La Ley de Seguridad
Interior, aprobada recientemente por el Congreso de la Unión de México,
es el último paso del proceso de militarización que inició con fuerza en
la época de Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988) y Carlos Salinas de
Gortari (1988-1994), y que se radicalizó de manera brutal con Felipe
Calderón Hinojosa (2006-2012), a lo que Enrique Peña Nieto ha dado
continuidad. En el fondo, la decisión de De la Madrid y Salinas acompañó
los cambios económicos neoliberales, mientras que Calderón y Peña Nieto
lo radicalizaron, particularmente el primero, para tratar de
legitimarse. El momento que vivimos en este proceso es espeluznante
porque se traduce en la legalización de la guerra de exterminio contra
la población mexicana, particularmente contra sus jóvenes, que en 11
años ha tenido un costo humano inconmensurable y que ha nos lleva a la
pérdida de una o varias generaciones de mexicanos.
Después de la
Masacre del 2 de octubre de 1968 en la que participó el Ejército, y
según pruebas gráficas presentadas hace algunos años por el Canal 6 de
julio, respondió a una provocación de otros militares, los que se
agrupan en el Estado Mayor Presidencial, el desprestigio de las fuerzas
armadas mexicanas y su calificación como instrumento de la represión
gubernamental se fue instalando la percepción de grupos cada vez
importantes de mexicanos.
Por muchos años los militares,
después de estos hechos, estuvieron, como lo establece la Constitución,
confinados a los cuarteles. Se trata, no hay que olvidarlo del Ejército
que nos heredó la Revolución Mexicana. Sin embargo, en el viraje
económico del gobierno mexicano ocurrido a finales de los 70 y
principios de los 80, y que se profundó dramáticamente a principios de
los 90, con el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, trajo consigo
también la utilización, por primera vez de manera generalizada, de las
fuerzas armadas en funciones de policía.
Para aplicar el
neoliberalismo es necesario reforzar los mecanismos de control
autoritario. Cuando el experimento comenzó en Chile, se hizo en el
contexto de la dictadura de Augusto Pinochet, la que comenzó en 1973 con
el golpe de Estado. Así que Carlos Salinas de Gortari abrió la puerta
de los cuarteles y les encargó el combate a los plantíos de marihuana y
de cierta manera el sometimiento de los cárteles.
Luego,
justamente las reformas neoliberales precipitaron el levantamiento
armado en Chiapas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN),
lo que trajo como consecuencia el aumento de la presencia militar,
particularmente en el sureste mexicano y en aquellos territorios en los
que se sospecha existe presencia de grupos armados. Ernesto Zedillo fue
más allá y accedió con singular alegría a las propuestas siempre
presentes del Ejército norteamericano de formar a los oficiales
mexicanos, como hizo en todo América Latina, así que se creó una fuerza
de élite en el Ejército y la Marina, formada por los estadounidenses.
Al final, una parte de estos efectivos militares mexicanos terminaron,
primero, al servicio de los cárteles y luego creando sus propios grupos o
encabezando células autónomas, que dieron un vuelco salvaje en la
guerra de la delincuencia organizada. Las prácticas que militares
norteamericanos mostraron en sus guerras contra el mundo, las de los
Kaibiles guatemaltecos, la de los franceses en Argelia, la de los
gorilas herederos de los nazis refugiados en Argentina, las hemos vivido
en las calles, en miles de mexicanos que han perdido la vida en los
últimos 11 años.
Y es que justamente el siguiente paso, ante la
imposibilidad de control de la inconformidad social en aumento por la
terrible concentración de la riqueza que democratiza la miseria, hizo
que un gobierno cada vez más débil por representar menos a la población,
decidiera sacar al Ejército a las calles. Eso fue lo que hizo Felipe
Calderón en medio de la elección más cuestionada de la historia, hasta
ese momento.
Durante la guerra contra el narcotráfico, el
gobierno mexicano decidió atacar un avispero con un rifle de asalto. El
resultado está a la vista. Los cárteles de la droga se multiplicaron e
incrementaron su capacidad de fuego, de acción y de control de
territorios, mientras que México dejó de ser país de tránsito y se
convirtió también en un mercado importante de las drogas, en tanto que
la violencia no se detiene y en su etiología no sólo están los grupos
criminales sino también la presencia cada día más fuerte de las fuerzas
militares.
Calderón decidió la militarización del país por
decreto, de facto. Los militares obedecieron la orden, pero nunca
estuvieron tranquilos. Ellos tampoco olvidan el 2 de octubre, así que a
lo largo de todo ese sexenio, en público y en privado, demandaron al
Congreso de la Unión, las medidas legales que normalizaran jurídicamente
la acción inconstitucional de que hacer las veces de policía.
Eso sólo fue posible hasta finales de 2017, cuando los legisladores
federales aprobaron, sobre las rodillas, la Ley de Seguridad Interior,
una de las reformas que más inconformidad ha provocado, no sólo en el
territorio nacional sino afuera. La reforma es a todas luces regresiva y
nos lleva a la posibilidad de que masacres como la de Tlatlaya se
multipliquen por todo el territorio nacional. Los militares no están
capacitados para hacer labores de control y disuasión, sino para
exterminar.
La Ley de Seguridad Interior significa la
legalización de la guerra de exterminio contra la población mexicana,
particularmente los jóvenes. No es la guerra contra los cárteles, porque
hay pruebas suficientes para afirmar que la decisión de Calderón,
ratificada por Enrique Peña Nieto, de sacar a los militares de sus
cuarteles no funciona. No se han debilitado los cárteles de la droga, al
contrario, se fortalecen y multiplican sus ámbitos de operación. No
sólo crean mercados de consumo, también establecen “cadenas de valor”,
combinando la producción, trasiego, venta y distribución de las drogas,
con la trata de personas para su esclavitud sexual o laboral, para el
mercado interno o la exportación, dejando a miles de familias mutiladas
por la desaparición de uno, o varios, seres queridos.
Mientras
los militares dominan mayores espacios de la llamada seguridad en el
país, como lo han hecho aceleradamente desde 2006, las cifras de muertes
en el país se acumulan y año con año se superan a sí mismas, mientras
que el número las personas desaparecidas supera con mucho lo ocurrido en
otros países del Cono Sur o de Centroamérica que fueron sometidos a
dictaduras militares o a guerras civiles durante varias décadas. En
tanto, poblaciones enteras han sido desplazadas por la falta de
alternativas para hacer frente a la inseguridad o simplemente, la enorme
mayoría de los mexicanos han tenido que cambiar su modo de vida para
paliar un poco el estado de indefensión en el que las autoridades los
mantienen. Todo esto se puede corroborar en la última encuesta que sobre
inseguridad hizo el Instituto Nacional de Geografía y Estadística
(Inegi).
Por todo ello, no podemos aceptar que la solución al
problema de la violencia, la inseguridad y el crimen organizado se cosa
de tener más militares, con amplias libertades, en la calle. Porque ya
ha demostrado que no está listo para ello. Investigaciones que han hecho
reporteros independientes en la serie Pie de Página, demuestran que los
soldados no tienen experiencia para el trabajo en zonas urbanas, e
incluso rurales, para hacer una guerra contra “un enemigo” que no está
del todo identificado. Así que es muy fácil, y cada vez más frecuente,
que termine atacando a todo lo que se mueve, incluyendo civiles a los
que no podemos considerar “bajas colaterales”.
Es fundamental
entonces la discusión que tendrá que darse en los próximos días en la
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), derivada de los recursos
de impugnación que distintos poderes, niveles de gobierno e
instituciones están haciendo. La Corte se encuentra frente a una
decisión que nos puede poner a todos frente a la mira de un rifle
militar o, en caso de rechazar la legislación, puede obligar a los
políticos a escuchar a la ciudadanía, que sí tiene propuestas y opciones
para enfrentar el problema de la inseguridad y la violencia. Aunque
claro, quizás es el mayor problema, los políticos hablan entre ellos, o
se gritan, pero no escuchan a los ciudadanos, de quienes están cada vez
más alejados.
@Patrio74
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