¿Qué es exactamente lo
que está en juego en el proceso de esa auténtica guerra de posiciones
que hoy (mayo de 2017) define a la contienda electoral en el estado de
México? Antes que nada: la sorpresa. Hace unos cuantos meses, las
elecciones para gobernador en el territorio que el grupo Atlacomulco –o
su fantasma– gobiernan desde hace décadas, se antojaban como un trámite
más que debía garantizar la continuidad de lo que ya podríamos llamar la
delmazocracia. En el otro frente, si Enrique Peña Nieto
aseguró o no a Josefina Vázquez Mota, la eterna postulante de Acción
Nacional, un acceso al poder mayor que el que ella misma podía ostentar,
es un tema para la criptografía de ese espectáculo que hoy todavía
seguimos llamando vanamente
elecciones. Y el Partido de la Revolución Democrática, ya enrarecido, en manos definitivas de esa cultura del rentismo y la corrupción parlamentarias, cuya crisis parece ser irreversible –como el antiguo lombardismo y su secuencia, el
ferrocarril, el PST, alguna vez, pronto se convertirá en un simple sello testimonial– debía cumplir el mismo papel que le ha tocado desempeñar en elecciones estatales previas: un simple testigo de hechos, siempre dispuesto a dividir el voto que surja frente al binomio del PRI y el PAN.
Y, sin embargo, desde las profundidades de la crisis de esa suerte de
consenso pasivo que permitía repetir siempre la misma jugada, ha
emergido una fuerza inédita, encabezada por una voz simple y
sencillamente creíble, la de la candidata del Movimiento de Regeneración
Nacional, Delfina Gómez Álvarez, que ha roto la certeza de los guiones
previsibles. Desde su fundación, Morena no había mostrado
potencialidades como contendiente real en elecciones fuera de la Ciudad
de México. Hoy, en el estado de México, esta historia marginal podría
cambiar. O, mejor dicho: de facto ya se modificó. Hay tres factores que, sin duda, concurren en este giro.
En primer lugar, el efecto López Obrador. AMLO aparece, al menos
frente a un número cuantioso de electores, como la única opción visible
en un panorama donde, en cierta manera, todas las otras opciones no
hacen sino reafirmar el estado de descomposición general que afecta a la
clase política surgida en 2000.
En segundo lugar, es el único que conoce con tal precisión el sistema
de equilibrios entre el PRI y el PAN, que siempre puede responder a un
ataque singular con otro ataque de la misma proporción o mayor aún.
Cuando se inició el show de Ana Cadena, una redición apócrifa del bejaranazo,
que debía complicarlo por corrupción a terceros, –todo ello apoyado en
las toscas diligencias del actual gobernador de Veracruz–, la respuesta
de AMLO fue simple y elemental: enviar el dossier privado del
enriquecimiento de Yunes no al ministerio público, ni al juez más
próximo, ni tampoco a la prensa, sino directamente a Enrique Peña Nieto.
Un breve recordatorio, digamos, en una cultura donde el que no sabe
habla demasiado, y el que sabe, no habla. Por supuesto, sólo después de
que la escalada priísta en su contra llegó a su nivel intolerable:
amenazas de muerte que exhibían la alianza entre el crimen organizado y
los priístas locales. O, al menos, la alianza de los métodos.
Y en tercer lugar, años y años de visitar personalmente
poblaciones recónditas que hablan de quien sabe dónde se encuentra el
corazón de toda la política mexicana: no en las cadenas televisivas, ni
en las redes sociales, ni en los acuerdos cupulares, ni siquiera en los
grandes financiamientos, sino en el terreno más elemental de todos: la
política absolutamente local. En México la historia parece ser necia al
respecto: la gran política comienza invariablemente en la microfísica
del poder: los pueblos, las rancherías, las zonas marginales. Alguna
vez, hay que mirar cara a cara a las fuerzas que la sostienen y la
movilizan.
Claro, siempre es preciso, al menos en elecciones locales, contar con
un candidato o, en este caso, una candidata que sepa transformar esa
microfísica de pactos y favores en una fuerza operativa.
Mi hipótesis personal sobre la contienda del estado de México: el PRI
se está desgranando ahí donde más le duele, en los pueblos, los
caseríos, los recodos de las carreteras, las ciudades perdidas. Digamos
que por goteo. Las razones de este silencioso pero visible
desmantelamiento son múltiples. Existen dos que son muy evidentes. La
deuda contraída por el gobierno federal y por las gubernaturas locales a
lo largo del sexenio, ha resecado los fondos que normalmente se
destinan para aceitar los compromisos electorales y las maquinarias
clientelares. La segunda se encuentra en Los Pinos. Un Presidente que,
ante el pánico, juega con la unidad del PRI, vuelve histérica a su
maquinaria. Una suerte de luz verde para que cada quien busque su propia
red de alianzas.
Existe otro fenómeno notorio, de orden estrictamente discursivo, y que ahora al parecer está cobrando víctimas incalculadas.
Desde 2015, las fuerzas que concibieron las reformas estructurales y
que intentaron impostar el eslogan de populismo a Morena, optaron por
hacer del discurso contra la corrupción su emblema semántico. Todo en
aras de la despolitización –o la tecnificación– de las narrativas del
régimen. La corrupción sólo ha sido, en México, una causa de los males
del país, aunque ciertamente sea uno de sus principales efectos. Los
orígenes de la corrupción se encuentran en la grosera desigualdad
social, en las prácticas parainstitucionales de los poderes ejecutivos,
en la doble vida de los empresarios, etcétera. Pero convertida en el
centro del discurso, terminó por favorecer a la única fuerza que ha
logrado, hasta la fecha, sortear sus complejas redes no tanto de
seducción sino de operación. Nadie ha hecho un favor más grande a
Morena, que ese cúmulo de empresarios y seudoideólogos que situaron a la
lucha contra la corrupción en el caballo semántico de la batalla por la
despolitización.
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