José Antonio Crespo
Pese a que la historia oficial nos insiste en que el Virreinato, consecuencia de la Conquista, ha sido superado por las grandes gestas nacionales —Independencia, Reforma, Revolución y Democratización—, basta rascar un poco para que afloren muchos legados intactos de aquel orden social. Esos movimientos han consistido fundamentalmente en la sustitución de élites políticas que al llegar al poder repiten los vicios de la que fue destronada. Criollos que se comportan como conquistadores, liberales que se comportan como conservadores, revolucionarios que se comportan como porfiristas y demócratas (panistas y perredistas) que se comportan como priístas.Se han registrado cambios y progresos sin la menor duda, pero son un tanto superficiales, mientras que en el fondo encontramos muchas persistencias virreinales. Algunos ejemplos recientes nos revelan, nos recuerdan, que el espíritu virreinal sigue con nosotros.
La Estela de Luz, cuyo propósito es justo rememorar el Bicentenario, nos dice que tras 200 años los vicios del Virreinato continúan arraigados entre nosotros: la corrupción, el despilfarro, el patrimonialismo, la impunidad, vicios que siempre han sido blanco de la épica popular y que reaparecen en los nuevos regímenes producto de esas luchas. Se ha dicho que la Estela evocará la ineficacia del gobierno de Calderón. Así lo creo, pero me parece que el recordatorio se hará extensivo a los gobiernos del PAN, que pronto mostraron su verdadero cobre, que nada tuvo que ver con su tradición de lucha democrática sostenida por 70 años. La Estela evocará la traición del PAN a su propio origen, historia e ideario, su semejanza con las prácticas priístas (pero con menos oficio), la confirmación de que la cultura priísta era cultura nacional, y que como producto de este país el PAN tampoco estuvo libre de ese legado.
Será recordatorio de la derrota cultural del PAN, más bien de su autoderrota y claudicación.Viene el episodio de Miguel Sacal Smeke golpeando al empleado que no hace lo que se le ordena, lo que, como bien se ha comentado, refleja no sólo el nivel emocional del neurótico que no tiene ninguna capacidad de frustración, sino las reglas que en la práctica operan en esta sociedad; el pudiente se sabe con el derecho (fáctico) de maltratar a los subordinados; paga 30 mil pesos para que los empleados lo obedezcan sin chistar, y de no hacerlo puede demostrarles “quién es él”, con “quién se están metiendo”. El poder del dinero y la clase social por encima de la ley y la dignidad humana (es que no son humanos, son “indios”, son “gatos” que pueden y deben ser maltratados).
El energúmeno tiene interiorizados esos códigos sociales, como los tienen la víctima y quienes lo rodean; saben que no pueden resistir la furia del señorito, pues se arriesgan a perder su trabajo al no plegarse a la ira del patrón. Se reconocen desprotegidos por la ley, admiten que lo que se impone es el poder del dinero y la jerarquía social, como ocurría en el Virreinato. Sólo excepcionalmente la ley hace justicia, pone orden, penaliza a sus trasgresores. Si bien no puede generalizarse la conducta del prepotente, bien podemos adivinar que tampoco se trata de una anomalía; los códigos interiorizados por el agresor, el agredido y los testigos prevalecen en buena parte de la sociedad.
Aquí se dio la contingencia de que la escena fue grabada; ¿cuántas otras semejantes ocurren a diario sin que sean divulgadas? ¿Con cuánta frecuencia se extienden insultos y tratos denigrantes a los subordinados, con absoluta impunidad?Finalmente tenemos la situación de los rarámuris, la hambruna y el descuido que, según se denuncia, están provocando suicidios colectivos (versión puesta en duda por autoridades y otros actores sociales en Chihuahua, pero que no modifica radicalmente la desesperación de esa etnia). Un nuevo recordatorio de la situación, la injusticia, la explotación de las etnias, 10 millones de mexicanos que por ser herederos directos de los pueblos conquistados padecen olvido y marginación. El movimiento zapatista de 1994 logró poner nuevamente la atención nacional sobre el problema indígena, sin que realmente se haya logrado una solución de fondo. Hubo, como siempre, atenuantes, nada más. Por todo lo anterior, es legítimo preguntar cómo es posible que persista tal explotación y marginación tras la Independencia, la Reforma, la Revolución y la Democratización. Todos estos eventos no alcanzaron —porque no quisieron— su propósito original; erradicar el orden virreinal, cuyos fuertes ecos persisten entre nosotros.
La Estela de Luz, cuyo propósito es justo rememorar el Bicentenario, nos dice que tras 200 años los vicios del Virreinato continúan arraigados entre nosotros: la corrupción, el despilfarro, el patrimonialismo, la impunidad, vicios que siempre han sido blanco de la épica popular y que reaparecen en los nuevos regímenes producto de esas luchas. Se ha dicho que la Estela evocará la ineficacia del gobierno de Calderón. Así lo creo, pero me parece que el recordatorio se hará extensivo a los gobiernos del PAN, que pronto mostraron su verdadero cobre, que nada tuvo que ver con su tradición de lucha democrática sostenida por 70 años. La Estela evocará la traición del PAN a su propio origen, historia e ideario, su semejanza con las prácticas priístas (pero con menos oficio), la confirmación de que la cultura priísta era cultura nacional, y que como producto de este país el PAN tampoco estuvo libre de ese legado.
Será recordatorio de la derrota cultural del PAN, más bien de su autoderrota y claudicación.Viene el episodio de Miguel Sacal Smeke golpeando al empleado que no hace lo que se le ordena, lo que, como bien se ha comentado, refleja no sólo el nivel emocional del neurótico que no tiene ninguna capacidad de frustración, sino las reglas que en la práctica operan en esta sociedad; el pudiente se sabe con el derecho (fáctico) de maltratar a los subordinados; paga 30 mil pesos para que los empleados lo obedezcan sin chistar, y de no hacerlo puede demostrarles “quién es él”, con “quién se están metiendo”. El poder del dinero y la clase social por encima de la ley y la dignidad humana (es que no son humanos, son “indios”, son “gatos” que pueden y deben ser maltratados).
El energúmeno tiene interiorizados esos códigos sociales, como los tienen la víctima y quienes lo rodean; saben que no pueden resistir la furia del señorito, pues se arriesgan a perder su trabajo al no plegarse a la ira del patrón. Se reconocen desprotegidos por la ley, admiten que lo que se impone es el poder del dinero y la jerarquía social, como ocurría en el Virreinato. Sólo excepcionalmente la ley hace justicia, pone orden, penaliza a sus trasgresores. Si bien no puede generalizarse la conducta del prepotente, bien podemos adivinar que tampoco se trata de una anomalía; los códigos interiorizados por el agresor, el agredido y los testigos prevalecen en buena parte de la sociedad.
Aquí se dio la contingencia de que la escena fue grabada; ¿cuántas otras semejantes ocurren a diario sin que sean divulgadas? ¿Con cuánta frecuencia se extienden insultos y tratos denigrantes a los subordinados, con absoluta impunidad?Finalmente tenemos la situación de los rarámuris, la hambruna y el descuido que, según se denuncia, están provocando suicidios colectivos (versión puesta en duda por autoridades y otros actores sociales en Chihuahua, pero que no modifica radicalmente la desesperación de esa etnia). Un nuevo recordatorio de la situación, la injusticia, la explotación de las etnias, 10 millones de mexicanos que por ser herederos directos de los pueblos conquistados padecen olvido y marginación. El movimiento zapatista de 1994 logró poner nuevamente la atención nacional sobre el problema indígena, sin que realmente se haya logrado una solución de fondo. Hubo, como siempre, atenuantes, nada más. Por todo lo anterior, es legítimo preguntar cómo es posible que persista tal explotación y marginación tras la Independencia, la Reforma, la Revolución y la Democratización. Todos estos eventos no alcanzaron —porque no quisieron— su propósito original; erradicar el orden virreinal, cuyos fuertes ecos persisten entre nosotros.
Facebook: José Antonio Crespo Mendoza
Investigador del CIDE
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