Por Marta Dillon
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Desde
las calles hacia el centro de zonas protegidas a los deseos de los
movimientos políticos, como son los programas de chimentos, el feminismo
se ha instalado como debate, como imperativo ético, como posibilidad
cierta de cambiarle la vida a muchas. Es lo que sucede cuando se dice
¡basta! a la violencia sexual, sea quien fuere que la ejerza. Es una
revolución existencial que ilumina de otra manera la historia propia y
la colectiva. Pero ¿se puede cerrar una definición sobre qué es el
feminismo más allá de decir que es un movimiento político y social
emancipatorio? Porque nos atraviesa el cuerpo, elegimos compartir
experiencias y modos de ver feministas para abrir más preguntas que
certezas, para seguir entablando diálogos.
Hace
días que doy vueltas pensando en este texto que empiezo a escribir.
Alrededor, como nunca en mi historia de 50 años sobre el mundo, la
palabra feminismo se repite y se repite en lugares inesperados: en
programas de chimentos, en foros de debate y redes sociales, en otros
programas donde el discurso político parece también un programa de
chimentos, en la redacción donde trabajo, en la verdulería donde compro
la fruta; hasta con mi hijo de nueve años. Ayer mismo, él se puso a
llorar porque le dije que no se comporte como un machito. Justo él, mi
niño feminista, el que dibuja historietas de guerreras para hacerme
feliz y descubre que la generala, el juego de dados, se debe llamar así
“para no ser tan machista”. Se lo dije porque, caprichoso, me pedía que
le baje el té a su lugar de juegos, imperioso, porque estaba “ocupado”.
¡Y lo escuchó como un insulto! Otro niño, apenas tres recién cumplidos,
le dijo a su mamá esta misma semana –que me lo cuenta por chat para
animarme a completar estas páginas– “vos me enseñaste que las varonas no
son tan diferentes”. Ella ni siquiera sabe cuándo enseñó tal cosa, cómo
tradujo a su idioma que el universal es masculino y que el femenino,
lejos de un misterio es una cuña en el lenguaje, en el conocimiento, en
el hacer cotidiano; no lo sabe. Pero el niño seguro la ha visto ir y
venir del jardín de infantes, escribir contra todo huracán infantil a
sus espaldas, defender a sus otros hijos con esa animalidad que siempre
nos atribuyen a las mujeres, llorar de desamor hasta quebrarse y nunca
dejar de hacer los fideítos. ¿Qué varones serán para él la vara de la
que no somos tan diferentes?
Mi hija mayor, que ya es madre, corre al cajero esta semana con el
temblor de no saber cuánto habrá bajado su salario este mes porque el
presentismo que lo completa se dañó por las dos veces que se enfermó su
hija. No le pasa al padre de la misma niña, le pasa a ella. A ella que
creció en redacciones, jugando escondida bajo mi escritorio porque yo
fui parte de ese 30 por ciento de mujeres que crían solas a su prole.
Esa diferencia en la inversión de tiempo que converso con mi hija como
otras veces conversamos –y nos enojamos, sí– por el acoso callejero, por
la banalidad con la que en ámbitos de trabajo se puede hablar del
cuerpo de las compañeras o subordinadas; de eso no se podría hablar si
no tuviéramos en común un lenguaje que fuimos construyendo a lo largo de
la vida, un lenguaje y una forma de entender el mundo feminista.
La primera vez que me declaré feminista fue en un acto público, me
daban un premio por las columnas sobre vivir con vih que escribí en este
diario durante diez años. Me subí temblando al escenario de un club de
Vicente López porque iba decidida a decirlo aunque no me sentía
habilitada. Creía que me faltaban lecturas, academia, que alguien más me
nombrara. De todos modos lo dije: “Soy hija de una mujer desaparecida,
soy madre soltera, vivo con vih y soy feminista porque creo que el
feminismo es una toma de conciencia”. Una toma de conciencia que
descubre la hebra para hilar esas experiencias y ver en el bordado final
la misma constante: la resistencia, la resistencia feminista.
Es un tiempo extraordinario este en el que discutimos a viva voz de
qué se trata ser feminista, aun cuando hasta el agotamiento haya que
repetir que no tiene nada que ver con odiar a los hombres, con amar o
convivir con uno o más de uno. Veinte años atrás no era tan sencillo.
Las agendas feministas parecían haber quedado encerradas en las
discusiones con organismos multilaterales que podían transformar
nuestras vidas cotidianas, por qué no, se vienen transformando por
impulsos feministas desde antes del derecho al voto, pero ese encierro
dejaba hablar a sólo unas pocas voces que a su vez eran consultadas por
unas pocas periodistas. Antes había habido otras, siempre hay otras que
dejan huella por la que imprimir pasos nuevos.
Lo llevaba (lo llevo) escrito en el cuerpo y todavía creía que
necesitaba permiso para incluirme en esa comunidad de luchadoras. Es
emocionante que ahora las adolescentes se lo tatúen en la piel y lo
impriman en remeras sin esperar la habilitación de nadie.
Uno de los recuerdos más vívidos de la larga noche en que
secuestraron a mi madre es la voz de un represor diciéndole a ella y a
otra compañera: “Si fuera por mí les regalaría una rosa a cada una, pero
ustedes no me están ayudando”. Todavía siento la violencia de esa
frase, la vibré con mis diez años, se tomó muchos más para desplegar sus
sentidos y todavía lo sigue haciendo. Esa voz que no olvido, melosa,
frente a dos mujeres que tenían a sus hijos atrapados en la habitación
de al lado, que escuchaban cómo se destrozaba la casa, que sabían que su
destino era la tortura y probablemente la muerte, era de una crueldad
mayúscula. ¿Por qué la mención a la rosa? ¿Por qué creía ese asesino –no
necesito pruebas para decirlo, aunque ni siquiera sé su nombre– que dos
mujeres militantes podrían querer una rosa? A veces la violencia se
instala en ese reduccionismo: las mujeres están para una sola cosa, para
recibir lo que se les de, siempre que no quiebren la norma de lo que se
espera de ellas. Puedo adivinar por los testimonios de sobrevivientes
en qué se transformó esa flor, esa palabra como una escupida que era
solo espinas. Violencia sexual, es la denominación roma porque no tiene
sentido abrir detalles en este texto. Sí decir que si la podemos leer
así ahora, si así se denuncia en los estrados de los juicios de lesa
humanidad es porque el feminismo se ha diseminado, cruzado las fronteras
donde se suponía relegado, se encendió como bengalas para alumbrar no
sólo el presente si no también las experiencias pasadas. Lo dicen las
que testimonian con una valentía que se apoya en la comunidad de
luchadoras, heterogéneas, que habilitaron la posibilidad de la escucha
más allá de sus propios oídos.
Decir que soy hija de una mujer desaparecida, recortar su condición
de mujer de los 30 mil por los que siempre dijimos y decimos presente;
ese para mí es un acto feminista. Nombrar para que en esa enunciación se
abran preguntas: ¿qué necesidad de decir mujer? ¿en qué cambia? ¿qué de
su ser mujer quedó obturado desde antes de la tortura y qué se expuso
en la violencia que padeció que merece ser dicho? Estas son apenas
algunas, superficiales.
“Y sí, un poco te caga la vida el feminismo”, me decían hace muy poco
un grupo de estudiantes secundarias, riéndose de ellas mismas, de la
imposibilidad de volver atrás cuando el aire patriarcal, ese que
respiramos todas y todos, se vuelve irrespirable. Porque hay canciones
que les molestan, porque hay supuestas galanterías que no les parecen
tales, porque hay que reorganizar hasta el deseo, que es retobado e
incorrecto, como si la corrección fuera una palabra que tuviera algo que
ver con el deseo. No es posible ver y dejar de ver, aunque a veces
miremos para otro lado. Esa toma de conciencia que es el feminismo no se
apaga nunca, aun cuando no se hayan experimentado las muchas violencias
a las que estamos expuestas. Ni las publicidades, ni la música, ni las
ficciones, ni el modo en que criamos o el que nos enamoramos queda
afuera. Algo titila cuando queremos acallar la conciencia feminista. Y
sí, nos indignamos, nos enojamos, tenemos derecho. Frente a la
imposición de la maternidad y la casa limpia, frente a la hegemonía de
los cuerpos habilitados para gustar a los otros. Frente a los modos en
que nos dicen que tenemos que ser feministas y cuáles no. Pero ese enojo
tiene una ventaja y es que así como expulsa de la cotidianidad de ser
la que agrada, nos incluye en el ojo de la tormenta de una comunidad que
existe porque se funda en la empatía, en el conocimiento de la
fragilidad de la otra que en cualquier momento puede ser la propia.
Porque ese enojo es un ansia por transformarlo todo.
¿Y qué tiene que ver el vih con el feminismo? No pretendo hacer de
este texto un manual de feminismo, apuesto en todo caso a poner en común
una experiencia de vida que se hizo feliz gracias a ese movimiento
político, a esa ética que aprendió del silenciamiento del propio cuerpo
que todos los cuerpos importan y que todos los cuerpos tienen algo que
decir y por eso todos cuentan. Hablo del vih porque me enfrentó a la
medicina y a su poder disciplinador que ya había padecido al momento de
parir. Ese poder se impone sobre todos pero sobre los cuerpos
feminizados, además, opera la negación, el oscurantismo, la redoblada
condena moral. Fue ese enfrentamiento una de las primeras luces de
alerta sobre lo que significa ser mujer y sabiendo eso puedo intuir lo
que significa ser travesti o trans, ser intersexual, discapacitada,
excluida del sistema de salud. “Si revisás el Testut, un compendio de
anatomía humana con el que se sigue estudiando en las academias de
medicina verás que hay al menos cien páginas dedicadas al pene. Para el
clítoris, apenas un párrafo”, me contaba una médica hace unos años y eso
no ha cambiado gran cosa. Cuando supe que tenía vih, por ejemplo, me
resistí a la novedad que me imponían de que ya no podría quedar
embarazada. La respuesta docta no fue por buscar caminos alternativos a
la concepción clásica si no preguntarme si no me parecía cruel querer
tener hijos ¿Cruel? ¿Yo? Tampoco me contestaban por qué no se podía
hablar de lo inofensivo que era en términos de transmisión del virus que
me practicaran sexo oral –qué feo se lee “practicaran” para un acto tan
bello–. La respuesta era “es que no hay estudios que lo confirmen”. ¿Y
por qué no hay estudios que lo confirmen? “Porque la incidencia es nula
no vale la pena hacer estudios” ¿Y entonces por qué no se puede decir
que es una práctica de riesgo tan bajo como cruzar la calle? “Porque no
hay estudios que lo avalen”. Ser feminista es saber y decir que mi
placer cuenta. Pero además, es advertir que la producción de
conocimiento, como queda claro en este ejemplo mínimo, responde también
al patriarcado, a los privilegios que otorga, a un ordenamiento
piramidal que le da existencia a unos cuerpos determinados,
correctamente funcionales a los goces masculinos.
“Lo que me impresiona es que ahora me doy cuenta de que buena parte
de lo que me molestaba, que hablara por mí, que me tratara de boluda,
que hasta me elija el vino, no tiene que ver exactamente conmigo sino
que es puro machismo”, me dijo una amiga, profesional, educada, con
muchos recursos económicos y simbólicos. Eso es, entre otras cosas, el
feminismo. Nos saca del terreno de lo individual, nos permite poner
distancia con lo que hicimos para que nos pase tal o cual cosa, tira
abajo las paredes de la casa en la que cada una está encerrada para
entender algo de lo común, que nos precede y se sostiene más allá de una
u otra relación particular. Otra vez, aunque suene reiterativo, nos
ofrece una comunidad, condiciones de existencia. “Sin el feminismo yo
seguiría sintiendo que soy lo abyecto”, dice otra amiga que se sentía
así por lesbiana, por vivir lejos de los límites de la ciudad, porque
nada de la feminidad le resulta propio. No somos nosotras, de una en
una, el problema; al contrario, el problema es asumir que hay formas de
ser y de estar en el mundo en las que es necesario aunque haya que
cortarse los dedos para calzar el zapato de Cenicienta. Nuestra
comunidad está fuera, extramuros, no vamos a entrar al palacio salvo
para convertirlo en el espacio en donde puedan realizarse nuestras
asambleas, donde la palabra circule, donde cada voz se potencie con la
otra.
Mientras escribo alguien me llama y me pregunta si el feminismo puede
ser de derecha. Es una pregunta incómoda, recurrente, nada fácil de
contestar si nos ajustamos a una definición del feminismo como la
búsqueda de equidad para hombres y para mujeres. Es la que circula, la
que se digiere, que puede enunciarse. Y tiene algo de verdad. No
alcanza. ¿La equidad en qué términos? ¿Si no hubiera feminización de la
pobreza, es decir, si las mujeres fuéramos en partes iguales pobres y
ricas como los varones se agotaría el feminismo? ¿Cómo se digiere que
mientras que las empresas y los Estados hacen sus pactos de explotación
de la fuerza de trabajo de las personas se enuncien también medidas para
la equidad de género como las propuestas cuando se reunió el G-20? Este
texto es en primera persona y para mí la respuesta a la pregunta sobre
el feminismo de derecha es que es un oxímoron. No se puede consagrar la
explotación y ser feminista reformando algunos matices de esa
explotación. Así como este texto mezcla todo, apenas un fragmento mínimo
de lo vivido y lo escuchado, el feminismo en el que habito busca
cambiarlo todo, desde la base. Cómo se hará no tiene respuesta, ojalá
hubiera alguna certeza. Ojalá pudiera decir es el socialismo o es el
comunismo; no puedo. Estamos en la búsqueda, esa es la única certeza.
La semana pasada pasé largas horas con una mujer que sobrevivió a las
puñaladas que le dio el hombre con el que había convivido 36 años.
Nunca le había pegado, “solo” había roto cosas a su alrededor, objetos
amados o necesarios para ella, la había amenazado de palabra, a ella y a
sus hijos. Cuando lo denunció, y lo hizo cuando su hija menor ya podía
valerse por sí misma, no parecían elementos suficientes esas amenazas
como para tomar medidas drásticas, se lo excluyó del hogar aunque no se
le impuso una medida perimetral y convivieron en el mismo barrio unos
pocos meses. Hasta que él cumplió y fue a buscarla. La apuñaló en el
cuello, repetidas veces, sobrevivió con secuelas que un año después del
ataque todavía padece. Hablar con ella y mirar las cicatrices que la
solera de verano no podía ocultar –aunque no es algo que ella
busque– es una manera de reconocerse en heridas menos visibles pero que
la mayoría de nosotras acumulamos. ¿Es un golpe bajo poner esta historia
como parámetro? ¿Acaso no es una más de las historias de las que somos
protagonistas a diario? El dolor nos hace feministas, muchas, demasiadas
veces. Ese dolor nos hermana, cuando somos capaces de sentirlo, nos
convertimos en manada. La determinación de esa mujer por contar su
historia, por seguir planteando preguntas que se van entramando unas con
otras, esa capacidad de resistencia y ese deseo vital es el que le da
la poder al feminismo. Es en la escucha y el reconocimiento, en la
empatía, como acumulamos saberes.
¿Todas tendríamos que ser feministas? Para quienes no dudamos, hay un
imperativo ético, un desconcierto frente a quienes dicen “a mí nunca me
pasó” y prefieren no alinearse con un movimiento político ni siquiera
desde la toma de conciencia de la injusticia. Pero hubo quienes
estuvieron a favor de la esclavitud, quienes creen que lo imposible es
simplemente imposible, quienes prefieren sus privilegios o temen perder
el amor del amo.
Yo soy feminista, soy sobreviviente de violencia, tengo un cuerpo
inconveniente porque ya ha vivido demasiados años como para circular en
el mercado del deseo y sin embargo sigue deseando tanto orgasmos como
meter los dedos en la arena y disfrutar de la luna llena en algún lugar
donde haya horizonte. No temo estar enojada, tengo que estar enojada si
pretendo rebelarme contra la opresión y encontrarme con compañerxs que
desprecien la opresión. La x no es corrección política, es plantar una
incógnita, otra más, por los sujetos capaces de protagonizar esta
rebelión que para mí es el feminismo. Otros cuerpos y existencias
inconvenientes y también quienes no lo son, quienes podrían pasar
desapercibidas y sin embargo no quieren, se plantan, contestan, se
encuentran con otras. No hay teoría en estas líneas, hay latidos, hay
deseo, hay la experiencia de la felicidad y el desamor, la inconformidad
y el festejo por pequeños pasos que ya hemos dado. Hay determinación,
también, por contagiar de esta inconformidad a mi hijo y a mi hija, por
hacerlos rebeldes, tenaces, libres, deseantes, gozosos. Tal vez haya más
preguntas que respuestas en esta larga diatriba pero nunca la verdad
revelada ha movido al mundo. Y lo que pretende el feminismo es
justamente eso, mover al mundo, sacudirlo, sacarlo de su eje. Hacer
temblar la tierra.
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