Marcha
Se cumplen dos
años de la dolorosa secuencia que marcó a fuego al México contemporáneo.
Y que desnudó la putrefacción del Estado mexicano. Aquel crimen de lesa
humanidad cometido por la corporación policial y narcocriminal, que
secuestró y desapareció a los 43 estudiantes, selló un quiebre histórico
porque pudo desenterrar el grito atragantado de un pueblo que respira
sangre.
Tlatelolco, Acteal, Tamaulipas, Nochixtlán…
Ayotzinapa. Vamos conociendo la geografía mexicana a través de sus
masacres. Orquestadas por el terrorismo de Estado o por sus fuerzas
tercerizadas. Según el Registro Nacional de Datos de Personas
Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), hay en México 27.659 desaparecidos.
Se estima unos 11 por día. Sin embargo, Ayotzinapa tuvo una carga
simbólica especial que logró viralizar ante el mundo esta tragedia
humanitaria.
Ayotzinapa le puso nombre a un sistema de violencia
múltiple, sistemática y cotidiana, a una guerra difusa y no
convencional, cuyo objetivo es profundizar el despojo de los bienes
naturales a manos del capital transnacional.
Ayotzinapa sintetiza
la hipocresía, la torpeza y la crueldad de un poder político que
disfraza de incapacidad su responsabilidad en tan crudo escenario. En
estos 24 meses, el gobierno de Peña Nieto desvió la investigación,
fabricó culpables, ocultó evidencias. Mintió descaradamente. Pero
gracias al equipo argentino de forenses y al grupo de expertos de la
CIDH se logró desmontar la versión oficial que buscaba dar vuelta la
página.
Ayotzinapa logró zamarrear al inconsciente colectivo al
punto de hacer erosionar la imagen interna y externa de un gobierno
huérfano de sensibilidad y como menos cómplice de los hechos. Si bien la
movilización popular en reclamo de justicia fue menguando, el
incansable y compacto grupo de familiares de los jóvenes aún sigue
siendo la principal piedra en el zapato del establishment.
Las
escuelas normales rurales son una herencia del cardenismo. De las 36 que
funcionaron sólo sobreviven 16. Tienen una marcada impronta y tradición
combativa, en particular la Escuela Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa,
de donde surgieron líderes magisteriales y guerrilleros como Lucio
Cabañas o Genaro Vázquez. Aquella noche del 26 de septiembre de 2014,
los normalistas se trasladaban a una actividad conmemorativa de otra
masacre estudiantil, la de Tlatelolco en 1968. Sus verdugos subestimaron
el impacto que tendría la arremetida contra un grupo de jóvenes, pobres
y campesinos.
La espiral de violencia en suelo azteca viene de
larga data, pero explotó durante el gobierno de Felipe Calderón
(2006-2012) y su “guerra contra el narcotráfico”. Aquel sexenio dejó
oficialmente más de 121 mil muertes violentas. En lo que lleva en la
presidencia Peña Nieto, se registran más de 78 mil homicidios y ya se
superó la cantidad de desapariciones (algo más de 13 mil).
Muchos
factores explican el cuadro, pero hay uno esencial: México paga caro ser
la puerta de entrada al principal consumidor de drogas y mayor vendedor
de armas del mundo. No pierde vigencia la célebre frase: “Pobre México,
tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.
El poder
fabrica monstruos y nos los vende como sus enemigos. Los grandes cañones
mediáticos repiten: “combate al terrorismo”, “combate al narco”,
ocultando que que el creador y la criatura son dos caras de una misma
moneda que se complementan para seguir acumulando riquezas. Mientras,
los muertos son siempre del mismo bando.
Los 43 normalistas se
convirtieron en una ausencia omnipresente. Vivos se lo llevaron, vivos
los queremos. Y vivos seguirán para siempre, recordándonos que, como
dijo Emiliano Zapata, “si no hay justicia para el pueblo, que no haya
paz para el gobierno”.
Gerardo Szalkowicz Analista internacional. Editor de Nodal.Fuente: http://www.marcha.org.ar/31636-2/
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