La evaluación
fue presentada como el eje central para alcanzar la calidad educativa.
La reforma educacional mexicana en su dimensión laboral y pedagógica
tuvo como línea transversal evaluar a los docentes, pero también a los
alumnos; con ella se mejorarían los aprendizajes y se elegirían a los
maestros idóneos para desempeñarse en el campo de la enseñanza. Todo se
resumía en el eslogan gubernamental que fue repetido hasta el cansancio
Evaluar para mejorar.
En los confines del sexenio, a cinco años de lo que se presentó como
la más importante de todas las reformas, de la transformación profunda
que no se limitó a lo epidérmico de las leyes secundarias sino que
requirió modificar la esencia de la Constitución mexicana, en el curso
de lo que Enrique Peña Nieto bautizó como revolución educativa y que
según los reformadores transformó la cultura pedagógica porque los
alumnos ya no memorizan, ahora reflexionan y aprenden para la vida; una
pregunta simple, de sentido común es necesaria: ¿Ya mejoró la educación?
La respuesta venida desde los docentes rijosos o desde los estudios
académicos fuera del círculo de los reformadores se pondría en tela de
juicio por las sagradas instituciones educativas y evaluadoras públicas o
autónomas, por la cientificidad técnica cuasi absoluta de las
mediciones estandarizadas; pero en esta ocasión, la respuesta viene de
esas mismas instituciones y mediciones, se lee en los números e informes
del Instituto Nacional para la Evaluación Educativa (INEE), en los
resultados de la prueba Plan Nacional para la Evaluación de los
Aprendizajes (Planea) para secundaria y para nivel medio superior un
no, no ha mejorado la educación, no han mejorado sustancialmente los aprendizajes, confirmando incluso lo que arrojó la prueba internacional PISA aplicada en 2015.
Un profesor universitario solía replicarnos cada vez que
argumentábamos el fracaso del capitalismo porque la mayoría de la
población era pobre y la riqueza estaba concentrada en unos cuántos,
decía que justamente esa era la finalidad del sistema; no existía tal
fracaso porque habían cumplido el objetivo de despojarnos por siglos del
producto de nuestro trabajo y de la tierra. Hoy seríamos igualmente
ingenuos si alguna vez creímos que los propósitos reales de la
evaluación eran mejorar los aprendizajes, el salario de los trabajadores
de la educación, la formación de los profesores y su relación laboral.
Los objetivos implícitos, los verdaderos fines superiores de los
autores intelectuales y materiales de la evaluación, siempre buscaron
hacer de ella un negocio rentable para la industria de los exámenes,
desposeer a los maestros de su derecho humano al trabajo, precarizarlo,
sustituir su profesión por cualquiera otra, mercantilizar su formación
mediante las escuelas privadas y deformar su pedagogía en técnicas de
instrumentación para no crear o innovar nada, sólo cumplir con las
nuevas disposiciones.
En este sentido, entonces sí, la evaluación está logrando los
resultados esperados por el gobierno y los empresarios: introdujo en el
sistema educativo el síndrome del hiperconsumo de las evaluaciones
pagadas con dinero público; se dinamizó el mercado de la formación
docente para atenderlas; la evaluación está sustituyendo la formación
inicial de maestros de prescolar y primaria al abrirse a todas las
profesiones; los nuevos ingresos al servicio docente son iniciados en
condiciones de mayor precariedad laboral que antes de la reforma; los
que están en servicio y ascienden a puestos de dirección pierden su
estabilidad por contratos a prueba y para todos retrocedió el régimen de
derechos laborales.
El más reciente informe mundial anual de la Unesco ya dejó muy claro
el grave error que cometen los gobiernos al edificar sus reformas
responsabilizando a los maestros. En México, la evaluación ha sido
justamente ese mecanismo de focalización para señalar, desprestigiar,
denostar y exculpar a los responsables de las políticas educativas, a
los gobiernos y la tecnocracia reformadora, culpando a los maestros,
pero además criminalizándolos haciendo uso de la fuerza pública para
obligarlos a evaluarse.
La evaluación como instrumento para alcanzar la calidad educativa,
para usar el lenguaje de los tecnócratas, es una desviación, una falacia
que está dando las muestras más contundentes de haber sido una estafa
en la que muy pocos se beneficiaron y la mayoría han perdido. Si se le
pone una fase o se le quita otra, se le agregan elementos o se eliminan,
masiva o selectiva, si se hacen más eficientes los instrumentos o se
cambian por otros, el sentido equivocado sigue siendo el mismo: la
evaluación por sí misma no mejora la educación, evaluación y calidad no
son sinónimos. Hay elementos suficientes para decir que no debe ser el
eje vertebral de ninguna reforma educativa.
Un cambio sustancial, por supuesto no debe dejar de lado la
evaluación, pero sí redireccionar el eje central de la política
educativa, además tendrá que revertir los daños a los maestros cesados y
despojados de su estabilidad laboral que fueron causados por las
secuelas de este proyecto fallido para la sociedad, aunque exitoso para
los enemigos de la escuela pública y el derecho humano a trabajar en
condiciones de dignidad.
*Doctor en pedagogía crítica
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