Cristina Pacheco
Adoro
el silbato del tren. Aun cuando llegue hasta mí desde muy lejos,
siempre me entrega imágenes fragmentadas de una infancia remota,
escenas de otro tiempo y la adusta fisonomía de un paisaje árido,
apenas ondulante de cerros, lóbrego bajo la oscuridad de un cielo
acerado, limpio de nubes y opulento de estrellas.
Esta melancólica llamada, sobreviviente al maléfico estruendo
citadino, el canto de los grillos y el jadeo de la máquina anunciando
el comienzo de aquel primer viaje integran la música de fondo que
acompaña al coro del silencio. No puedo llamar de otra manera al que
entonan en mi recuerdo voces que poco a poco se fueron alejando.
Siempre que escucho el silbato del tren cierro los ojos y procuro
captarlo –¿consumirlo?– hasta el punto en donde se desvanece. Entonces
me pregunto si volveré a oírlo. No lo sé. En cambio estoy segura de que
siempre lo esperaré con el mismo entusiasmo con que acecho la puntual
floración de la jacaranda. Entre todos los árboles, el más generoso y
audaz. No conforme con regalarnos su sombra, entre marzo y abril se
dedica a poner el cielo a nuestros pies.
Segunda clase
Bancas corridas de madera acanalada. Piso con manchas de
grasa. Un pasillo estrecho por donde caminan apresurados los viajeros
en busca de un sitio en donde sentarse y guardar, por el tiempo que
dure el trayecto, sus pertenencias y los obsequios que les traen a los
coterráneos ansiosos de disfrutar los sabores de allá: pinole recién
molido, limas, tunas cardonas, miel, platillos condimentados por
generaciones de mujeres: abuelas, madres, hermanas, tías o la esposa
que incluye en la bolsa del pan que le manda a su marido un mensaje:
“Mi muy querido Joaquín, espero que al recibir la presente te
encuentres bien de salud como yo por acá, A.D.G. El correo anda peor
que nunca. Me imagino que por eso no me han llegado noticias tuyas.
Aprovecho que Desiderio va a México para que me haga favor de
entregarte la presente. De novedades tenemos la boda de Chinta con
Ardelio y que Gildardo regresó de Estados Unidos: se fue pollito y
regresó hecho un gallo. Si lo vieras, creo que no lo reconocerías.
“Pero mejor ya no te escribo de estas cosas para tener qué
platicarte cuando nos veamos. Ponme un telegrama y dime si piensas
regresarte al pueblo o si sería mejor que me fuera para allá. El pasaje
en segunda está costando casi lo mismo que cuando te fuiste y no sería
mucho gasto. No pienses que tengo urgencia de irme a México porque tus
papás me estén tratando mal o como a una arrimada. Al contrario, doña
Cuca me ve como a una hija y don Benigno también. Todo eso es muy
bonito, pero yo mejor quiero estar contigo.
En espera de tus noticias, se despide tu esposa que tanto te quiere: Isabel.(P.D. Ojalá hayas cumplido la promesa que me hiciste de no volver a tomar. Acuérdate cómo te pones cuando se te suben las copas y allá, sin quién te cuide, puede ser peligroso.)
Más allá del cristal
Triunfo codiciado por el viajero en segunda clase: ganar
un asiento junto a la ventanilla. Su vidrio delgado y sucio, con
huellas de anteriores cabeceos y manos que pretendieron detener el
instante de la despedida, es también el primer confín, el paso inicial
hacia lo que se quiere conocer o recuperar.
Durante los minutos de espera anteriores a la partida, los pasajeros
entretienen su impaciencia echándole un último vistazo al escenario
conocido.
Desde la
altura del compartimento, en la estación todo sigue donde ha estado
siempre: la caseta pintada de verde a la derecha de las vías, la banca
de madera junto a la puerta, el pirú centenario con el tronco tatuado
de iniciales, el barreño que derrama cascadas. Hasta los perros y
Quirino, el loco, están en su sitio; sin embargo, a través de la
ventanilla, las personas y las cosas se vuelven enigmáticas, distantes,
inalcanzables.
Fronteras
Sea cual fuere el grado de parentesco o de afecto que
los une, entre los que acudieron a la estación en calidad de
acompañantes o simples testigos de la partida y los que se van, las
ventanillas levantan delgados muros, fronteras que les impiden
comunicarse y los convierten en moradores de mundos diferentes.
Para el viajero, el encargado de la estación ya no es el vecino
conocido desde hace años, sino una especie de figura decorativa en la
taquilla iluminada por un solo foco desnudo, apenas suficiente para
aclarar la oficinita olorosa a humedad. Las vendedoras de chucherías y
frituras que recorren el andén dejan de ser Julia, Andrea y Martina, y
se convierten en sombras que pregonan sus mercancías. Sus voces se oyen
agudas, como si estuvieran entonando un alabado en la capilla del
rancho.
Las sigue el violinista. Es tuerto. Lleva sombrero de ala ancha y
ropa de manta. Su música se pierde en el andén y apenas logra traspasar
el cristal de las ventanillas. Los viajeros escuchan poco de ella, pero
a fuerza de haberla oído tantas veces le siguen el ritmo, la disfrutan,
la tararean y así le agradecen al músico que esté allí, como todas las
noches, para dar la bienvenida al tren que llega del norte –esa
referencia es también la de sus sueños juveniles y su eterna
frustración– y despedir con melodías improvisadas a los paisanos que se
van a la capital bajo promesa de volver, escribir, llamar o al menos
acordarse. ¿De qué?
Lenguajes
Entre los que viajan en segunda clase y los que se
acercan a los vagones para agregar a la despedida algo que olvidaron
decir en los últimos minutos compartidos, se entabla una plática de
sordos a base de señas y ademanes enfáticos. Al mismo tiempo, de uno a
otro extremos del tren, el motorista y el garrotero intercambian con
sus lámparas señales que sólo ellos entienden y desencadenan el
sacudimiento leve, la fricción de las ruedas sobre los rieles, las
nubes de vapor incensando la ruta.
¡Váaaamonos!El grito alborota a los perros, paraliza a las vendedoras, le impone silencio al violinista.
Los que no viajarán corren junto a los furgones con la inútil
esperanza de igualar la velocidad del tren, pero muy pronto van
quedando atrás, como la estación, la banca, el pirú, las vendedoras y
el violinista que vuelve a improvisar melodías que se lleva el viento.
Los ocupantes de la segunda clase se acercan a las ventanillas,
agitan la mano, tal vez duden de si hacen bien en partir. Es tarde para
responder a esa pregunta. Se entregan a la emoción de la aventura, se
dejan llevar por el tren que va cobrando velocidad, se apresura y se
pierde en una curva. Los niños que apuntan en esa dirección sueñan con
que un día serán los emigrantes que dejan atrás su mundo, su historia,
la promesa de escribir, comunicarse por teléfono y jamás olvidar.
A Goyita, en su último viaje.
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