Ilán Semo
Del ángel de la historia que Walter Benjamin encontró expresado en un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus, hablan cuatro versiones.
Según la primera, el ángel, arrastrado por el huracán que provenía
del paraíso, miraba hacia atrás observando desolado cómo se acumulaban
las ruinas que dejaba a su paso el viento en la tierra prometida del
progreso.
En la segunda, el ángel logró detenerse y regresar a las ruinas para
buscar a sus muertos, y mientras lo intentaba acabó por fundirse con las
ruinas mismas.
De acuerdo a la tercera versión, el huracán cesó, las ruinas quedaron extenuadas y el ángel se perdió en el horizonte.
Y en la cuarta, el ángel se hartó, el paraíso se fastidió y la tierra
y el viento hicieron suyas a las ruinas. Entonces ya nadie recordó el
acontecimiento.
Sólo quedaron los pájaros que llegaban durante el invierno a guarnecerse en sus escombros.
¿Cuál será el destino de esas ruinas que ya son del porvenir –como en
la novela de Elena Garro – y que conforman la plataforma de cemento
extenuado y acero crudo que pretendía habilitar la estructura del nuevo
aeropuerto de Ciudad de México? Un fastuoso monumento a una historia que
se repite sin cesar en el siglo XX mexicano.
Antes que nada: dos hipótesis que ya circulan en la opinión. Un
conductor de noticias televisivas se preguntaba hace unos cuantos días:
¿en qué país se abandona así nada más una obra de esas dimensiones que
otorgaba empleo de manera directa a más de 50 mil personas e,
indirectamente, a otras 200 mil? A lo que se podría responder con otras
preguntas. ¿En qué país se compromete de facto 15 por ciento
del presupuesto federal durante varios años en una sola obra? ¿Y en cuál
se ceden contratos sin licitaciones? ¿En qué aeropuerto del mundo las
tuercas cuestan 70 pesos la pieza? ¿Vale la pena una mole que provoque
un desequilibrio ecológico cuyo costo de contención sea casi equivalente
a la de la mole misma? ¿Y los terrenos federales aledaños que se
cedieron para su futura comercialización, quién los
donó?
En rigor, la tardanza en la construcción del NAIM violó la mayor
regla escrita en la que ha estado enclavada la estabilidad política del
país: en México, la vida dura un sexenio –y nada más. Es un principio
que ha abatido sin duda la posibilidad de realizar proyectos a largo
plazo, pero que ha garantizado la circulación forzosa de élites en la
esfera del poder central. El selecto grupo de la tecnocracia que gobernó
desde los años 80 –y terminó haciendo ingobernable al país– perdió toda
noción de este elemental principio de normalización política. Lo cual
habla de una suerte de descomposición o decadencia. Cuando una élite no
pone sus expectativas sino su dinero en la convicción de que es eterna,
algo anda mal en el mecanismo de sus percepciones. Sobre todo, en los
mecanismos que ejerce el gobierno.
A lo largo del siglo XX, la visible ductilidad del PRI y sus
antecesores –el PNR y el PRM– para adaptarse siempre a nuevas
circunstancias, se basó en su capacidad para actualizar la composición
del bloque gobernante. En los años 20 y 30 fueron los generales y los
militares. Desde finales de los 40 hasta los 70, los licenciados y una
pseudo cultura del mérito. A partir de los 70, los empresarios locales
que acabaron hundiéndose en los 80. Y en los 90, ya sólo privaban los
principios del linaje y la pertenencia a una familia para ser partícipe
de esa selecta cúpula. Se canceló por completo lo que daba oxígeno a la
hegemonía priísta: la movilidad ascendente.
Sea como sea, lo que se puso en juego en el conflicto en torno a la
construcción del nuevo aeropuerto, más allá de las escaramuzas
presupuestales, fue la parte crucial de la fisonomía del grupo
gobernante que habrá de definir el carácter del poder nacional en los
próximos años. Porque en ese grupo, la tecnocracia sólo ocupará, a
partir de ahora, un rol subalterno. Se trata de una evidente ruptura en
la cúpula del poder.
Las ruinas de Texcoco –así podría llamarse el lugar en las guías
turísticas del futuro– equivalen a las ruinas de quienes durante tres
décadas ejercieron los arquetipos y las expectativas incluso del
subsuelo nacional. Y sin embargo, hay que insistir en que hasta aquí se
trata en principio de una abierta declaración de hostilidades. ¿Podrá
recuperar su fuerza el antiguo bloque gobernante? Un bloque que se
extiende a lo largo de todo el país, en todos los megaproyectos, en las
gubernaturas locales y las redes profundas del Estado, redes que llegan
incluso hasta el crimen organizado; también, por supuesto, en los lazos
visibles e invisibles que gobiernan los flujos y las relaciones con los
poderes globales.
Lo que sigue después del primero de diciembre será mostrar, por parte
de la nueva administración, la capacidad de enfrentar esta ruptura y
reconvertirla en un nuevo principio de gobernabilidad.
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