La Jornada
Estamos transitando hacia un mundo nuevo,
poscapitalista. En la medida que es un proceso que estamos viviendo, no
tenemos la suficiente distancia para saber en qué periodo estamos, pero
todo indica que atravesamos las fases iniciales de dicha transición.
Aunque tiene hondas similitudes con las anteriores (transiciones de la
antigüedad al feudalismo y de éste al capitalismo), un hecho notable es
la incapacidad para comprender lo que sucede ante nuestros ojos: un
verdadero proceso de construcción colectiva de mundos nuevos.
En el pensamiento emancipatorio y en particular en el marxismo, se ha
convertido en sentido común la idea de que toda transición comienza con
la toma del poder a escala del Estado-nación. Este aserto debería haber
sido repensado luego de los fracasos soviético y chino, pero sobre todo
desde la demolición de los estados por el neoliberalismo, o sea el
capital financiero y la cuarta guerra mundial en curso. Es cierto,
empero, que para transitar hacia un mundo no capitalista debe tomarse el
poder, pero ¿por qué a escala estatal? ¿Por qué a nivel institucional?
Este es uno de los meollos de la problemática y una enorme dificultad
conceptual para poder visualizar las transiciones realmente existentes.
La segunda dificultad, atada a la anterior, es que las transiciones no
son homogéneas, no involucran a todo el cuerpo social de manera pareja.
La historia nos enseña que suelen comenzar en las periferias del
sistema-mundo y de cada nación, en remotas áreas rurales y en pequeños
pueblos, en los eslabones débiles del sistema, donde cobran fuerza y se
expanden luego hacia los centros del poder.
Por otro lado, las transiciones no sólo no son uniformes desde el
punto de vista geográfico, sino también social, ya que son procesos
guiados por la necesidad humana y no por ideologías. Suelen ser los
pueblos que habitan el sótano, indios, negros y mestizos, los que
primero construyen mundos otros; los sectores populares, las mujeres y
los jóvenes suelen ser los protagonistas principales.
Quiero poner un ejemplo de algo que está sucediendo ahora mismo, que
ya tiene un grado de desarrollo importante y que difícilmente puede ser
revertido, salvo genocidio. Me refiero a la experiencia de la Unión de
Trabajadores Desocupados (UTD) en General Mosconi, norte de Argentina.
La ciudad tiene 22 mil habitantes que trabajaron en la petrolera estatal
YPF hasta su privatización en la década de 1990, que dejó un tendal de
desocupados. En esos años despegó un fuerte movimiento de desocupados,
conocidos como piqueteros, que arrancó planes sociales a los sucesivos
gobiernos.
Durante el ciclo de luchas piquetero, la UTD fue uno de los
principales referentes en el conjunto del país y sus memorables cortes
de ruta eran seguidos con entusiasmo por los demás movimientos. La UTD
gozaba de fuerte prestigio y sus dirigentes, que sobrellevan cientos de
causas ante la justicia por cortes de rutas y otros
delitos, eran de los más populares en la Argentina.
Las cosas cambiaron muy pronto. La llegada al gobierno de
Néstor Kirchner en 2003, y la retracción de los movimientos, sacaron a
la UTD del escenario mediático y de la atención de los militantes
sociales. Las noticias sobre lo que sucede en el lejano norte argentino
son tan escasas como nebulosas.
Sin embargo, la UTD aprovechó los planes sociales (cortados por
Macri) para construir un mundo nuevo. En estos momentos funcionan 110
huertas agroecológicas de dos hectáreas cada una, donde trabajan unas 30
personas en promedio, que producen gran variedad de vegetales, además
de un gallinero y cerdos en cada huerta. Cuentan con un taller de
carpintería que se nutre de la abundante madera de la zona, talleres de
soldadura, de clasificación de semillas y de reciclado de plásticos, en
los cinco galpones con que cuenta el movimiento, como se puede leer en
el reportaje de Claudia Acuña en la revista MU (julio de 2016).
Construyeron viveros que reproducen la flora nativa con la que
abastecen desde las plazas hasta los montes, amenazados por la expansión
vertiginosa de la soya transgénica y los talamontes. Parte de su
trabajo la dedican a sostener los espacios públicos de la ciudad y los
bosques de los alrededores, una región donde crece el narcotráfico
amparado en la complicidad estatal-policial.
Un cálculo sencillo permite constatar que de 4 a 5 mil personas hacen
sus vidas en relación con el trabajo colectivo que organiza la UTD, lo
que equivale a 40 por ciento de la población activa de Mosconi. Esas
familias forjaron autonomía alimenticia, ya no dependen de los planes
sociales, están encarando desde la producción de alimentos hasta la
construcción de viviendas, o sea están reproduciendo la vida por fuera
de los marcos del sistema, sin relacionarse con el capital ni depender
del Estado. En suma, trabajan con dignidad.
Se dirá que es una experiencia apenas local. Pero las huertas y los
modos de hacer de la UTD ya se expanden a la vecina Tartagal, con el
triple de población. Muchos miles de emprendimientos de este tipo
existen en América Latina, porque los sectores populares comprendieron
que el sistema no los necesita ni los ampara, como sucedió durante los
breves años de los estados del bienestar. Hay una estrategia implícita
en este conjunto de mundos nuevos que no pasa por los estados-nación,
sino por fortalecer y expandir cada iniciativa, en afilar los rasgos
antisistémicos y antipatriarcales, y en fortalecer las resistencias.
Un rasgo de madurez de buena parte de estos mundos nuevos consiste en
mantener distancias de las instituciones partidarias y estatales,
aunque siempre que pueden les exigen apoyo y arrebañan recursos con un
ojo puesto en garantizar la sobrevivencia y el otro en mantener la
independencia.
En la larga transición en curso, imposible saber si serán décadas o
siglos, los mundos nuevos están enfrentando una de las más potentes
ofensivas del sistema. Lo que han conseguido hasta ahora nos permite
alentar un sereno optimismo.
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