Calderón se defendía entonces y ahora: esa era la única solución ante
el avance del crimen organizado. Inamovible, su argumento chocaba con
la convicción de toda ciudad, pueblo y comunidad que hasta entonces no
vio perturbada su normalidad.
Los años que siguieron acumularon el dolor de la muerte intempestiva
por ataque irracional y fuego cruzado; por la ausencia de miles que
sabemos cenizas sembradas; por las pérdidas de patrimonio o cargas de
impuestos aparentemente criminales so riesgo de muerte. Vimos los éxodos
familiares buscando refugio seguro; los círculos inagotables de la
injusticia en el peregrinar de miles por instancias gubernamentales.
Habíamos llegado al quinto año de gobierno de Calderón y las cosas
seguían empeorando. Fue hace siete años cuando el asesinato de un grupo
de jóvenes en Temixco, Morelos, entre ellos Juan Francisco Sicilia,
detonó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), surgido
en torno a la figura de un padre dolorido, Javier Sicilia.
La irrupción del MPJD en la vida pública tuvo como primera conquista
dar visibilidad a las víctimas de la violencia, algo que, a pesar de
todo lo publicado en los años precedentes, no lograba hacer notar la
dimensión del daño más allá del discurso policiaco-militar.
La segunda conquista fue que el MPJD pudo articular a víctimas y
organizaciones ciudadanas que hasta entonces realizaban esfuerzos
aislados. Aun más: juntos marcaron una agenda legislativa y de políticas
públicas que era y sigue siendo urgente.
Sin embargo, el MPJD topó con la indiferencia gubernamental, la
incomprensión de un sector de la sociedad, inclusive la más politizada,
que se exasperó por la falta de posicionamiento político-electoral. El
saludo tuitero de Andrés Manuel López Obrador, el domingo, no puede
borrar la agresividad que permitió a sus seguidores durante estos años,
no puede corregir la indolencia de sus posicionamientos ni la ambigüedad
con que abordó la problemática en aquellos días críticos de 2011 y
2012.
Al MPJD se le midió en muchos espacios, tanto oficialistas como
críticos, con la misma vara que se mide a los políticos, señaladamente, a
partir del primer diálogo en Chapultepec, donde Calderón desplegó
histrionismo, respondió como en debate político y expuso a las mujeres y
hombres víctimas de la violencia una retahíla de “logros” y “avances”.
Pocos repararon en que los ahí presentes, Sicilia incluido, eran
ciudadanos víctimas, que buscaban encontrar unidad en torno a la
búsqueda de justicia en un país donde reina la impunidad. Cada historia
deba cuenta de las complicidades, acciones y omisiones de los agentes
del Estado. Y toparon con el hasta hoy persistente muro de la demagogia.
Con el paso de los meses, hubo caravaneros que fueron asesinados;
llegó el periodo electoral y quedaron fuera de la agenda pública; por su
pluralidad hubo desacuerdos; Emilio Álvarez Icaza se fue a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), sólo para regresar a jugar un
rol penoso en la agenda 2018, año en el que, sin haber escuchado y
comprendido, seguimos contando víctimas, viviendo horrores y padeciendo
las mismas injusticias e impunidades.
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