y denunciaba balaceras, amenazas, torturas, desapariciones,
asesinatos; atendía a las víctimas de los atropellos; arrancaba
detenidos a la policía federal y recorría todas las noches las
barricadas ciudadanas para saber lo que pasaba.
Cuando los líderes y las lideresas del movimiento popular fueron
encarcelados y quienes no eran hostigados, el gobierno giró una orden
de aprehensión en su contra. Los delitos: daños a la propiedad de la
nación (la acusaban de incendiar la ciudad), sedición y terrorismo.
Tenía 29 años. Y aunque varios líderes huyeron ella se quedó, viviendo
a salto de mata.
Agotada por la persecución, con su segunda hija en etapa de crianza,
aceptó la invitación que le hizo la antropóloga feminista, Ana María
Hernández, para trabajar en la organización Consorcio para el Diálogo
Parlamentario y la Equidad-Oaxaca, en un puesto de bajo perfil como
abogada de mujeres víctimas de violencia intrafamiliar.
Ahí comenzó a tejer otra historia que pasó primero por la autoconciencia.
Este relato brinca a 2009, en un panorama de cacería generalizado
hacia defensoras en Mesoamérica; la última noticia era una
guatemalteca, secuestrada, torturada, atacada sexualmente.
Una noche, en casa de Lydia Alpizar, directora de la organización
internacional feminista Awid, junto con Marusia López, directora de
Jass, las consorcias Yésica Sánchez y Ana María Hernández, repasaron
sus propias historias y las de sus compañeras y se descubrieron
cercadas por amenazas, enfermedades, encarcelamientos, campañas de
desprestigio, ataques y muertes.
Lloraron y por enésima vez se preguntaron si valía la pena unir
fuerzas para hacer algo y que los perpetradores pagaran un costo más
alto por dañar a quienes se dedican a defender los derechos humanos.
“Discutimos por dónde la apuesta y el pacto al final fue una alianza
que permitiera construir algo para salvar a las compañeras defensoras”,
recuerda Yésica Sánchez.
Su diagnóstico coincidía en varias cosas: a los gobiernos no les
interesa salvar a las defensoras y que falta un diagnóstico sobre la
violencia estructural que todas enfrentan.
“Nuestros estado no garantiza protección y seguridad a defensores y
era necesario articularnos entre nosotras para generar datos,
diagnósticos, propuestas que demostraran cómo esa violencia era
especial por componentes de género”, explica la antropóloga Ana María
Hernández.
“En ningún momento la idea era construir una red o una estructura
sino empezar a generar un espacio para entender qué era lo que estaba
pasando y qué tipos de estrategias teníamos para cuidarnos. El primer
paso era entender la situación respecto a la violencia contra la
defensoras en cada país, el análisis del marco jurídico, definir a
cuáles organizaciones era importante involucrar, hacer tareas para
gestionar recursos, definir un programa de trabajo y convocar a una
reunión donde viéramos si el análisis era correcto y pensar
estrategias”, agrega Lydia Alpizar.
Un año después, en abril de 2010, en Oaxaca, 55 defensoras de
derechos humanos de 49 organizaciones de México, Guatemala, Salvador y
Nicaragua –algunas de derechos humanos, otras feministas–, respondían
varias preguntas: qué significa ser defensora, cómo estamos, qué
violencia enfrentamos, qué necesitamos y si creemos necesario
vincularnos. JASS Asociadas por lo Justo, Consorcio Oaxaca, AWID y
UDEFEGUA (de Guatemala) eran las impulsoras de la cita.
Al final acordaron articularse para enfrentar las emergencias,
documentar y denunciar la violencia y establecer estrategias para
disminuir riesgos. Esto sería más fácil –concluyeron– si en cada país
creaba su propia red de defensoras.
Yésica Sánchez dice que esa fue la chispa de nacimiento: “Plantearon
que se impulsaran redes en los países que obedezcan a sus contextos.
Red Mesa de Mujeres de Juárez, Jass y Consorcio estuvimos interesadas
en impulsarlo en México y acordamos un encuentro similar en octubre de
2010. Y ahí empieza la aventura de la red y dijimos ‘sí, vamos’”.
Meses después nacía la Red Nacional de Defensoras de Derechos
Humanos en México que –según su página de internet-: “ha permitido
reflexionar sobre las formas de violencia que se ejercen hacia las
defensoras, las condiciones en las que desarrollamos nuestra labor y
las necesidades de protección, seguridad y autocuidado, todo ello desde
una visión de género. Además, ha permitido encontrarnos, conocernos y
reconocernos para plantear algunas alternativas ante el panorama de
creciente violencia en nuestro país”.
En México unieron fuerzas feministas con rivalidades históricas y
activistas de derechos humanos, bajo un pacto de unidad. Todas pusieron
su experiencia para construir en colectivo. Ahí estaban expertas en
temas como el manejo de albergues para mujeres en alto riesgo,
psicología, presión política, obtención de financiamiento, trabajo
grupal junto con abogadas afamadas, comunicólogas, investigadoras
sociales, expertas en técnicas de relajación o en armar acciones
urgentes. Con la suma de hebras la red se fue tejiendo.
La primera apuesta fue atender emergencias y documentar la
situación. Con el tiempo floreció un área novedosa: el autocuidado.
Entre las tres organizaciones auspiciante se turnan el proceso de
facilitar la construcción colectiva, y entre todas se dividen tareas.
Hasta este momento han organizado tres encuentros nacionales. En el
primero analizaron cuál es su identidad; en el segundo abordaron
análisis de contexto y riesgo; el último lo dedicaron al autocuidado.
Pronto esas redes entrelazadas comenzarían a salvar vidas y, también, a generar nuevas redes.
Parto colectivo
La historia de la red mexicana la narra Yésica Sánchez: Después del
encuentro propusimos formar grupo de trabajo y convocamos a compañeras
de la red más activas, y ahí en análisis del contexto hicimos un Grupo
de Acción Urgente, seguridad y autocuidado y se hablaba de
documentación y registro pero no se creó, y otro de comunicación
interna y difusión.
En el Grupo de Acción Urgente (integrado por integrantes de Aluna,
Comité Cerezo, Jass, Consorcio, Red Nacional de Refugios para Mujeres
Víctimas de la Violencia, Colem, entre otras) crearon un protocolo de
atención y de seguridad que respondiera preguntas básicas: cómo nos
hacemos cargo de todas las comunicaciones, cuándo hacemos
pronunciamientos y cómo, si hay un ataque quien busca a la compañera
amenazada cómo corroborar la información, qué puede ofrecerle, cuándo
se fija una posición pública. Desde el inicio se decidió que la
respuesta sería ciudadana por incapacidad del estado mexicano.
“El mecanismo (gubernamental) vemos que es un fracaso, pero nosotras
si pudimos construirlo, construir pactos, estrategias, direccionar
recursos, hacer mapeo, brindar acompañamiento social, psicológico, de
autocuidado y publicaciones”, dice Yésica Sánchez con orgullo.
Atziri Avila, quien desde Consorcio es la actual facilitadora actual
de la red de defensoras mexicanas luego de que Jass dejó la
coordinación, explica que intentan construir respuestas a largo plazo:
“No solamente estamos respondiendo a la emergencia sino intentamos
construir métodos de largo alcance y nuevas formas de prevención con
las defensoras para no estar sólo reaccionando”.
Mientras se construían las medidas duras de seguridad para salvar a
defensoras en riesgo, el área de autocuidado avanzaba lento, implicaba
verse en el espejo, autocuestionarse.
“En las redes, aunque cada miembro trabaje diferente tema, nos junta
la necesidad de aumentar el costo político de las amenazas, de
responder al unísono ante cada acción urgente, de generar red para que
las compañeras se sientan acuerpadas cuando son atacadas, generar
análisis de riesgo, generar herramientas de autocuidado”, dice Ana
María Hernández.
Pronto comenzaron a descubrir que el cuidado de las defensoras
amenazadas no sólo se basaba en que su casa estuviera segura, también
en que viviera “en equilibrio”.
La construcción avanzaba en un proceso paralelo y desprendido uno de
otro. Como si fuera una matrushka, una caja contiene otra y esta otra y
esta otra, así ocurrió con esta experiencia: de la mesoamericana surgió
la mexicana y de ésta las estatales; primero la de Oaxaca.
Refugios para la vida
En agosto de 2013, en la ciudad costeña de Pinotepa Nacional, la
disputa con el municipio por la propiedad de las tierras había
escalado. Varios líderes de la organización territorial UCIDEBACC en su
lucha por el reconocimiento a la propiedad que habitaban habían sido
encarcelados. Una de las líderes, Eva Lucero Rivero, recibía amenazas a
su celular, en uno de ellos se leía: “TU NO ENTIENDES MALDITA PERRA T
QIERES MORIR TENTE LASTIMA“.
La tarde del día 21 ella caminaba por el centro de esa ciudad
oaxaqueña cuando la alcanzó una motocicleta con dos tripulantes. Uno de
ellos, pistola en mano, le apuntó y disparó varias veces. En el lugar
encontraron tres casquillos percutidos; ella salió ilesa.
Cuatro días después, de madrugada, la policía entró a la fuerza a su
casa a arrestar a su esposo Librado Baños Rodríguez. El hijo de ambos,
de 10 años, fue golpeado de un culatazo cuando quiso defender a su
papá. La señal era clara: tendría que refugiarse. Le tomó la palabra a
Emilie De Wolf quien la llamó desde Consorcio para ofrecerle ayuda.
“Tuve que salir al siguiente día, temporalmente. Huí como si yo
hubiera matado a alguien y yo no había hecho nada. Aquí me abrazaron y
me arroparon como si fuera una de ellas, gracias a ellas tuve dónde
comer, dónde dormir”, dice a mediados de diciembre en el jardín de las
oficinas de la organización.
Todavía en septiembre, cuando acudió al diálogo con las autoridades,
ella y su grupo se salvaron de una emboscada de la policía que lanzó
balazos. En febrero de 2014 sufrió otra emboscada así como llamadas de
amenazas en las que le decían: “cállate, cálmate o te vas a morir, sino
haces caso va a morir tu hijo”.
“Consorcio me dio atención psicológica, médica, espacio para poder
estar y dormir y qué comer. Eso nos ayudó a fortalecernos en una
situación muy tensa”, explica la mujer bajita, de cara redonda, la
tarde de esta entrevista.
“Yo me inicié como defensora sin saber que era defensora, nosotros
en Pinotepa teníamos una lucha por tierras”. Esas fueron sus primeras
palabras cuando nos conocimos. Le costó trabajo asumirse como defensora
y como refugiada. Se sentía culpable de no estar en la comunidad, en el
activismo, en la marchas.
Ahora dice que durante su estancia en Oaxaca comenzó a tomar
conciencia de sí misma y a reflexionar las cosas: “En los talleres de
autocuidado aprendí que no es necesario demostrar la valentía o ponerme
en riesgo estando ahí, que nos tenemos que cuidar más, y en (las
sesiones de) análisis de riesgo deduje que viene algo más fuerte. Una
nueva manera de generar activismo desde el autocuidado”.
Durante su estancia en Oaxaca, donde recibió refugio, asesoría
jurídica, atención psicológica, formación, así como cuidado espiritual
y corporal de “las Lulús”, recapacitó sobre la áspera rudeza de su
militancia. Recuerda el plantón que la organización hizo un mes en el
que vivieron y durmieron la calle, oponiéndose a la construcción ilegal
de una tienda Coppel.
“En el plantón me olvidaba dónde quedaba yo, mi hambre, mis miedos,
mi hijo. Ya no aguantaba, era un cansancio desesperante y cuando viene
el desalojo me vino la rabia, no me percaté que discutí con un hombre
con la mano en el gatillo, lo enfrenté y le dije: ‘Si nos vas a matar
mátanos ya, ahorita’. Ya cuando pasa el intento de asesinato sentí que
era el final, que no iba a ver mi hijo… era un miedo, no podía
controlar mi manera de respirar, me pasó mi vida como en una película”,
dice con los ojos a punto de las lágrimas.
Toma aire y agrega: “Qué contraste, quiero la lucha pero no a costa de mi vida”.
Su hijo, vestido con el uniforme escolar, la espera para irse a casa.
Este día las consorcias están tristes porque saben que Eva Lucero
Rivero está decidida a volver a Pinotepa, a reincorporarse a la lucha,
pues siente que ya tiene las herramientas para cuidarse. Se siente más
segura. Su marido, al que visita a la cárcel, también ha notado el
cambio y al principio se enojaba de sus nuevas ideas feministas y su
empoderamiento.
Los meses que estuvo en Oaxaca tuvo contacto con otras defensoras
amenazadas, en cuyas historias se sintió reflejada y junto a quienes
aprendió a cuidarse.
“Aquí hemos concluido que es difícil cambiar la visión: que sentir
miedo no es vergonzoso, es un derecho, podemos sentirlo. Nos tragamos
nuestras lágrimas frente a los compañeros, tenemos que ser duras y
tragarlas porque al interior de las luchas hay machismo para que no nos
vean más o menos débiles o nos quieran asignar nada mas a cuida a los
hijos o a hacer comida”.
Emilie De Wolf, experta en seguridad y acompañamiento de casos, se
encarga desde Consorcio del monitoreo de casos como el de Eva, de
contactar a las defensoras, ofrecerles alternativas de acción y armar
con ellas rutas para visibilizar el caso y atenderlo jurídicamente si
se requiere, así como proporcionar herramientas (como el acompañamiento
psicosocial, el fortalecimiento energético, la revisión de su vida)
para que pueda seguir en la lucha de forma más segura.
De todo México, Oaxaca es el estado donde se registran más ataques
contra defensoras, principalmente en las zonas incomunicadas, con alto
grado de machismo e involucradas en luchas comunitarias, de defensa de
tierra y territorio y contra los mega proyectos como las eólicas y las
mineras.
No todas son víctimas de agresiones, muchas de ellas se pusieron en
riesgo porque su compromiso con el activismo las hizo olvidarse de si
mismas y las somete a un estrés tal que las desconecta con sus
necesidades, las tiene enfermas, deprimidas, en crisis familiar y de
pareja.
En noviembre de 2012 se reunió por primera vez la red oaxaqueña que
aglutina a 100 defensoras. En 2014 dieron visibilización a los casos de
15 defensoras oaxaqueñas, de las que acompañaron de largo plazo a seis.
Registraron más de 170 casos.
“Una de las primeras cosas que se trabaja es la identidad de
defensoras. Hacen un trabajo de defensa de derechos humanos pero no se
nombran como defensoras, muchas denuncian violencia contra las mujeres
o corrupción y ni siquiera saben que por eso son defensoras –explica–.
Queremos dejar de ver sólo a las abogadas que trabajan en
organizaciones de derechos humanos; también la ama de casa de Juchitán
que denuncia los proyectos eólicos y no tiene sueldo es defensora
comunitaria, como las que defienden sus derechos contra las mineras o
hablan en las radios comunitarias”.
Eva Lucero Rivero dice que la red “salva vidas, nos da caparazón” al
visibilizar los casos y dota de herramientas para que cada una se
cuide, analice sus situaciones de riesgo, elabore sus planes de
seguridad y aprenda un “activismo mas saludable” en el que piense en sí
misma, sin culpa.
“A las mujeres nos gusta cuidar a los compañeros, a los hijos, y
cuidarnos suena egoísta, pero si estamos sanas vamos a resistir más y a
dar pasos más firmes. Estar bien emocionalmente te permite tener la
fortaleza para luchar contra ese monstruo que es el estado”.
Los mandatos suicidas
Para Ana María Hernández –antropóloga social, terapeuta Gestalt y en
salud holítica, y co-directora de Consorcio–, casos como el de Eva
Lucero Rivero reflejan las necesidades de atención diferenciadas de las
defensoras: Mientras los hombres que son amenazados pueden viajar solos
y encargar a sus familias, las mujeres salen únicamente si es con sus
hijos. Eso genera otras necesidades como conseguir escuela y refugios
con espacios amigables para infantes.
El trabajo de las redes mesoamericana, mexicana y oaxaqueña intenta
ser integral y pasa también porque las defensoras reconozcan sus
límites como personas, se reconecten, trabajen sus miedos.
Entre los diagnósticos que realizaron para crear las redes
encontraron que, además del trabajo de defensa y las agresiones del
estado, las otras fuentes de agresión son las formas de olvidarse de sí
mismas, sus familias y las prácticas machistas en sus propias
organizaciones.
El “mandato patriarcal” inculcado desde la infancia de que las
mujeres deben cuidar a todos, olvidándose de ellas mismas, es el que
más daño ha hecho.
“Aquí no sólo vienen las que son difamados o atacadas o en riesgo de
los tradicionales perpetradores, también compañeras en crisis en sus
organizaciones derivado de la violencia machista, discriminación o
violencia de pareja que la pone al límite de no seguir en la lucha o
las que vienen de crisis personales con estado de extenuación emocional
derivada de la escucha y el acompañamiento de situaciones de violencia
que necesariamente te afectan y tienes necesidad y posibilidad de
atender”, dice.
Recuerda que en un encuentro feminista mundial en Turquía donde
recordaron a las compañeras que recientemente habían fallecido notaron
que 60 por ciento de las muertes se debían al cáncer. Eso les disparó
las alertas.
Sobre la mesa pone varios manuales, hechos por el movimiento, en los
que compilan técnicas de autocuidado que ella y otros psicólogos de la
red han aplicado en México y otros países.
“Estos riesgoso silenciosos son los que debilitan los movimientos,
obstaculizan el entendimiento entre compañeros de trabajo. Muchas
mujeres no tenemos pareja porque hemos vivido un proceso de separación
porque no nos dimos cuenta que nos desconectamos o vivimos con hijos
descuidados por estar imbricados en nuestro trabajo.
“El enfoque en la iniciativa y redes, el de autocuidado es de por lo
menos atacar las emergencias cuando están al borde de tirar la toalla o
cuando sientes que tu labor no tiene sentido o te pones irónica frente
al sufrimiento humano porque ya viste todo, porque así es la vida, que
puede aceptar más y soportar más porque el umbral del dolor se va
estirando”.
La práctica del autocuidado, por ello, en este movimiento es considerado una opción política.
“No sólo es cuidarte porque eres tú sino por lo que representas. Si
te pasa algo lo que pierde el movimiento es muchísimo. Por eso el
autocuidado es una herramienta política. Cuando marcamos limites
estamos potenciando el trabajo que hacemos”.
Yésica Sánchez llora de emoción cuando dice la felicidad que siente
cuando, después de un acompañamiento intensivo, la compañera acepta que
está en riesgo y hace algo para protegerse.
“Nosotras no lo hicimos cuando estábamos en riesgo”, dice conmovida.
Nutrición grupal
Desde la calle, con su puerta negra metálica, su interfón y sus
cámaras de seguridad, las oficinas de Consorcio se camuflan. Barda
adentro se ve una casa habilitada para oficinas, con varias paredes
como ventanales que dan a un jardín cuyas paredes están adornadas por
murales de colores.
Este jueves todo el personal está en el salón de juntas: es día de
la cita mensual de autocuidado a la que dedican de nueve de la mañana a
dos de la tarde para convivir, llevar la vida personal, los conflictos
de la oficina y aprender técnicas para dialogar, conectarse consigo
mismas y cuidarse.
Una vela encendida, una artesanía en forma de pájaro y una caja de
kleenex están al centro. Alrededor, diez sillas. Un psicólogo externo
conduce la sesión en la que participa todo el equipo: directivas,
abogadas, psicólogas, recepcionistas, administradoras, becarias y
voluntarias. Sólo falta Yésica Sánchez que tuvo audiencia.
El equipo está integrado por mujeres (una está cambiando de sexo a
masculino), de diversas edades, la mayoría mexicanas pero algunas son
extranjeras, y unas provienen de organizaciones feministas otras
mixtas. Sus luchas no son las del feminismos clásico. Lo mismo pueden
atender un conflicto de tierras, a una mujer golpeada, rescatar a una
defensora amenazada o asesorar a una comunidad que denunciar la
violencia obstétrica.
Las consorcias han sufrido campañas de desprestigio, amenazas y dos
allanamientos de sus oficinas. Desde 2012, cuando se hizo necesario
hablarlo todo para protegerse, se instauraron estos encuentros con los
que no todas estaban de acuerdo. Para varias era una pérdida de tiempo
dejar de atender las emergencias para dedicar un día al mes para
convivir con las demás, hacer meditación, aprender a estirarse, ensayar
gritos de rabia, hacer rituales o ejercicios de respiración.
“¿Para qué les sirve este espacio?”, les pregunta este día el
psicólogo facilitador y en el grupo comienzan a escucharse distintas
respuestas: “Me ha servido para entender a algunas compañeras, su forma
de ser”… “Me despierto sintiéndome perdida, avasallada, con dolor y
tristeza ante una realidad que me duele y en este espacio me siento
rescatada”… “Aquí siento el derecho a ser débil y rescatar lo humano”….
“Valoro el espacio para reconocer el conflicto y confrontarnos desde
donde sentimos, sacar el enojo y liberar la energía negativa”… “Me
permite ver a las compañeras como personas, lo que representa para cada
una la realidad que enfrentamos”… “Soy más suave
conmigo”… “Aprendo a reconocer que no siempre estoy bien”…. “Aquí
hablamos de las fricciones entre nosotras por las comprobaciones de
viáticos”… “Se da la confianza para abrir lo que traemos”… “Aquí
ponemos en práctica la necesidad de cuidarnos y de entender que debo
estar bien para poder rendir; materializamos que lo personal es
político”.
El maestro les dice que esos encuentros las han hecho más
congruentes en su vida, ya que además de atender casos de violencia
trabajan su propia violencia.
En 2006, Consorcio fue de las pocas organizaciones feministas que se
metió al movimiento popular y participó en las manifestaciones, en las
fogatas, en las barricadas y sacó del país a compañeras amenazadas.
Con los allanamientos de 2012 y 2013 en los que robaron información,
además de que recibían llamadas amenazantes, llegó la sacudida que las
hizo autoconcientizarse de la necesidad de establecer políticas dentro
de la oficina para cuidarse.
La primera vez que descubrieron que extraños se habían metido a sus
oficinas no supieron cómo reaccionar. Lanzaron la alerta en la red
mexicana y tuvieron el apoyo de Clemencia Correa, experimentada
psicóloga colombiana integrante del área de autocuidado, quien les puso
ejercicios para que recrearan los momentos del peligro, cómo se
enteraron y cómo se sentían y descubrieran qué podían hacer.
Nadie del equipo renunció como siempre ocurre, hace notar Ana María Hernández.
Considera que abrir ese tipo de espacios tiene un alto grado de impacto para la sostenibilidad del trabajo.
“Empezamos a trabajar qué nos esta pasando, Cómo vamos a atenderlo, qué
medidas podremos tomar. Ya veníamos trabajando el tema de defensoras y
la iniciativa mesoamericana. La segunda vez que pasó ya nos acuerpamos,
ya sabíamos que hacer, que hablar”, dice Hernández.
Desde entonces el autocuidado es una directriz dentro de la oficina.
Agrega: “Este espacio de diálogo y construcción de forma más
congruente nos ha permitido sostenernos como organización. Si
enfrentamos un ambiente hostil afuera necesitamos espacios para trabaja
nuestros miedos y los límites porque así potenciamos nuestro actuar.
Los que nos atacan querrían meternos miedo, desmembrarnos, disuadirnos,
pero no lo han logrado: las redes salvan”.
Conforme las consorcias descubren nuevas fuentes de estrés que
puedan hacerlas vulnerables establecen nuevas reglas. Una de ellas –por
ejemplo– es salir de la oficina a las seis de la tarde. Poner límite.
“Tratamos de implementar medidas que parecen mínimas: desde traer
fruta para estar sanas hasta la yoga, el acompañamiento, el abrazo, el
darnos la palabra, el poner foco en las medidas de seguridad, revisar
constantemente este espacio y hasta las condiciones laborales
nuestras”, dice Atziri Avila ese jueves por la tarde, mientras espera a
que sus compañeras apaguen sus computadoras para cerrar la puerta.
Lanza un dato: el 60 por ciento de las defensoras son voluntarias,
no reciben salario. “O sea –explica– subsidian el trabajo y tiene que
trabajar en otro lado que implica una triple jornada”.
Por eso, mientras vigila que salga la última compañera, repite como
si fuera un mantra la importancia de no laborar mucho tiempo extra
(sonríe porque sabe que a veces es imposible), no llevar trabajo a
casa, tener vida propia. Cuidarse es una opción política.
**Este trabajo se realizó con el apoyo de la Red de
Periodistas de a Pie, en colaboración con la Comisión Mexicana de
Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A.C. (CMDPDH), como parte
del proyecto de protección de los defensores de derechos humanos
financiado por la Unión Europea. El contenido no refleja la posición de
la UE.**
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