Marta Lamas
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Hace unos años Sayak Valencia publicó su libro
Capitalismo gore (Barcelona, Melusina, 2010), donde reflexiona sobre la
“violencia sobregirada y la crueldad ultra especializada” que “se
implantan como formas de vida cotidiana en ciertas localizaciones
geopolíticas a fin de obtener ganancias económicas”. Ella califica de
gore, término del género cinematográfico de violencia extrema, el
derramamiento de sangre “explícito e injustificado” del crimen
organizado, con su altísimo porcentaje de “vísceras y
desmembramientos”, y señala que esta brutal violencia es “una
herramienta de necroempoderamiento”.
Según esta autora, la sangrienta dinámica del
neoliberalismo toma los “cuerpos concebidos como productos de
intercambio que alteran y rompen las lógicas del proceso de producción
del capital, ya que subvierten los términos de éste al sacar de juego
la fase de producción de la mercancía, sustituyéndola por una mercancía
encarnada literalmente por el cuerpo y la vida humanos, a través de
técnicas de violencia extrema, como el secuestro o el asesinato por
encargo”. Los decapitados, los torturados y los desollados, que
ejemplifican “una mutilación y desacralización del cuerpo humano”, son
el reflejo más elocuente del modelo neoliberal. Como bien señala Jorge
Alemán, un psicoanalista argentino, actualmente el neoliberalismo
disputa el campo del sentido, la representación y la producción
biopolítica de subjetividad.
Al ominoso proceso en que estamos inmersos generalmente
se lo interpreta como la consecuencia del vínculo corrupto entre
delincuencia organizada y política (gobierno y partido político). Sayak
Valencia introduce un elemento fundante de nuestra cultura –el mandato
cultural de la masculinidad– y le da un giro al retomar al endriago
(personaje mítico en Amadís de Gaula), “monstruo que conjuga hombre,
hidra y dragón”, que “habita tierras infernales y produce gran temor
entre sus enemigos”. Ella usa el término de endriago para
“conceptualizar a los hombres que utilizan la violencia como medio de
supervivencia, mecanismo de autoafirmación y herramienta de trabajo”.
De acuerdo con la autora, nuestros endriagos no sólo
matan y torturan por dinero, sino que también buscan dignidad y
autoafirmación a través de una lógica kamikaze y sacrificial. Estos
nuevos sujetos “ultraviolentos y demoledores” (sicarios,
secuestradores, coyotes y polleros, pero también policías y soldados)
“fortalecen las jerarquías de ser y de valor que dividen al mundo, por
un lado, entre blancos y sujetos de color en el norte, y entre
distintos tipos de mestizos y poblaciones excluidas de proyectos
nacionales en el sur”.
O sea, son hombres que hacen frente a su situación de
marginalidad por medio del mercado negro (tráfico de cuerpos, drogas,
armas) y el imperio de la violencia: hombres pobres y marginales que
vienen de grupos étnicos discriminados y clases sociales subordinadas,
y que contribuyen a sostener el poder de la masculinidad hegemónica: la
de los gobernantes y empresarios. El mandato de la masculinidad que han
internalizado los hace incapaces de cuestionar –y rebelarse– ante un
sistema donde están estrechamente entretejidos el poder, la economía y
una virilidad depredadora. Un mandato que crea, como bien explica
Valencia, una de las subjetividades más “feroces e irreparables” del
capitalismo neoliberal.
Matar se ha convertido en el negocio más rentable para
estos endriagos, impulsados por el deseo de consumo y la necesidad de
hacerse de un capital. Valencia dice que en el capitalismo gore, la
destrucción del cuerpo se convierte en una mercancía valorada y
califica la comercialización política del asesinato como
necroempoderamiento. El necroempoderamiento neoliberal, con su brutal
enriquecimiento económico, también “invisibiliza el hecho de que estos
procesos inciden sobre los cuerpos de aquellos que forman parte del
devenir minoritario”. Sí, también son principalmente hombres (y algunas
mujeres) pobres en los que, de una forma u otra, toda esta violencia
gore recae.
No es posible resumir en estas páginas la impactante
reflexión de Sayak Valencia, que integra en su análisis las
polarizaciones económicas, el bombardeo informativo/publicitario
hiperconsumista y los imperativos de la masculinidad. Ella señala que
el escenario donde circulan libremente la droga, la violencia y el
capital, mientras las personas –migrantes sobre todo– son traficadas y
asesinadas, no es el que imaginábamos para el inicio del nuevo milenio,
pero es el que tenemos y es nuestra responsabilidad reflexionar en él.
En la dirección de explicarnos por qué “la historia
contemporánea ya no se escribe desde los sobrevivientes, sino desde el
número de muertos”, la reflexión crítica de Valencia introduce el
elemento del papel de la masculinidad marginal y gore de los endriagos
actuales como una referencia indispensable para comprender mejor lo
ocurrido en Ayotzinapa. Con un humor negro premonitorio, la solapa del
libro de Valencia registra que, hace años, en un periódico mexicano
apareció una viñeta en la que se veía al diablo muy preocupado por la
situación de violencia en el país, y le decía a un colega: “Durante
décadas temíamos que se colombianizara México, lo que ahora tememos es
que se mexicanice el infierno”. Acertó el diablo.
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