9/27/2015

La conspiración del silencio



Carlos Bonfil
De manera vigorosa y efectiva el cine alemán reciente ha confrontado a su público con las realidades históricas más incómodas, desde el laberinto burocrático y represor que transformó a muchos ciudadanos en espías de sus seres más cercanos bajo el régimen totalitario de la RDA en La vida de los otros (Von Donnersmarck, 2006), hasta las múltiples ficciones que hoy exhiben lo que fue una complicidad masiva, seguida de un silencio avergonzado, con los crímenes del nazismo.
El señalamiento de esta última realidad no es, sin embargo, nuevo. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, títulos tan elocuentes como Los asesinos están entre nosotros (Wolfgang Staudte, 1946) e incluso antes, thrillers de denuncia hechos en Hollywood por exiliados alemanes, como Los verdugos también mueren (1943), de Fritz Lang, a partir de una idea de Bertolt Brecht, señalaban ese hecho y procuraban sacudir la conciencia colectiva con el fin de prevenir la repetición de los delirios destructores. Lo notable en el clima actual de repunte electoral europeo de la extrema derecha, es que ese cine conquiste una fuerte presencia mediática y logre derribar perdurablemente, en la propia Alemania, los viejos tabúes de la simulación oficial y colectiva.
La conspiración del silencio (Im Labyrinth des Schweigens), primer largometraje del ítalo-alemán Giulio Ricciarelli, es un esfuerzo por recuperar y preservar esa delicada memoria histórica relacionada con los crímenes de Estado y sus intentos de banalización. De manera casi periodística, y con un espíritu didáctico, la cinta refiere con rigor los orígenes del primer proceso alemán contra oficiales y subordinados responsables de las tareas de exterminio en el campo de concentración de Auschwitz. De manera evidente, la propone el director como un tributo al fiscal de origen judío Fritz Bauer, quien con ayuda del periodista Thomas Gnielka, y otros magistrados, logró romper el cerco de silencio (ese laberinto de simulación colectiva al que alude el título original), que buscaba desterrar la culpa, minimizar los saldos del horror consentido, y neutralizar en lo posible el juicio moral de las nuevas generaciones.
Para mayor eficacia narrativa, el realizador y su guionista Elizabeth Bartel, construyen un personaje ficticio, Johann Radmann (Alexander Fehling), prototipo del incorruptible fiscal de las causas perdidas (un verdadero sheriff germano, como ironizan sus colegas recelosos), que combina las labores de investigador, periodista y procurador de justicia en su afán por descubrir una verdad incómoda y exhibirla públicamente.
Entre 1963 y 1965, y luego de cinco años de revisión de archivos farragosos (toda una imagen kafkiana), el fiscal consigue lo impensable: colocar en el banquillo de los acusados a oficiales nazis seguros de la impunidad que les garantizaba el régimen conciliador de Konrad Adenauer y su política del borrón y cuenta nueva. En el Frankfurt de 1963 se recreaba así un nuevo juicio de Nuremberg (1946), con duración de 183 días, con 360 testigos de 19 países, y 211 sobrevivientes de Auschwitz. A pesar de que sólo se produjeron seis condenas severas, entre las 22 acusaciones formales, la victoria simbólica y moral fue formidable. Por primera vez un jurado alemán, y no los jueces de las potencias aliadas, condenaba los crímenes de guerra del nazismo. La conspiración del silencio es asimismo la primera cinta alemana que rescata de modo crítico la relevancia histórica de ese suceso.
Entre los tropiezos de la película cabe destacar una deriva melodramática que diseña una historia sentimental secundaria e insustancial, y el conflicto de culpa de Radmann frente a su propio pasado familiar que sólo conoce a medias. Pareciera que esas concesiones narrativas y la factura misma de la obra (su escaso relieve formal, su cercanía con el lenguaje del telefilme) fueran las condiciones necesarias para un éxito comercial y su eventual nominación al Óscar hollywoodense. En pocas palabras, un compromiso insalvable para hacer llegar su mensaje a un público masivo. Otros directores, más avezados en la materia, el Oliver Hirschbiegel de La caída, exitoso filme sobre los últimos días de Hitler, estelarizado por Bruno Ganz, o el ya mencionado Von Donnersmarck de La vida de los otros, han mostrado una sagacidad mayor para combinar espectáculo y exploración artística. Lo rescatable aquí, sin embargo, es la diligente aclimatación a los terrenos de la ficción que hace el debutante Ricciarelli de todo ese trabajo de pesquisa y revisión crítica de la historia, que en manos de un veterano como el francés Claude Lanzmann (Shoah, 1985; El último de los injustos, 2013) habría dado lugar tal vez a un documental memorable.
Se exhibe en el ciclo Talento emergente, de la Cineteca Nacional. Sala 2: 15:30 y 20:30 horas.
Twitter: @CarlosBonfil1

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