Carlos Bonfil
De
manera vigorosa y efectiva el cine alemán reciente ha confrontado a su
público con las realidades históricas más incómodas, desde el laberinto
burocrático y represor que transformó a muchos ciudadanos en espías de
sus seres más cercanos bajo el régimen totalitario de la RDA en La vida de los otros (Von
Donnersmarck, 2006), hasta las múltiples ficciones que hoy exhiben lo
que fue una complicidad masiva, seguida de un silencio avergonzado, con
los crímenes del nazismo.
El señalamiento de esta última realidad no es, sin embargo, nuevo.
Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, títulos tan elocuentes como
Los asesinos están entre nosotros (Wolfgang Staudte, 1946) e incluso antes, thrillers de denuncia hechos en Hollywood por exiliados alemanes, como Los verdugos también mueren (1943),
de Fritz Lang, a partir de una idea de Bertolt Brecht, señalaban ese
hecho y procuraban sacudir la conciencia colectiva con el fin de
prevenir la repetición de los delirios destructores. Lo notable en el
clima actual de repunte electoral europeo de la extrema derecha, es que
ese cine conquiste una fuerte presencia mediática y logre derribar
perdurablemente, en la propia Alemania, los viejos tabúes de la
simulación oficial y colectiva.
La conspiración del silencio (Im Labyrinth des Schweigens), primer
largometraje del ítalo-alemán Giulio Ricciarelli, es un esfuerzo por
recuperar y preservar esa delicada memoria histórica relacionada con
los crímenes de Estado y sus intentos de banalización. De manera casi
periodística, y con un espíritu didáctico, la cinta refiere con rigor
los orígenes del primer proceso alemán contra oficiales y subordinados
responsables de las tareas de exterminio en el campo de concentración
de Auschwitz. De manera evidente, la propone el director como un
tributo al fiscal de origen judío Fritz Bauer, quien con ayuda del
periodista Thomas Gnielka, y otros magistrados, logró romper el cerco
de silencio (ese laberinto de simulación colectiva al que alude el
título original), que buscaba desterrar la culpa, minimizar los saldos
del horror consentido, y neutralizar en lo posible el juicio moral de
las nuevas generaciones.
Para mayor eficacia narrativa, el realizador y su guionista
Elizabeth Bartel, construyen un personaje ficticio, Johann Radmann
(Alexander Fehling), prototipo del incorruptible fiscal de las causas
perdidas (un verdadero
sheriffgermano, como ironizan sus colegas recelosos), que combina las labores de investigador, periodista y procurador de justicia en su afán por descubrir una verdad incómoda y exhibirla públicamente.
Entre
1963 y 1965, y luego de cinco años de revisión de archivos farragosos
(toda una imagen kafkiana), el fiscal consigue lo impensable: colocar
en el banquillo de los acusados a oficiales nazis seguros de la
impunidad que les garantizaba el régimen conciliador de Konrad Adenauer
y su política del borrón y cuenta nueva. En el Frankfurt de 1963 se
recreaba así un nuevo juicio de Nuremberg (1946), con duración de 183
días, con 360 testigos de 19 países, y 211 sobrevivientes de Auschwitz.
A pesar de que sólo se produjeron seis condenas severas, entre las 22
acusaciones formales, la victoria simbólica y moral fue formidable. Por
primera vez un jurado alemán, y no los jueces de las potencias aliadas,
condenaba los crímenes de guerra del nazismo. La conspiración del silencio es asimismo la primera cinta alemana que rescata de modo crítico la relevancia histórica de ese suceso.
Entre los tropiezos de la película cabe destacar una deriva
melodramática que diseña una historia sentimental secundaria e
insustancial, y el conflicto de culpa de Radmann frente a su propio
pasado familiar que sólo conoce a medias. Pareciera que esas
concesiones narrativas y la factura misma de la obra (su escaso relieve
formal, su cercanía con el lenguaje del telefilme) fueran las
condiciones necesarias para un éxito comercial y su eventual nominación
al Óscar hollywoodense. En pocas palabras, un compromiso insalvable
para hacer llegar su mensaje a un público masivo. Otros directores, más
avezados en la materia, el Oliver Hirschbiegel de La caída, exitoso filme sobre los últimos días de Hitler, estelarizado por Bruno Ganz, o el ya mencionado Von Donnersmarck de La vida de los otros, han
mostrado una sagacidad mayor para combinar espectáculo y exploración
artística. Lo rescatable aquí, sin embargo, es la diligente
aclimatación a los terrenos de la ficción que hace el debutante
Ricciarelli de todo ese trabajo de pesquisa y revisión crítica de la
historia, que en manos de un veterano como el francés Claude Lanzmann (Shoah, 1985; El último de los injustos, 2013) habría dado lugar tal vez a un documental memorable.
Se exhibe en el ciclo Talento emergente, de la Cineteca Nacional. Sala 2: 15:30 y 20:30 horas.
Twitter: @CarlosBonfil1
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