El secretario de
Estado estadunidense, Rex Tillerson, inició ayer en nuestro país un
periplo por América Latina con el propósito explícito de fortalecer el
trabajo bilateral y regional en materia de combate a la delincuencia
trasnacional y abordar el tema migratorio con autoridades de México, El
Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala, Panamá, Costa Rica, Belice y
naciones caribeñas. Asimismo, el funcionario tenía previstas en su
agenda reuniones con el presidente Enrique Peña Nieto y con los
cancilleres Luis Videgaray y Chrystia Freeland (Canadá).
La visita de Tillerson, debe decirse, no es un buen augurio para las
relaciones bilaterales ni para los vínculos de Estados Unidos con los
países del resto del continente americano. El miércoles pasado recibió
la visita de tres senadores (uno republicano y dos demócratas) que
expresaron su preocupación por lo que denominaron
influencia malignadel gobierno ruso en América Latina y, particularmente, en el proceso electoral en curso en México. A su manera, el secretario de Estado hizo suya tal postura al señalar que en Latinoamérica hay una
crecientee incluso
alarmantepresencia de China y de Rusia, a los que tildó de manera tangencial de
depredadoresy criticó por
prácticas económicas desleales(aludiendo a Pekín) y por vender armas a
regímenes que no comparten el proceso democrático(en referencia Moscú). En contraste con esos a los que llamó
poderes imperiales, el jefe de la diplomacia estadunidense se refirió a su propio país como
un socio multidimensional que beneficia a ambos lados.
Los acertos citados son una muestra inequívoca de cinismo y de
ignorancia –rasgos característicos de la administración Trump en su
conjunto–, habida cuenta que si una gran potencia se ha caracterizado
por sus prácticas comerciales y económicas depredadoras y por su apoyo
militar a gobiernos dictatoriales latinoamericanos ha sido,
precisamente, el estadunidense, y ha sido en la oficina que encabeza el
propio Tillerson donde se han gestado innumerables golpes de Estado,
regímenes militares totalitarios y violaciones masivas a los derechos
humanos: el gran verdugo de las sociedades latinoamericanas, en
asociación con oligarquías políticas y mandos castrenses locales, ha
sido, desde el siglo antepasado, Estados Unidos, no Rusia ni China. Y si
hoy estos dos países han incrementado su presencia en diversos ámbitos
en la región, ello se explica por el proceso de globalización en curso,
por la mayor competitividad del comercio chino frente al estadunidense y
porque desde el 11 de septiembre de 2001 Washington dejó de interesarse
en América Latina para enfocarse en sus guerras en Medio Oriente y Asia
Menor. En fechas recientes, la cruzada contra el libre comercio y la
cooperación internacional emprendida por el propio Trump ha creado en el
subcontinente espacios que han sido ocupados por China y Rusia, sí,
pero también por economías aliadas de la Casa Blanca.
Sin embargo, en desconocimiento de esa multiplicidad de
factores, Tillerson funge como vocero de una reacción primaria de
posesividad –la de la sempiterna creencia estadunidense de que todo lo
que se sitúa al sur del río Bravo es el
patio traserode Washington– ante la inexorable diversificación de relaciones políticas, comerciales, tecnológicas, culturales y militares que experimenta la región. Lo paradójico es que esa suerte de instinto de posesión carece, en el momento actual, de programa, política y estrategia, y se reduce a un simple retorno de los términos brutales de la llamada Doctrina Monroe:
América para los americanos, cuya traducción al español ha sido, en los hechos,
Latinoamérica para los estadunidenses.
Por lo que se refiere a México, la supuesta
presencia rusaesgrimida por el visitante es puro humo procedente de las campañas sucias que proliferan en el proceso electoral en curso, y resulta deplorable y exasperante que ciertos sectores de opinión se presten a servir como caja de resonancia a un rumor sin pruebas, porque por fantasmagórico que resulte es claro que Washington ha decidido usarlo como instrumento de injerencia en nuestros asuntos políticos internos, lo que debilita inexorablemente la soberanía nacional. Las que hay, por lo pronto, son pruebas abundantes, sólidas e incontrovertibles de intervencionismo estadunidense en la política mexicana, y las propias palabras de Tillerson son una de ellas.
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