Luis Linares Zapata
Los millones de mexicanos
migrantes se fueron porque su país de origen no fue capaz de
proporcionarles una vida digna. Durante décadas unos tras otros fijaron
sus miradas en el próspero norte del continente y hacia allá se
dirigieron con todos sus miedos, sueños y dolores a cuestas. Los
pormenores de la travesía que emprendieron les era desconocida y para
muchos fue ciertamente fatal. El calor, el desierto, las vallas, los
maleantes o la corriente del río Bravo hizo las veces de sepultura. Casi
nadie, fuera de sus cercanos, pareció notar sus ausencias, sufrimientos
o muerte. Más todavía: los varios gobiernos (locales y federales)
fingieron indiferencia ante sus precarias condiciones de búsqueda en el
viaje y la aventura. A pie, ocultos en camiones, a nado o mediante otros
medios de transporte, dejaron atrás su pertenencia a estas tierras.
Muchos, miles de ellos, quizá millones, encontraron, después de
incontables sufrimientos, múltiples maneras de subsistir y, también, de
prosperar. Fundaron familias y proyectos de vida que se fueron
pareciendo a lo que esperaban. Su nueva realidad les acomodó de variadas
maneras y gustos. Adoptaron con rápida generosidad esa su nueva patria
que, muy a pesar de los desprecios, les pareció acogedora, mucho mejor
que la de sus ancestros. Otros, en cambio, también millones de ellos,
fueron encarcelados por ilegales y deportados después. No se resignaron a
retornar a sus miserias de origen y volvieron a intentar cruzar la
frontera de sus ilusiones. Fue un ir y regresar incesante que se
prolongó durante años y donde los sacrificios fueron continuos.
Mientras este fenómeno migratorio ocurría, aquí en México se
instalaba toda una estructura capaz de subsumir para sí misma todas las
oportunidades de vida que la nación fue capaz de generar. No todos los
que quedaron aquí, aun cuando ayudaron a levantar tal estructura, fueron
capaces de apropiarse o recibir lo necesario para satisfacer tanto sus
necesidades como las genuinas aspiraciones entrevistas. Un puñado de
individuos, bien pertrechado de favores, normas y medios adicionales,
concentró, con inclemente celo depredador, la mejor y mayor parte de las
abundantes riquezas del país. El reparto prevaleciente hoy en día en
este México turbulento es ofensivamente desigual, profundamente injusto,
inhumano e insostenible. Uno, tal vez dos de cada 10 mexicanos vive
ahora más allá del río. Y ese conjunto de esforzados produce y consume
más bienes y servicios que el resto de los que se quedaron. Más: envía,
año con año, cantidades inmensas de recursos que permiten mantener la
paz interna. Sin esas remesas, más el sol, las playas y el abundante
petróleo que se dilapida sin miramientos, la continuidad de la famosa
estructura levantada se pondría en entredicho.
Las políticas desplegadas por el actual gobierno republicano de
Donald Trump está poniendo en grave riesgo a los migrantes en ese país,
la mayoría de ellos de origen mexicano. Ese es y debe ser el principal
asunto del que hay que ocuparse para asegurar la propia sobrevivencia.
Basta ya de indiferencias e irresponsabilidades. El panorama que se
cierne en el presente y futuro de la nación es de sumo cuidado. Las
deportaciones masivas han comenzado y el ambiente que se ha impuesto a
los migrantes viola, con saña, sus de por sí precarios derechos humanos.
Toda la colectividad ha entrado en un estado de pánico e indefensión
ante el terror desatado. Pero, como si lo que ocurre no fuera una
amenaza presente, en México el sistema establecido continúa impávido su
marcha. Sus beneficiarios se oponen de manera tajante a introducir
cualquier cambio. No se adoptan medidas eficaces para instalar las
prevenciones que puedan, al menos, neutralizar los efectos de tan dañino
proceder del que, hasta ahora, se consideraba un gobierno socio y hasta
amigo.
Aquí el dispendio de recursos es noticia cotidiana y nada
apunta hacia la compostura o, al menos, la moderación. Miles de millones
de los presupuestos federal y estatal se extravían sin que nadie,
aparentemente, sepa adónde fueron a parar. Los latrocinios de los
haberes públicos, bien documentados por lo demás, son socarronamente
soslayados por la mera institución que debía procurar justicia. El
cinismo rampante se apodera de la que debía ser urgente tarea de
prevención en salud, educación o seguridad y, las altas esferas
decisorias, continúan inmersas en sus festines de recursos: hasta la
misma Suprema Corte de Justicia continúa sosteniendo que sus salarios y
prestaciones son como son. La ley y hasta la Constitución es usada para
justificar tan insolentes haberes mal empleados. Las élites mexicanas
fingen creer que son merecedoras de hartos privilegios, mientras a los
demás les chicanean hasta lo indispensable. Los partidos (PAN y PRI) se
preparan para trampear sin mesura las elecciones venideras con los
dineros públicos, al tiempo que presumen su espíritu democrático.
En las alturas continúa vigente la narrativa de que las importaciones
de gasolinas y petroquímicos eran y son convenientes; una derivada
impuesta por las leyes del mercado, arguyen. La revisión de supuestos
equívocos y errores inducidos no forma parte del vocabulario de los
responsablesde tales acciones. Refinar crudo aquí ciertamente impedía los negocios de los traficantes de influencia. Nada se revisa de pasadas triquiñuelas que evitaron construir refinerías. Los entusiastas propagandistas de tal especie todavía se regodean, impunes, en jugosos puestos mientras se despilfarran enormes cantidades de las escasas reservas externas disponibles. El súbito cambio dictado por Donald Trump ha puesto en entredicho el modelo económico y la estructura establecida se tambalea
todita.
Y eso que apenas se conocen algunos detalles iniciales de su plan de
gobierno que, en días futuros, se presentará con todas sus fieras
pretensiones plutocráticas neoliberales.
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