Luis Hernández Navarro
Se ha vuelto costumbre que, en nombre
de la sociedad civil mexicana, individuos prominentes, organizaciones
no gubernamentales y asociaciones filantrópicas busquen fijar las
políticas públicas o establecer la agenda política nacional. Unos dicen
defender la calidad de la educación, otros luchar contra la corrupción
gubernamental y algunos más garantizar la seguridad pública.
Lo hacen asumiéndose no como lo que son, individuos y grupos de
poder, sino como si fueran representantes de la sociedad. Aunque nadie
los ha nombrado mediadores ante el Estado, se presentan como si lo
fueran. Para ello echan mano de un truco de prestidigitación: investirse
de una supuesta superioridad moral por el simple hecho de no participar
en partidos políticos.
Sin embargo, muchos de esos autonombrados representantes de la
sociedad civil son, sin más, grandes empresarios con derecho de
picaporte en las recámaras del poder. Y sus asociaciones, envueltas
siempre en las banderas de lo ciudadano y el bien común, no son más que
grupos de presión de intereses privados, que atavían su vocación
gerencial con el disfraz de un supuesto mandato ciudadano de delegación
del poder. Pero, aunque quieran camuflarse de sociedad civil, el
verdadero ADN de organismos como Mexicanos Primero o Mexicanos contra
Corrupción es, esencialmente, ser instrumentos de la patronal.
No se trata de un hecho exclusivamente mexicano, sino de un modelo
exportado hace años desde Estados Unidos. En la era de la generación de
los millennials , este travestismo
empresarial/ciudadano es tan importante que poderosas marcas
trasnacionales como Nike publicitan sus productos y servicios
reivindicando el activismo social contestatario (https://goo.gl/qhNdJ9).
De la misma manera, en México, varios autodesignados abanderados
ciudadanos son directivos o funcionarios de ONG. De entre ellos, no son
pocos quienes han ocupado puestos en agencias gubernamentales de
desarrollo y, al perder la chamba, han regresado a las filas de la
sociedad civil.
Otros más, como el gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco (que
llamó a no leer periódicos e informarse por Facebook), o el senador
Armando Ríos Piter se presentan con la camiseta de independientes y
ciudadanos, cuando toda su vida han hecho política en partidos (y
saltado de uno a otro).
Sobre todo a partir de 1985, el concepto de sociedad civil sirvió
para que se identificaran a sí mismos un conjunto de actores no
partidarios y no empresariales, enfrentados al Estado autoritario.
Surgió de la confluencia de sectores de la intelectualidad crítica y el
descontento social. Una parte de esos actores impulsó un nuevo
asociacionismo que dio vida a centenares de ONG, financiadas y apoyadas
por la cooperación internacional.
Esa sociedad civil elaboró una agenda con dos ejes centrales: la
construcción de una ciudadanía ampliada y una nueva forma de inserción
en el espacio público basada en la más amplia participación ciudadana en
las instituciones gubernamentales. Ambas se resumían en una idea
fuerza: la promoción del
desarrollopopular.
Aunque en su origen fue muy relevante la experiencia de las
pastorales católicas progresistas, a raíz de los sismos que sacudieron
la ciudad de México se amplió su espectro ideológico. En los hechos, se
formó un variopinto archipiélago asociativo en que se inscribieron lo
mismo académicos dedicados a dar transparencia y certidumbre a los
procesos electorales que movimientos por la liberación de la mujer o la
defensa del ambiente o defensores de derechos humanos.
Sin embargo, esa sociedad civil ya no es lo que era. Parte relevante
de su protagonismo, capacidad de articulación de intereses e impacto en
la arena pública fue cooptada por el extensionismo de los grandes
empresarios, que dejaron la filantropía para hacer política camuflados
de ciudadanos.
Simultáneamente, dentro de las filas de la sociedad civil se produjo un fenómeno simultáneo de aggiornamento
y de pobrización, de integración a la política institucional y
radicalización de la confrontación social. Los intelectuales han perdido
mucha de la influencia y prestigio de los que disfrutaban. No son hoy
capaces de movilizar las fuerzas de la convicción y la razón.
Hoy, algunas ONG siguen insistiendo en que se les reconozca como
representantes de un campo que, por definición, es irrepresentable. No
son pocos los funcionarios de esas ONG que se han convertido en
políticos profesionales. Y, en no pocas ocasiones su aspiración de
influir en las políticas públicas culminó con su asimilación al sistema.
Ahora, de cara a los comicios de 2018, al menos una parte de ellos se
propone ir más lejos. Poco importa que carezcan de base social. Llaman a
combatir a la partidocracia (en la que ven el origen de todos los
males), a luchar contra el pacto de impunidad de las élites y a
postularse como candidatos independientes a puestos de elección popular.
Pero, más allá de los deseos, la realidad les ha propinado varios
descalabros. El fracaso de #VibraMéxico y #AhoraONunca da cuenta de la brecha existente entre lo que creen ser y lo que realmente son.
Coincidente con el proceso de aggiornamento de buen número
de ONG, ha emergido en el país una multitud de movimientos plebeyos y
clasistas, y de protestas –como la que sigue enfrentando el gasolinazo–
que, sin ser propiamente movimientos, expresan un enorme descontento y
rencor social, y una formidable potencia transformadora. Acosados por el
despojo de sus tierras, territorios y recursos naturales, y por la
inseguridad pública y la represión, sus integrantes, muchos de ellos
parte de los pueblos indios del país, no han dejado de luchar un solo
momento durante todos estos años. Es en esos movimientos, y en los
pueblos indios, donde están las bases para realmente acabar con la
partidocracia, refundar la nación y resistir la embestida imperial de
nuestro vecino del norte, que hoy tiene el rostro de Donald Trump, pero
que va mucho más allá de él.
Twitter: @lhan55
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