Porfirio Muñoz Ledo
Reformas políticas y electorales han abundado a todo lo largo de nuestra historia. Las más recientes corresponden al ciclo que comúnmente denominamos “transición democrática”, aunque a todas luces ésta no haya culminado. En 1995 el entonces presidente, Ernesto Zedillo propuso una “reforma electoral definitiva”, después de haber reconocido que su mayoría en las urnas había sido “legal” pero no “equitativa”. Esas modificaciones permitieron nuestro ingreso al pluralismo político y por ende el fin del sistema de partido hegemónico, pero no nos han instalado en la normalidad democrática.
Las reformas electorales surgen como fruto de las malas conciencias que trasladan a las deficiencias de la ley lo que ha sido notoria falta en la conducta de los gobernantes. Así por ejemplo, bajo la misma legislación que permitió la alternancia en el Poder Ejecutivo en el 2000, su principal beneficiario —Vicente Fox— empleó todos los medios de poder a su alcance para influir dolosamente en la siguiente elección presidencial. De ahí el sesgo de las reformas del 2007, que tampoco evitaron los excesos del 2012.
La novedad hoy es que tenemos dos agendas distintas sostenidas en distintas instancias. En la que deriva del Pacto por México están formalmente incluidos los tres principales partidos políticos, pero la que se ha presentado en el Senado sólo está suscrita por legisladores del PAN y del PRD. La cuestión no reside sólo en las diferencias temáticas sino en las prioridades y los métodos de negociación. Mientras los pactistas se proponen instalar mesas de negociación, los senadores pueden presentar directamente iniciativas de reforma constitucional.
Sobresale además la coincidencia temporal de este debate con el desarrollo de campañas electorales en 14 entidades de la república que habrán de culminar en julio próximo. El clima de enfrentamiento político no siempre es llevadero con la templanza necesaria para construir acuerdos de largo plazo. Hubo un tiempo en que instalábamos una “mesa de coyuntura” a efecto de evitar que los agravios del día contaminaran los diálogos de fondo y los convirtieran en barandilla de reclamos. Pero sólo las conductas democráticas comprobadas sirven para construir el clima de confianza que permite llegar a verdaderos acuerdos y a su cumplimiento.
Los propósitos que las partes persiguen deben ser también transparentes. ¿Queremos en verdad evitar que se consume una regresión autoritaria y estamos en actitud de dar pasos serios hacia la parlamentarización del sistema político? Si ese es el objetivo, hagamos del cambio de régimen el núcleo de la reforma, con todas sus derivaciones y consecuencias. El sistema de partidos será finalmente una resultante del modelo que adoptemos.
En tiempos de resurgimiento centralista es indispensable definir criterios claros en materia de competencias territoriales, no sólo por lo que hace al federalismo, sino también al municipalismo. Se trata de un debate inseparable del régimen fiscal y de los esquemas de seguridad pública que finalmente adoptemos. Si apostamos a un desarrollo distributivo, necesariamente tendremos que adoptar políticas descentralizadoras
La plena autonomía política del DF no es cuestión secundaria, sino parte fundamental de los equilibrios políticos nacionales
Comisionado para la reforma política del DF
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