2/28/2017

Sociedad civil y partidocracia en la hora mexicana



Luis Hernández Navarro
La Jornada 
Se ha vuelto costumbre que, en nombre de la sociedad civil mexicana, individuos prominentes, organizaciones no gubernamentales y asociaciones filantrópicas busquen fijar las políticas públicas o establecer la agenda política nacional. Unos dicen defender la calidad de la educación, otros luchar contra la corrupción gubernamental y algunos más garantizar la seguridad pública.
Lo hacen asumiéndose no como lo que son, individuos y grupos de poder, sino como si fueran representantes de la sociedad. Aunque nadie los ha nombrado mediadores ante el Estado, se presentan como si lo fueran. Para ello echan mano de un truco de prestidigitación: investirse de una supuesta superioridad moral por el simple hecho de no participar en partidos políticos.
Sin embargo, muchos de esos autonombrados representantes de la sociedad civil son, sin más, grandes empresarios con derecho de picaporte en las recámaras del poder. Y sus asociaciones, envueltas siempre en las banderas de lo ciudadano y el bien común, no son más que grupos de presión de intereses privados, que atavían su vocación gerencial con el disfraz de un supuesto mandato ciudadano de delegación del poder. Pero, aunque quieran camuflarse de sociedad civil, el verdadero ADN de organismos como Mexicanos Primero o Mexicanos contra Corrupción es, esencialmente, ser instrumentos de la patronal.
No se trata de un hecho exclusivamente mexicano, sino de un modelo exportado hace años desde Estados Unidos. En la era de la generación de los millennials , este travestismo empresarial/ciudadano es tan importante que poderosas marcas trasnacionales como Nike publicitan sus productos y servicios reivindicando el activismo social contestatario (https://goo.gl/qhNdJ9).
De la misma manera, en México, varios autodesignados abanderados ciudadanos son directivos o funcionarios de ONG. De entre ellos, no son pocos quienes han ocupado puestos en agencias gubernamentales de desarrollo y, al perder la chamba, han regresado a las filas de la sociedad civil.
Otros más, como el gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco (que llamó a no leer periódicos e informarse por Facebook), o el senador Armando Ríos Piter se presentan con la camiseta de independientes y ciudadanos, cuando toda su vida han hecho política en partidos (y saltado de uno a otro).
Sobre todo a partir de 1985, el concepto de sociedad civil sirvió para que se identificaran a sí mismos un conjunto de actores no partidarios y no empresariales, enfrentados al Estado autoritario. Surgió de la confluencia de sectores de la intelectualidad crítica y el descontento social. Una parte de esos actores impulsó un nuevo asociacionismo que dio vida a centenares de ONG, financiadas y apoyadas por la cooperación internacional.
Esa sociedad civil elaboró una agenda con dos ejes centrales: la construcción de una ciudadanía ampliada y una nueva forma de inserción en el espacio público basada en la más amplia participación ciudadana en las instituciones gubernamentales. Ambas se resumían en una idea fuerza: la promoción del desarrollo popular.
Aunque en su origen fue muy relevante la experiencia de las pastorales católicas progresistas, a raíz de los sismos que sacudieron la ciudad de México se amplió su espectro ideológico. En los hechos, se formó un variopinto archipiélago asociativo en que se inscribieron lo mismo académicos dedicados a dar transparencia y certidumbre a los procesos electorales que movimientos por la liberación de la mujer o la defensa del ambiente o defensores de derechos humanos.
Sin embargo, esa sociedad civil ya no es lo que era. Parte relevante de su protagonismo, capacidad de articulación de intereses e impacto en la arena pública fue cooptada por el extensionismo de los grandes empresarios, que dejaron la filantropía para hacer política camuflados de ciudadanos.
Simultáneamente, dentro de las filas de la sociedad civil se produjo un fenómeno simultáneo de aggiornamento y de pobrización, de integración a la política institucional y radicalización de la confrontación social. Los intelectuales han perdido mucha de la influencia y prestigio de los que disfrutaban. No son hoy capaces de movilizar las fuerzas de la convicción y la razón.
Hoy, algunas ONG siguen insistiendo en que se les reconozca como representantes de un campo que, por definición, es irrepresentable. No son pocos los funcionarios de esas ONG que se han convertido en políticos profesionales. Y, en no pocas ocasiones su aspiración de influir en las políticas públicas culminó con su asimilación al sistema.
Ahora, de cara a los comicios de 2018, al menos una parte de ellos se propone ir más lejos. Poco importa que carezcan de base social. Llaman a combatir a la partidocracia (en la que ven el origen de todos los males), a luchar contra el pacto de impunidad de las élites y a postularse como candidatos independientes a puestos de elección popular. Pero, más allá de los deseos, la realidad les ha propinado varios descalabros. El fracaso de #VibraMéxico y #AhoraONunca da cuenta de la brecha existente entre lo que creen ser y lo que realmente son.
Coincidente con el proceso de aggiornamento de buen número de ONG, ha emergido en el país una multitud de movimientos plebeyos y clasistas, y de protestas –como la que sigue enfrentando el gasolinazo­– que, sin ser propiamente movimientos, expresan un enorme descontento y rencor social, y una formidable potencia transformadora. Acosados por el despojo de sus tierras, territorios y recursos naturales, y por la inseguridad pública y la represión, sus integrantes, muchos de ellos parte de los pueblos indios del país, no han dejado de luchar un solo momento durante todos estos años. Es en esos movimientos, y en los pueblos indios, donde están las bases para realmente acabar con la partidocracia, refundar la nación y resistir la embestida imperial de nuestro vecino del norte, que hoy tiene el rostro de Donald Trump, pero que va mucho más allá de él.
Twitter: @lhan55

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