El WSJ se refirió también a la expulsión de la DEA en Bolivia por el gobierno de Evo Morales y a su significativa reducción en Venezuela por el gobierno de Hugo Chávez. Como resultado, afirma el periódico, ambos países se han ido transformando en puntos de conexión para el negocio de las drogas ilícitas, conforme los narcotraficantes buscan entornos menos hostiles en medio de los cambios políticos de América Latina
.
Se trata, por lo que puede verse, de una nueva construcción ideológica que justifique una escalada económica, diplomática y, en última instancia, bélica contra cuatro países soberanos de la región que, cada cual a su manera, se han comprometido en procesos de transformación social y económica, soberanos y que, por eso, han atraído la animadversión de Washington. Si en la presidencia de George Bush padre (1989-1992) se inventó el concepto de narcoguerrilla para dotar a la superpotencia de nuevos enemigos –el imperio del mal
se disolvía por entonces–, ahora parece buscarse un vínculo entre soberanía y drogas para echar a andar una nueva categoría, la de los narcogobiernos, para meter en un mismo saco a los que presiden Evo Morales, Hugo Chávez, Ollanta Humala y Rafael Correa. Poco importa que la caracterización guarde escasa o nula relación con la realidad.
Es cierto que La Paz suprimió la presencia de la DEA en su territorio y que Caracas la redujo en forma significativa. Dicho sea de paso, se trata, en ambos casos, de medidas correctas para combatir el negocio del narcotráfico, toda vez que nunca es claro en qué medida ésa y otras dependencias estadunidenses, como la ATF y la CIA, luchan por erradicarlo y en qué medida lo promueven. Lo más común es que hagan ambas cosas, como ocurre en México: mientras la ATF suministra armas a los cárteles, la DEA les facilita el lavado de dinero.
Fuera de ese dato real, lo publicado por el WSJ es un amasijo de cifras inciertas, medias verdades y mentiras descaradas. No hay forma de medir con precisión lo que el diario neoyorquino llama el potencial de producir cocaína
de un país –a Perú le atribuye 325 toneladas, y 270 a Colombia– ni hay una relación mecánica entre la cantidad de hoja de coca que se cultiva y la de cocaína que se produce, por lo que, en el caso de Bolivia, el incremento de la primera es irrelevante para calcular la segunda.
Es cierto que la guerra declarada por Felipe Calderón para, supuestamente, combatir la delincuencia organizada ha dado por resultado –además de 50 mil muertos y otros saldos catastróficos no mencionados por el WSJ– la presencia de cárteles mexicanos en Centroamérica, pero, a juzgar por los datos disponibles, no se trata de una mudanza forzada, sino de una expansión empresarial derivada del fortalecimiento bélico, financiero y político experimentado por esos grupos en el curso del calderonato. Un dato ilustrativo a este respecto es que, a decir de Eduardo Buscaglia, los cárteles han tomado las instituciones locales hasta el punto de que 71 por ciento de los municipios del país se encuentran ya bajo el control del narco.
Tampoco cuenta el WSJ los vínculos entre el principal ejecutor del Plan Colombia, el ex presidente Álvaro Uribe, con narcotraficantes –Pablo Escobar, en primer lugar– y paramilitares, nexos que han sido decisivos en una pacificación
nacional que tiene mucho de entrega del poder político a la delincuencia organizada.
Así pues, los regímenes mejor calificados para aspirar a la clasificación de narcogobiernos son los de México y Colombia, que constituyen los dos más estrechos aliados continentales de Washington en una guerra contra las drogas
que, de manera cada vez más clara, se perfila como guerra en favor del narcotráfico.
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