Hace 35 años comenzó la pesadilla de estas mujeres, cuando el
ejército del dictador Efraín Ríos Montt les quitó a sus maridos y se
apoderó de ellas, violándolas y obligándolas a realizar labores
domésticas durante años. En entrevista con Proceso, Carmen Xol Ical
recuerda el calvario –“algunas, para salvar la vida, se casaron con sus
agresores, con los verdugos de sus maridos”– y también explica cómo,
rotas, sin hablar español, denunciaron y lograron que por primera vez un
tribunal local en la historia condenara la esclavitud sexual en un
contexto de conflicto armado.
MADRID (Proceso).- Después de tres décadas, la abuela maya
guatemalteca Carmen Xol Ical puede hablar de los seis años en los que
fue violada y esclava doméstica en un destacamento militar. Junto con
otras diez sobrevivientes, se armó de coraje para denunciar y lograr lo
que parecía impensable: la primera sentencia por esclavitud sexual como
crimen de guerra en un tribunal del país donde el delito fue cometido.
Su desgracia comenzó en 1982, cuando una base militar, bajo las
órdenes del teniente Esteelmer Francisco Reyes Girón, se asentó en la
pequeña aldea de Sepur Zarco y, en una incursión a la Finca Esperanza,
los soldados se llevaron al esposo de Carmen. En el mismo operativo
detuvieron a 18 hombres de la comunidad.
“Llegaron a mi casa como a las seis de la mañana; (mi esposo) estaba
enchamarrado en su hamaca, lo levantaron y se lo llevaron. A los
detenidos los juntaron en la escuela; no nos dejaban entrar, sólo
pudimos ver que estaban sufriendo, no les daban comida, sólo orina y
popó.
“A las cuatro de la tarde se los llevaron (de la escuela). No sabemos
si (al destacamento en) la Finca Tinaja o a otro lugar. Después no
supimos nada. Yo sólo esperaba su regreso, pero ya no llegó”, relata la
mujer de 70 años.
Su marido era el encargado del comité escolar del pueblo e integrante
de un grupo de campesinos que tramitaba ante las instituciones agrarias
su reconocimiento como propietarios de la Finca Esperanza –donde
cultivaban maíz, frijol, chile y camote–, tierra que les habían quitado
los finqueros.
Guatemala sufría una guerra civil en 1982. Todo poblado sospechoso de
apoyar a la guerrilla era ferozmente atacado por el ejército del
entonces presidente, el general Efraín Ríos Montt, con técnicas de
tierra arrasada que implicaban masacres y desapariciones.
Sepur Zarco está en la región de Polochic, en medio de los
departamentos Alta Verapaz e Izabal. Pese a que no era un territorio con
presencia guerrillera, los militares utilizaron tácticas de combate.
“Cuando los soldados se llevaron a nuestros esposos también quemaron
las casas; nos quedamos sin nada. A mí me llevaron al destacamento de
Sepur Zarco para hacer tareas”. La abuela habla en su idioma q’eqchi y
la traduce su paisana Vilma Chub.
Sin esposo, sin casa e indefensa, Carmen se mudó a Sepur Zarco para
buscar a su marido e intentar sobrevivir, pero en ese lugar se prolongó
la pesadilla: “Ahí, los soldados nos obligaron a limpiar, a hacer la
comida, a lavar ropa. No nos pagaban. Yo me quedé con mis ocho hijos,
los dejaba en una casita de techo de nailon, se quedaban solitos todo el
día”.
“No sólo eso. También me violaron”, recuerda al lamentar que su vida
fue así, casi a diario, durante algún tiempo. Lo mismo sufrieron decenas
de mujeres, quienes también fueron forzadas a complacer a quienes las
dejaron viudas.
Carmen trabajó seis meses en el destacamento “haciendo turnos” con
otras mujeres. Ellas tenían que alimentar, con su propio dinero, a los
militares. Cuando un grupo de ellas pudo convencerlos de que las dejaran
volver a sus casas, los soldados les impusieron la condición de que
podían irse si diariamente les llevaban comida y los complacían.
Durante seis años, estas mujeres tuvieron que conseguir dinero para
alimentar a sus hijos, “quienes muchas veces pasaron hambre”, y a los
soldados.
Además de los abusos, ellas tenían que soportar el desprecio y
maltrato de la gente de su propia comunidad, es decir, eran doblemente
victimizadas. “Nos señalaban, decían que éramos caseras de los
militares, que nos gustaba lo que nos hacían. Nos criticaban porque
alimentábamos a los soldados. Nos dolía mucho y llorábamos cuando
escuchábamos sus agresiones”.
Cuando el destacamento fue enviado a otro sitio, Carmen regresó con
sus hijos al terruño que había dejado abandonado. Pero ya no encontró su
tierra, ésta no estaba inscrita a su nombre.
En 2002, tres mujeres que sufrieron la esclavitud en Sepur Zarco se
reunieron para denunciar. Tiempo después lograron formar un grupo de 12
mujeres (una de ellas ya falleció), todas víctimas de la explotación de
parte de militares.
“No fue fácil”, recuerda la anciana. “No queríamos hablar de lo que
pasó. Antes no se podía denunciar, nadie denunciaba. Empezamos a
platicar qué hacer, pues no hablamos español, sólo nuestro q’eqchi”.
Este grupo de mujeres es conocido internacionalmente como Las Abuelas
de Sepur Zarco, ahora famosas porque lograron que una corte de su país
emitiera una condena contra la esclavitud sexual y doméstica en un
contexto de conflicto armado. Aunque había decenas de víctimas, varias
murieron durante los ataques sexuales, sólo ellas tuvieron el valor de
alzar la voz.
“No podíamos callar más”
Carmen Xol relata su historia en las oficinas de la organización
Mujeres de Guatemala, en Madrid, a donde viajó en diciembre último para
recibir el premio de la Asociación Pro Derechos Humanos, acompañada por
la traductora Vilma Chub, de la organización Ecap, que brinda atención
psicosocial, y por la abogada Jennifer Bravo, de la asociación Mujeres
Transformadoras del Mundo (MTM).
En la entrevista con Proceso, esta abuela de 15 nietos dice que siempre estuvo segura de que quería denunciar a sus verdugos.
“Sentía ese dolor… en ese momento Ríos Montt estaba en el gobierno,
fue él quien me separó de mi esposo y el que mandó a los militares, por
eso dije: ‘Tengo que denunciar’. Y no tuve miedo.”
En 2009 surgió la alianza Rompiendo el Silencio y la Impunidad, que
agrupa a organizaciones como MTM, ECAP y la Unión Nacional de Mujeres
Guatemaltecas.
Para presentar su denuncia, las abuelas de Sepur Zarco buscaron a los
testigos de su infierno. Muchas personas les negaron su apoyo, otras
“preguntaron cuánto dinero van a dar o dijeron que tenían miedo”.
Algunas más, para salvar su vida, se casaron con los militares que las
torturaban, recuerda.
Durante el juicio se pudo establecer que los militares liderados por
el teniente Reyes Girón montaron una base de descanso en el pueblo. Todo
apunta a que esa instalación fue a solicitud de los finqueros de la
localidad, quienes estaban enfurecidos con los campesinos porque estos
comenzaron a tramitar su reconocimiento como dueños de las tierras.
“Estas mujeres fueron violadas cuando les desaparecieron a sus
esposos; a unas las atacaron en sus casas, a otras en el interior del
destacamento militar; otras más, en el río cuando bajaban a lavar ropa”,
explica Bravo.
Continúa la abogada: “Algunas veces, cuando ya no aguantaban, las
víctimas tuvieron que intercambiar su suerte con alguna hermana o hija”.
Una nota del Centro de Reportes Informativos sobre Guatemala
documenta que una de las víctimas declaró lo siguiente: “(Una mujer) fue
violada frente a un comisionado militar de nombre Juan Sam, por lo cual
resultó embarazada. La mujer perdió al bebé debido a las pesadas tareas
que los militares le obligaban a cumplir”. Otra de las sobrevivientes
reveló que cuando los militares se llevaron a su esposo, la violaron
junto a sus dos hijas.
Fue largo el proceso ante las autoridades. En 2011 se ordenaron las
primeras exhumaciones en los destacamentos militares de la zona. Aunque
se encontraron 13 fosas con 56 osamentas –entre ellas los restos de
Dominga Choc y los de sus dos hijas (Anita y Hermelinda), asesinadas
cuando la mujer fue a preguntar por su marido desaparecido– aún no se
ubica el paradero de los 18 campesinos.
La primera querella interpuesta fue por genocidio y abusos. Después,
la defensa afinó la puntería y los clasificó como delitos contra la
humanidad en las modalidades de esclavitud sexual, esclavitud doméstica y
violencia sexual.
En 2014 las 11 mujeres formaron el colectivo “Yaloc U” para reforzar
la defensa de sus casos y el de tres mujeres más ya muertas (Dominga,
sus dos hijas y una abuela que falleció durante el proceso judicial).
En las fotografías difundidas por la prensa internacional, impactada
por este caso de abuso, aparecen las mujeres presentes en el juicio con
sus tradicionales faldas largas tejidas y los rostros ocultos con
rebozos.
“Nos tapamos la cara por nuestra seguridad, porque donde vivimos
están los familiares de uno de los acusados y no sabíamos qué iba a
pasar. Ahí tienen hijos, nos pueden atacar”, explica Carmen sobre las
imágenes.
“Que se conozca nuestro dolor”
El caso de las abuelas se desarrolló en el Tribunal de Sentencia de
Mayor Riesgo. “Nosotras nos sentimos tranquilas al dar a conocer al juez
lo que sufrimos durante la guerra. Ahora los capturados están bien,
comiendo bien. No sufren las condiciones que padecieron nuestros
familiares, incluso, aún no sabemos dónde están ni qué les pasó”.
El principal detenido por los abusos es el teniente coronel Reyes
Girón, quien durante el proceso intentó amedrentar a las víctimas. “En
un principio él negaba los cargos. Nos estaba viendo a cada rato, casi
se nos tiraba encima. Ya después se ganó la sentencia”, dice Carmen.
Tras 22 audiencias, la juez Iris Yassmín Barrios Aguilar, presidenta
del Tribunal A de Mayor Riesgo de Guatemala, falló en favor de las
mujeres q’eqchi, quienes 34 años después de su calvario recibieron
justicia.
El tribunal condenó a dos personas de crímenes de lesa humanidad por
esclavitud sexual, violencia doméstica, asesinato y desaparición forzada
en Sepur Zarco.
El militar retirado Esteelmer Reyes Girón y el excomisionado
Heriberto Valdez Asij –un policía de la comunidad que señaló a los
campesinos que tramitaban tierras, a quien se le acusa de desaparición
forzada– recibieron condenas de 120 y 240 años de cárcel,
respectivamente.
El 2 de marzo de 2016 se dictaron las sentencias y las medidas “para
una reparación digna y transformadora” de las víctimas, que también
implica la recuperación de sus tierras y acciones que mejoren la salud,
educación, y vivienda de la comunidad. La fiscalía también ordenó que
continúen las exhumaciones hasta encontrar los restos de sus esposos.
Al ganar el juicio, las mujeres se quitaron el rebozo con el que se
cubrían la cara y miraron a sus atacantes. La abogada Bravo se emociona
al decir que estas abuelas ninguneadas por ser mujeres, viudas,
indígenas y víctimas se alzaron para mostrar lo que sufrieron.
Mercedes Hernández, directora de la asociación Mujeres de Guatemala,
explica la trascendencia de la condena al destacar que “la esclavitud
sexual, como tal, no había sido juzgada en ningún tribunal local del
mundo y no había sido juzgada tampoco en un contexto de conflicto
armado, como ocurrió en el caso de Sepur Zarco”.
Este tipo de delitos sólo habían sido castigados en tribunales de
guerra de la ONU para tratar casos en Yugoslavia y Ruanda, insiste.
Algo peculiar del caso de las abuelas es que en q’eqchi no existe una
palabra para violación, la más cercana es “muxuk”, que significa
profanación. Algunas mujeres, al hablar de los abusos que sufrieron,
dijeron “maak’al chik inloq’a”, que se puede traducir como “me quedé sin
dignidad”.
Hasta el momento, la defensa de los sentenciados ha presentado, sin
éxito, tres apelaciones. Sin embargo, puede recurrir a la Suprema Corte
para que sean anulados los castigos.
Reparación a medias
La sentencia logró que Carmen y las demás mujeres fueran respetadas
por su comunidad: “No nos pidieron perdón, pero sí han dicho que,
gracias a nosotras, en el pueblo hay una clínica móvil que ha servido de
mucho. Ya nos respetan, ya no hablan mal de nosotras”.
No obstante, las medidas no han dejado satisfechas a las abuelas.
Medios de comunicación locales, como Plaza Pública, han demostrado que
la reparación sigue siendo ficticia.
Lo que más le preocupa a Carmen, dice, es que sus hijos no se queden
con la tierra que perdió y causó el origen de su sufrimiento, pues aún
las autoridades no la han reconocido como propietaria.
“Nosotras no buscamos dinero, buscamos que se conozca el dolor que
tuvimos”, dice esta abuela al agregar sobre la sentencia contra sus
verdugos: “Es como si hubiéramos sembrado una planta cuyo resultado
estamos viendo ahora”.
Este reportaje se publicó el 7 de enero de 2018 en la edición 2149 de la revista Proceso.
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