5/07/2017

La guerra de las urnas


Ilán Semo
¿Qué es exactamente lo que está en juego en el proceso de esa auténtica guerra de posiciones que hoy (mayo de 2017) define a la contienda electoral en el estado de México? Antes que nada: la sorpresa. Hace unos cuantos meses, las elecciones para gobernador en el territorio que el grupo Atlacomulco –o su fantasma– gobiernan desde hace décadas, se antojaban como un trámite más que debía garantizar la continuidad de lo que ya podríamos llamar la delmazocracia. En el otro frente, si Enrique Peña Nieto aseguró o no a Josefina Vázquez Mota, la eterna postulante de Acción Nacional, un acceso al poder mayor que el que ella misma podía ostentar, es un tema para la criptografía de ese espectáculo que hoy todavía seguimos llamando vanamente elecciones. Y el Partido de la Revolución Democrática, ya enrarecido, en manos definitivas de esa cultura del rentismo y la corrupción parlamentarias, cuya crisis parece ser irreversible –como el antiguo lombardismo y su secuencia, el ferrocarril, el PST, alguna vez, pronto se convertirá en un simple sello testimonial– debía cumplir el mismo papel que le ha tocado desempeñar en elecciones estatales previas: un simple testigo de hechos, siempre dispuesto a dividir el voto que surja frente al binomio del PRI y el PAN.
Y, sin embargo, desde las profundidades de la crisis de esa suerte de consenso pasivo que permitía repetir siempre la misma jugada, ha emergido una fuerza inédita, encabezada por una voz simple y sencillamente creíble, la de la candidata del Movimiento de Regeneración Nacional, Delfina Gómez Álvarez, que ha roto la certeza de los guiones previsibles. Desde su fundación, Morena no había mostrado potencialidades como contendiente real en elecciones fuera de la Ciudad de México. Hoy, en el estado de México, esta historia marginal podría cambiar. O, mejor dicho: de facto ya se modificó. Hay tres factores que, sin duda, concurren en este giro.
En primer lugar, el efecto López Obrador. AMLO aparece, al menos frente a un número cuantioso de electores, como la única opción visible en un panorama donde, en cierta manera, todas las otras opciones no hacen sino reafirmar el estado de descomposición general que afecta a la clase política surgida en 2000.
En segundo lugar, es el único que conoce con tal precisión el sistema de equilibrios entre el PRI y el PAN, que siempre puede responder a un ataque singular con otro ataque de la misma proporción o mayor aún. Cuando se inició el show de Ana Cadena, una redición apócrifa del bejaranazo, que debía complicarlo por corrupción a terceros, –todo ello apoyado en las toscas diligencias del actual gobernador de Veracruz–, la respuesta de AMLO fue simple y elemental: enviar el dossier privado del enriquecimiento de Yunes no al ministerio público, ni al juez más próximo, ni tampoco a la prensa, sino directamente a Enrique Peña Nieto. Un breve recordatorio, digamos, en una cultura donde el que no sabe habla demasiado, y el que sabe, no habla. Por supuesto, sólo después de que la escalada priísta en su contra llegó a su nivel intolerable: amenazas de muerte que exhibían la alianza entre el crimen organizado y los priístas locales. O, al menos, la alianza de los métodos.
Y en tercer lugar, años y años de visitar personalmente poblaciones recónditas que hablan de quien sabe dónde se encuentra el corazón de toda la política mexicana: no en las cadenas televisivas, ni en las redes sociales, ni en los acuerdos cupulares, ni siquiera en los grandes financiamientos, sino en el terreno más elemental de todos: la política absolutamente local. En México la historia parece ser necia al respecto: la gran política comienza invariablemente en la microfísica del poder: los pueblos, las rancherías, las zonas marginales. Alguna vez, hay que mirar cara a cara a las fuerzas que la sostienen y la movilizan.
Claro, siempre es preciso, al menos en elecciones locales, contar con un candidato o, en este caso, una candidata que sepa transformar esa microfísica de pactos y favores en una fuerza operativa.
Mi hipótesis personal sobre la contienda del estado de México: el PRI se está desgranando ahí donde más le duele, en los pueblos, los caseríos, los recodos de las carreteras, las ciudades perdidas. Digamos que por goteo. Las razones de este silencioso pero visible desmantelamiento son múltiples. Existen dos que son muy evidentes. La deuda contraída por el gobierno federal y por las gubernaturas locales a lo largo del sexenio, ha resecado los fondos que normalmente se destinan para aceitar los compromisos electorales y las maquinarias clientelares. La segunda se encuentra en Los Pinos. Un Presidente que, ante el pánico, juega con la unidad del PRI, vuelve histérica a su maquinaria. Una suerte de luz verde para que cada quien busque su propia red de alianzas.
Existe otro fenómeno notorio, de orden estrictamente discursivo, y que ahora al parecer está cobrando víctimas incalculadas.
Desde 2015, las fuerzas que concibieron las reformas estructurales y que intentaron impostar el eslogan de populismo a Morena, optaron por hacer del discurso contra la corrupción su emblema semántico. Todo en aras de la despolitización –o la tecnificación– de las narrativas del régimen. La corrupción sólo ha sido, en México, una causa de los males del país, aunque ciertamente sea uno de sus principales efectos. Los orígenes de la corrupción se encuentran en la grosera desigualdad social, en las prácticas parainstitucionales de los poderes ejecutivos, en la doble vida de los empresarios, etcétera. Pero convertida en el centro del discurso, terminó por favorecer a la única fuerza que ha logrado, hasta la fecha, sortear sus complejas redes no tanto de seducción sino de operación. Nadie ha hecho un favor más grande a Morena, que ese cúmulo de empresarios y seudoideólogos que situaron a la lucha contra la corrupción en el caballo semántico de la batalla por la despolitización.

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