Desde 2006, México, como país sin un
conflicto bélico interno declarado en términos formales, resume una de
las manifestaciones más extremas de los enfrentamientos de clase y una
expresión clave de la naturaleza destructiva inherente al sistema
capitalista: la guerra y el militarismo. Desde entonces, la
militarización del país bajo el disfraz de la guerra a las drogas siguió
el diseño del Pentágono con eje en la Iniciativa Mérida, vía utilizada
por tres sucesivas administraciones de la Casa Blanca (Bush Jr., Obama y
Trump) para coaccionar a los regímenes bananeros de Felipe Calderón y
Enrique Peña.
A lo largo del siglo XX, Estados Unidos (EU) utilizó su poderío
militar para lograr un control político-ideológico de sus vasallos
latinoamericanos, México incluido; abrir campo a los negocios de su
complejo militar-industrial, y como canal de influencia doctrinaria
directa sobre los aparatos militares y de inteligencia aliados (ávidos
de colaborar subordinadamente), mediante asesoramiento e instrucción
permanentes, con los que se permitía presionar, intimidar, amenazar y
limitar severamente la soberanía nacional de los países ubicados dentro
de su área de influencia.
Dicha política fue complementada con el accionar de sus estructuras
clandestinas −con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) como
principal instrumento desestabilizador mediante financiamientos
encubiertos y campañas de intoxicación propagandística para generar
miedo e inseguridad−, en combinación con grupos terroristas de
ultraderecha, conspiraciones y golpes de Estado; el putsch del general Pinochet contra Salvador Allende y la Operación Cóndor son dos ejemplos paradigmáticos.
Con la reconversión del complejo industrial-militar-securitario
post-11 de septiembre de 2001, los ejércitos de los países vasallos
fueron cada vez más asimilados y corporativizados, y quedaron sujetos a
una influencia cada vez más creciente de la industria armamentista en
sus políticas. En ese proceso se dio una refuncionalización del papel de
las fuerzas armadas −en sus viejas tareas como guardias pretorianas de
las oligarquías locales y fuerza de ocupación al servicio del
colonialismo interno−, renovándose también la antigua doctrina de
seguridad nacional de los años 60, con la designación como
amenazasinternas de nuevos
enemigos asimétricos(el narcotraficante, el terrorista, el populista radical, el migrante indocumentado), utilizados como justificación para la construcción social del miedo.
Pese a la advertencia temprana (1961) del presidente Eisenhower sobre la
influencia indebidade ese
poder ilegítimo(el complejo militar-industrial), el influjo del Pentágono y sus redes empresariales se expandieron a otras corporaciones trasnacionales con las que comparten ejecutivos e inversores, mismas que ven a los ejércitos de países con gobiernos cipayos como una garantía de seguridad para la producción, el comercio y la venta de proyectos, ya que les sirven para proteger las zonas de alta actividad económica y las vías marítimas en regiones inestables del mundo.
Tras la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca con su equipo de magnates empresariales y su troika de
generales (James Mattis, en Defensa; H. R. McMaster, Seguridad
Nacional, y John Kelly, jefe de gabinete), el paradigma
militar-corporativo se vio reforzado con una retórica racista y
demagógica que apela a la construcción de muros más altos, fronteras más
militarizadas y sociedades rigurosamente vigiladas. Ello ocurre cuando
EU y sus socios de la OTAN tienen desplegados miles de efectivos,
blindados, artillería pesada y lanzaderas de misiles en varios puntos
del orbe de importancia geopolítica.
En ese contexto cabe preguntar a qué obedece la inédita compra de
seis lanzamisiles terrestres tipo RGM-84L, 23 misiles tácticos Block II
Rolling Airframe, seis torpedos de tipo ligero MK 54 Mod 0 por la
Secretaría de Marina al Pentágono, anunciada el 5 de enero por el
Departamento de Estado tras enviar al Congreso la petición de
certificación de esa transacción por un monto estimado de 98.4 millones
de dólares, cifra que incluye otros insumos bélicos, así como personal
técnico y equipo de entrenamiento, contratistas y representantes del
gobierno de EU para asistencia técnica y servicios de apoyo en
ingeniería y logística.
Según el documento de la Agencia de Cooperación en Seguridad de
Defensa del Departamento de Estado donde se pide la certificación al
Capitolio, la venta de ese equipo militar sofisticado a México se
aprueba porque
respalda la política exterior y de seguridad nacional de Estados Unidos, al ayudar a mejorar la seguridad de un socio estratégico. México, añade el informe,
ha sido un fuerte aliado en el combate al crimen organizado y a las organizaciones de traficantes de drogas. Ese equipo de balística táctica se utilizará en buques de guerra tipo Sigma 105514 de la Armada mexicana, lo que
incrementará de manera significativa y fortalecerá sus capacidades marítimasen zonas consideradas
críticas.
Dado que es inconcebible una estrategia dirigida a acabar con
narcotraficantes y el crimen organizado a punta de misilazos y
torpedazos, persiste la duda sobre los motivos de esa compra. Una
hipótesis es que ante la celeridad exponencial en la obsolescencia de
armamento en tiempos de innovación tecnológica vertiginosa, Washington
haya considerado muy lucrativo colocar parte de su stock caduco en el mercado mexicano.
Lo anterior podría ser, también, una anticipación servil del anuncio
que estaría próximo a hacer la administración Trump sobre un nuevo plan “
Buy American” (compre productos estadunidenses), que exige que
agregados militares y diplomáticos ayuden a generar miles de millones
de dólares en negocios en el extranjero para la industria armamentista.
Según el plan revelado por la agencia Reuters, Trump propone aflojar las
reglas de exportación de equipo militar −desde aviones caza y drones hasta barcos de guerra y artillería−, para cumplir con su promesa electoral de 2016 de crear empleos en EU.
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