A
2 años de uno de los peores crímenes consumados en el México actual, el
conocido caso Ayotzinapa, los verdaderos perpetradores continúan
impunes: han sido protegidos desde la más alta esfera del gobierno
federal y desde ahí mismo se ha ocultado la verdad.
De
ello hay bastantes evidencias: dilación en las investigaciones, pruebas
sembradas, falsos peritajes, manipulación de las escenas y de las
indagatorias, encubrimiento (de militares, policías federales y demás
responsables del retraso y enturbiamiento de las investigaciones, entre
ellos Jesús Murillo Karam y Tomás Zerón), entorpecimiento de las
diligencias de instancias internacionales, tortura a presuntos
involucrados para inducir sus declaraciones y hasta el embuste de una
“verdad histórica”.
Como se recordará, el crimen sucedió la noche
del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero. Ahí, seis civiles
fueron asesinados, 43 estudiantes campesinos de la Escuela Normal Rural
Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa –que se movilizaban, como cada año,
para la conmemoración de la masacre del 2 de octubre de 1968 en
autobuses de pasajeros tomados– fueron víctimas de desaparición
forzada y 12 personas más –normalistas, menores de edad y ciudadanos–
resultaron gravemente heridas.
Hasta ahora se ha sostenido la
versión de que esta injusticia fue ordenada por el alcalde de Iguala,
José Luis Abarca, y perpetrada por policías municipales y federales y,
en un segundo momento, por narcotraficantes ligados al grupo delictivo
Guerreros Unidos.
También se ha sabido que en estos hechos
participaron –al menos por complicidad– otros agentes del Estado
mexicano (autoridades de inteligencia civil y militares), situación
clave para entender por qué la administración federal apostó por el
ocultamiento de la verdad y no por atender su obligación de esclarecer
los hechos y, sobre todo, castigar a los culpables.
Por ello, pese a la presión social e internacional, el crimen permanece impune más allá del centenar de detenidos que cacarea
el gobierno. Lo que es peor, aún se desconoce el paradero de los 43
jóvenes. Y afirmo que de los 43, porque la identificación de restos
óseos de Alexander Mora Venancio y Jhosivani Guerrero de la Cruz –hecha
por científicos de la Universidad de Innsbruck, Australia, hace 1 año–
no esclareció el destino de los estudiantes.
En esta gravísima e
imperdonable violación a los derechos humanos, ocultar la verdad ha sido
esencial para encubrir a los culpables. Cronológicamente, la primera
prueba de ello es la reacción tardía del gobierno federal: la
administración de Enrique Peña dejó pasar 11 días para atender el
crimen. La Procuraduría General de la República (PGR) atrajo el caso
hasta el 6 de octubre y ese mismo día el presidente declaró por primera
vez.
El discurso de Peña Nieto, sin embargo, no fue acorde ni con
su investidura ni con la relevancia del hecho: “Al igual que la sociedad
mexicana, como presidente de la República me encuentro profundamente
indignado y consternado ante la información que ha venido dándose a lo
largo del fin de semana”.
¿Indignado? Sí, se dijo indignado como
si no fuera el principal responsable de la conducción de este país y,
por lo tanto, de todo aquello que está mal, incluidos los cientos de
crímenes que a diario se cometen en todo México.
El hecho es que
ni su investidura ni su “indignación” alcanzaron para que su gobierno
reaccionara a la altura de las circunstancias, pese a que fue consciente
de la gravedad del hecho desde que éste ocurrió: contaba con reportes
de inteligencia civil y militar pormenorizados.
Incluso 3 días
antes de que la PGR atrajera el caso, la Organización de las Naciones
Unidas condenó la desaparición masiva de normalistas y los asesinatos.
Son “los sucesos más terribles de los tiempos recientes”, señaló el
organismo. Así que esa lentitud sólo puede entenderse como algo
intencional. El gobierno federal no asumió su responsabilidad por motu proprio: fueron las movilización sociales en México y el extranjero las que lo obligaron.
Los
11 días de inacción fueron el inicio de la larga lista de omisiones y
atropellos. Muy pronto, la “indignación” del presidente desapareció. El 4
de diciembre de 2014, Peña Nieto “convocó a la sociedad guerrerense a
que con su capacidad y su compromiso con el estado y con su comunidad,
así como con sus propias familias, haga un esfuerzo colectivo para ir
hacia adelante ‘y podamos realmente superar este momento de dolor’ por
la desaparición de los 43 jóvenes de la Escuela Normal Rural de
Ayotzinapa”, refiere el boletín de prensa que la Presidencia de la
República publicó ese día.
Al gobierno le urgía que olvidáramos, para que la imagen internacional de su gobierno se limpiara. Así que, de la mano del entonces procurador Murillo Karam, empezó a inventar su “verdad histórica”.
La
farsa estuvo lista 4 meses después de la tragedia. El 27 de enero de
2015, Murillo resolvió cerrar el expediente: citó peritajes, evidencias y
declaraciones de detenidos antes de asegurar que los 43 normalistas
fueron asesinados e incinerados por integrantes del cártel Guerreros
Unidos. Ésta, dijo, es la “verdad histórica” de lo ocurrido en Iguala.
Para
ello obstaculizó la labor del Equipo Argentino de Antropología Forense,
invitado a la indagatoria por solicitud de los familiares de los
jóvenes desaparecidos. Algo que se repitió con el trabajo del Grupo
Interdisciplinario de Expertos Independientes, de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, que fue prácticamente corrido del
país luego de desprestigiar públicamente a sus integrantes con una
campaña mediática.
Científicamente se ha demostrado que es
imposible incinerar –hasta desaparecer– 43 cuerpos humanos en las
condiciones que prevalecieron la madrugada del 27 de septiembre de 2014
en el basurero de Cocula, Guerrero.
Otra prueba de la intencional
impunidad es la protección al 27 Batallón de Infantería del Ejército
Mexicano, con sede en Iguala. Según testimonios difundidos por la
prensa, los militares persiguieron e intimidaron a los sobrevivientes.
También documentaron las escenas del crimen, generaron seguimiento
fotográfico y reportes detallados, pero no actuaron para frenar la
masacre.
Por todo ello, el caso Ayotzinapa es un imperdonable crimen de Estado. Y así debe ser juzgado.
Nancy Flores
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