CIUDAD
DE MEXICO (apro).- Una de las maneras de explicar las expresiones
machistas, discriminadoras y ofensivas de Marcelino Perelló en la última
emisión de su programa en Radio UNAM, ha consistido en afirmar que él
se quedó en lo que eran los jóvenes estudiantes en los años sesenta, y
que no ha entendido los cambios producidos desde entonces en las
relaciones de género.
El punto es relevante porque en los medios
universitarios de fines de los años sesenta el machismo era menos
desbocado que el predominante en el resto de la sociedad. En 1968 las
estudiantes participaron junto con sus compañeros. Ese fue el primer
movimiento estudiantil al que se incorporaron masivamente mujeres, con
motivo del cual cambiaron varias cosas en sus relaciones con los
hombres.
Es también relevante el punto porque cuando los dichos
machistas de un comunicador social se atribuyen al predominio de una
conciencia discriminatoria, en el fondo se está buscando justificarlos,
es decir, convertir al conductor del programa en una especie de víctima
de una sociedad machista que le ha impartido sus enseñanzas.
Es
verdad que la discriminación de las mujeres es un producto histórico
social, pero ver cada caso con ese lente es un callejón sin salida que
sólo puede llevar a justificarla y a impedir su rechazo. La lucha por
subvertir las desiguales relaciones de género no se dirige contra un
fantasma que está en todos sitios y en ninguno, sino contra los
elementos concretos de la conciencia patriarcal y de su práctica.
Decir
en la radio que es normal ultrajar a una mujer –que fue lo expuesto por
Perelló— es exactamente una manera de tratar de normalizar una conducta
que, por más frecuente que sea, es socialmente repudiable.
Haber
dicho en público eso en 1968 hubiera sido escandaloso e igualmente
execrable. La diferencia es que ahora las mujeres tienen más voz y han
logrado cambiar leyes y otras normas, además de que existen nuevos
medios de comunicación no monopolizados, como las redes sociales.
Desde
el ángulo jurídico, la Constitución obliga ahora a la autoridad a hacer
valer el derecho de todas las personas a no ser discriminadas, a ser
respetadas por su sexo, edad, etcétera. Invocar la libertad de expresión
(aquí sería la de difusión de las ideas a través de cualquier medio,
incluida hace pocos años en el artículo séptimo de la Constitución), es
una falsedad porque nadie tiene derecho a difundir ofensas
discriminantes y tendientes a la reproducción de condiciones de opresión
de género a través de medios orales, visuales, escritos. Así es la ley,
porque de lo contrario sería imposible hacer efectivos los derechos
humanos.
Si en la difusión se pudieran normalizar libremente los
ultrajes sexuales, se haría nugatoria la norma fundamental consistente
en que dichos actos son ilícitos. No se trata de suponer que tales
ultrajes sean poco frecuentes sino que no sería válido considerar que,
por no serlo, hubiera que ignorarlas o justificarlas con la falsa tesis
de que no se pueden perseguir una por una. Si pocas o muchas personas
debieron ser reconvenidas por acciones similares pero no fue así, eso no
puede justificar la conducta ilícita de nadie más.
En la reciente
discusión a propósito de lo dicho, refrendado y aumentado por Perelló,
se ha hablado también de una supuesta actitud irreverente y subversiva
del cuestionado conductor radiofónico. Pero en realidad es al revés: lo
subversivo consiste en la crítica y la defenestración de la
normalización de las agresiones sexuales. Nada que ver, por cierto, la
discusión sobre el tipo penal vigente de violación, sino lo dicho por
Perelló sobre lo normal que le parece a él la agresión sexual sin
cópula, cuestión, por cierto, debatida y legislada desde el siglo XIX
(1871 en México).
Por lo oído, algunas opiniones de Perelló al respecto no se ubican en los años sesenta del siglo XX sino en el siglo XVIII.
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