Lorenzo Meyer
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Números y significado
Al concluir el segundo año del sexenio de Enrique Peña
Nieto (EPN), y teniendo como marco una inesperada y severa crisis
política, han aparecido números que dicen mucho sobre la naturaleza del
bienio.
Una encuesta del Centro de
Estudios Sociales y de Opinión Pública de la Cámara de Diputados
aparecida en octubre, es decir, antes de que la tragedia de Iguala
agudizara la actual crisis política, muestra que apenas 11% de los
ciudadanos aceptó tener mucha confianza en el presidente de la
República; otro 21% le concedió algo de la misma. En contraste, 33%
declaró que ya era poca su confianza en el personaje y, finalmente, 32%
de plano aseguró no tenerle ninguna. En consecuencia, si se toman como
punto de referencia las elecciones de 2012, donde EPN recibió el voto
de 38.15% de quienes acudieron a las urnas, el conjunto de ciudadanos
que aún confían en el ahora jefe del Ejecutivo es 16% menor al que votó
por él hace dos años. La mayoría –dos tercios– ve a EPN con mucha o
total desconfianza.
Ahora bien, EPN y los suyos pueden optar por otras
cifras, por ese número 11 que consideran simboliza el lado brillante de
su bienio: el conjunto de “reformas estructurales” que en algún futuro
modernizarán a México. Las 11 reformas son, en realidad, 10:
energética, competencia económica, telecomunicaciones y radiodifusión,
hacendaria, financiera, educativa, electoral, la del amparo, el código
de procedimientos penales y transparencia; la laboral, que generalmente
se incluye en el grupo, en realidad tuvo lugar al concluir el sexenio
anterior.
Blitzkrieg y petróleo
La ofensiva legislativa relámpago de EPN y su partido
contra el status quo se presentó como una gran victoria política, sobre
todo por el contraste con la impotencia que en este campo mostró el PAN
durante los 12 años que tuvo el control de la Presidencia.
Vistas con detenimiento, las 11 reformas mencionadas no
fueron el parteaguas que el gobierno dijo que eran, salvo en un caso:
el de los hidrocarburos. Y es que el cambio del artículo 27
constitucional para permitir el acceso del capital privado nacional e
internacional a todos los campos de la industria del petróleo y el gas
fue el golpe decisivo del neoliberalismo en contra del último gran
pilar del nacionalismo forjado por la Revolución Mexicana que aún
permanecía en pie.
Años antes, el gobierno panista de Felipe Calderón había
intentado un ataque lateral a la herencia constitucional cardenista
pero fracasó. Y es que Calderón se propuso abrir la explotación de los
depósitos de petróleo en aguas profundas al capital privado extranjero
prometiendo encontrar “un tesoro”, mas no logró el apoyo de la
oposición priista. En contraste, EPN diseñó una estrategia que de
entrada implicó contar con la anuencia y la colaboración activa e
incluso entusiasta de la oposición panista y perredista. Fue de este
modo que en tan sólo 20 meses EPN levantó el marco legal de un proyecto
sexenal que debería permitir a su gobierno una gran libertad en la
asignación de recursos y oportunidades al sector privado, en particular
a empresarios cercanos a él y al grupo que controla al gobierno federal.
El corazón del proyecto
La estrategia legislativa que llevó a lograr las
“reformas estructurales” se diseñó a partir del llamado “Pacto por
México”. Este documento de 95 puntos, dado a conocer al día siguiente
de la toma de posesión, se convirtió en el corazón político de la
primera etapa del sexenio. Fue un gran acuerdo cupular entre el
presidente y su partido, por un lado, y por el otro los presidentes de
los dos grandes partidos que, formalmente, constituían la oposición de
derecha e izquierda: el PAN, que tras dos sexenios en la Presidencia
apenas obtuvo en 2012 el 25.4% de los votos, y el PRD, entonces la
segunda fuerza política (31.5% de los sufragios), pero que para
entonces ya estaba en una situación difícil, pues su candidato
presidencial y gran movilizador del voto, Andrés Manuel López Obrador
(AMLO), lo había abandonado para fundar otro –Morena– que,
inevitablemente, a partir de 2015 competiría con el PRD por el espacio
izquierdo del espectro político nacional.
De todos los cambios propuestos en el Pacto por México,
el más importante –el corazón del corazón– era el que se concentraba en
los puntos o compromisos del 54 al 60, y que implicaron la reforma al
artículo 27 constitucional en materia de hidrocarburos. Sin rechazar el
principio de que los depósitos petroleros son propiedad de la nación,
la reforma hizo de Pemex –símbolo del nacionalismo económico– una
empresa petrolera más, una que deberá competir con otras pues se
eliminó la restricción que desde 1960 impedía la firma de contratos con
particulares para la extracción de hidrocarburos; también se abrió la
petroquímica básica –hasta ese momento un monopolio del Estado– a la
inversión privada, lo mismo que el transporte y la comercialización de
los combustibles. Como corolario, el mercado eléctrico también se abrió
al capital privado nacional o externo.
El aplauso externo
Las medidas anteriores, y en una actitud que recordó lo
sucedido con Carlos Salinas, los gobiernos y los medios de comunicación
internacionales se mostraron entusiasmados hasta el extremo por el
retorno del PRI neoliberal al poder. Además, este retorno se hizo sin
la sombra del burdo fraude electoral de 1988 (la compra e inducción de
votos en 2012 se consideró peccata minuta, parte de los usos y
costumbres del país y practicada por todos los contendientes). La
revista Time del 24 de febrero de 2014 incluso dio su portada a EPN y
lo presentó como el “salvador de México”.
La caída y prisión de la poderosa dirigente del Sindicato
Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), Elba Esther Gordillo,
fue interpretada por esos mismos observadores externos no como el
castigo a una antigua priista convertida en un obstáculo para devolver
al SNTE su carácter de instrumento priista, sino como lo que no fue: el
inicio de un ataque a fondo de un mal endémico: la corrupción. La
captura en febrero de 2014 del poderoso e internacionalmente famoso
narcotraficante de Sinaloa Joaquín El Chapo Guzmán volvió a producir el
aplauso externo, pese a que la actividad de los cárteles del
narcotráfico no disminuyó en nada.
Finalmente, mientras el PAN, los círculos empresariales y
el exterior loaban la “valentía” de EPN para poner fin a la última
herencia cardenista –la actividad petrolera como monopolio estatal–, la
mayoría de los mexicanos mantuvo una opinión contraria. Una encuesta
del instituto Pew de Estados Unidos, publicada a inicios de 2014,
mostró que la apertura de la industria petrolera al capital privado
extranjero era reprobada por la mayoría de los mexicanos (57% contra
34%).
Y, sin embargo, la economía no
se mueve
Las “reformas estructurales”, se dijo dentro y fuera del
país, habían creado el “Mexican moment”. En los círculos empresariales
se aceptó la tesis que sostenía que la ortodoxia económica traería como
consecuencia un repunte de la economía mexicana y que, por fin, el país
se reencontraría con la generación de empleo, la disminución de la
pobreza y con todo lo que se asocia al crecimiento económico. Sin
embargo, al concluir 2014, la promesa del crecimiento se mantenía como
eso, como una promesa, mientras que la realidad insistía en mantener
mediocre el incremento del PIB.
Al inicio de 2014, los pronósticos de la tasa de
crecimiento del PIB –ligados a los vaivenes de la economía
estadunidense– fueron modestamente optimistas: 3.4% se dijo en febrero
en el Banco de México, pero al correr del año las expectativas fueron
disminuyendo hasta quedar en vaticinios absolutamente mediocres: entre
2.1% y 2.6%. En noviembre de 2014 una encuesta señaló que, en relación
con el año anterior, 40% de los mexicanos consideraba que su situación
económica permanecía estancada, pero 48% aseguró que había empeorado
(Excélsior, 24 de noviembre). Por otro lado, la Cepal hizo notar que
mientras en la mayoría de los países latinoamericanos la pobreza y la
indigencia iban a la baja, en México ocurría exactamente lo contrario,
aquí iban al alza (“Panorama social de América Latina, 2013”).
Fue en este marco de insuficiencia económica para la
mayoría pero de casi euforia para la minoría que estalló la crisis de
inconformidad política masiva al final del segundo año de gobierno de
EPN.
La crisis
El detonador de las protestas masivas contra el gobierno
en general y contra EPN en particular se localiza en una ciudad de 140
mil habitantes –Iguala– en Guerrero, el estado con los peores índices
de marginación. El asesinato de seis personas y el secuestro y paradero
desconocido de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa por la
policía municipal en complicidad con el crimen organizado –los
Guerreros Unidos– la noche del 26 de septiembre, no obstante la
presencia del 27 Batallón de Infantería en la ciudad, detonó una
reacción de gran indignación que hechos más monstruosos en el pasado no
habían logrado, como la desaparición en un solo día de 300 personas en
Allende, Coahuila, a manos de Los Zetas en 2011.
Que el crimen involucrara la subordinación del cuerpo de
policía y de toda la estructura municipal de Iguala y Cocula al crimen
organizado, que la acción exhibiera un grado inaudito de crueldad
–desollar y sacar los ojos de una de las jóvenes víctimas– y que el
gobierno federal no lograra dar con los secuestrados, hizo que lo
acontecido en Guerrero fuera la proverbial gota que derramó un vaso
lleno de agravios en contra de la sociedad mexicana.
La tragedia de Iguala, a la que le había precedido la de
Tlatlaya, donde el Ejército ejecutó a sus prisioneros y a la que
después se le agregaría un caso concreto de tráfico de influencias a
nivel presidencial –la mansión de lujo extremo que un contratista del
gobierno del Estado de México, el tamaulipeco Juan Armando Hinojosa
Cantú, construyó para la esposa de EPN–, desembocó en movilizaciones en
todo el país y en el extranjero, que demandaron no sólo el
esclarecimiento del crimen contra los estudiantes, sino incluso la
renuncia de EPN. Esas movilizaciones y protestas buscaron y buscan
hacer evidente el hartazgo de un buen número de ciudadanos con una
estructura de gobierno corrupta hasta la médula y a todos los niveles,
que es ineficiente, refractaria a la rendición de cuentas y asociada en
numerosos puntos con un crimen organizado que tiene más cabezas que la
Hidra de Lerna. Se trata de un reclamo masivo ante la incapacidad de
resolver el problema del estancamiento económico, el rechazo a la
desnacionalización del aparato productivo, a la reproducción de una
estructura social donde una familia posee la segunda mayor fortuna del
mundo mientras que la mitad de la población es clasificada como pobre
y, finalmente, el disgusto frente a una política sostenida por acuerdos
entre partidos que no representan otros intereses que los de ellos
mismos.
¿Recuperar la iniciativa?
Tras quedar pasmado por semanas ante la crisis que se le
vino encima, y después de transcurrir dos meses sin poder o sin querer
encontrar a los estudiantes desaparecidos, pero descubriendo cada vez
más fosas clandestinas con cadáveres que no se buscaban, EPN decidió
asumir como propio uno de los lemas de las movilizaciones en su contra
–“Todos somos Ayotzinapa”–, y el 27 de noviembre propuso un plan de 10
puntos para enfrentar no la raíz de la crisis sino sus manifestaciones
más inmediatas. Se trató de un claro intento por arrebatar la
iniciativa política de manos de los padres y compañeros de los
estudiantes desaparecidos, de los jóvenes estudiantes que forman el
grueso de las marchas en las calles. La iniciativa con sus 10 puntos
puede ser vista como una edición de bolsillo del “Pacto por México”
para combatir la inseguridad y el crimen organizado, reformar las
policías estatales y reafirmar las declaraciones contra la corrupción y
la pobreza. El punto más llamativo de la propuesta es un proyecto de
ley que permitirá al gobierno federal desaparecer ayuntamientos ahí
donde el crimen se haya apoderado de la autoridad local, lo que viene
bien con el esfuerzo de EPN de recuperar algo del presidencialismo del
pasado.
Hasta ahora, la respuesta de EPN y su gobierno a la
crisis se antoja pequeña en relación a las dimensiones de ésta, donde
lo que se cuestiona de manera masiva ya no es sólo al presidente y a su
gobierno sino al régimen mismo. Está aún por verse si EPN realmente
puede recuperar el liderazgo real del proceso político, pues si bien él
y los suyos tienen el control de las instituciones formales, la
legitimidad la tienen quienes los cuestionan.
La crisis que afronta EPN al final de su primer tercio
es, finalmente, no sólo una crisis de su gobierno, sino de todo un
régimen, resultado de una transición que se inició en 1997 y que a
estas alturas pareciera agotada y fallida.
Lo sucedido en Iguala ha servido para hacer evidente a
una parte sustantiva de la sociedad mexicana, en particular a los
jóvenes, que el problema de fondo es que en el siglo XXI se logró
modificar pero no acabar con el régimen autoritario creado por el PRI y
el presidencialismo en el siglo pasado.
La cuestión importante al concluir 2014 no es tanto cómo
enfrentará EPN lo que resta de su sexenio, sino cómo la sociedad
mexicana puede aprovechar esta coyuntura crítica –la movilización y el
hartazgo– para dar forma a un proyecto alternativo al que hoy existe,
uno efectivamente nacional y para el siglo XXI.
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