Un año de búsqueda, resistencia y aprendizaje
A
12 meses de la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa,
las madres de los jóvenes rememoran cómo pasaron del dolor a la
autoorganización en su lucha de resistencia.
La búsqueda que abanderaron durante 12 meses las madres de los 43
estudiantes desaparecidos en Iguala, las obligó a distanciarse de sus
familias, a dejar sus trabajos, vender sus animales para evitar que
murieran, y perder la temporada de cosechas, pero conocieron otras
luchas de resistencia y aprendieron a defender sus derechos.
Tras los ataques del 26 de septiembre de 2014 contra estudiantes de la
Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, se cuentan 180 víctimas directas y
700 familiares afectados de diferentes maneras, según los testimonios
recogidos por Cimacnoticias y el informe del Grupo Interdisciplinario de
Expertas y Expertos Independientes (GIEI), de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos.
A un año de los hechos, Margarita Zacarías, madre del joven desaparecido
Miguel Ángel Mendoza Zacarías –y dedicada al campo y a la venta de
atole–, ya no trabaja y sobrevive con la ayuda de la gente.
“El gobierno destrozó a toda la familia; hemos dejado trabajos, casa,
hijos. Francamente, él (su esposo) y yo ya no ganamos nada y sólo
tenemos la preocupación, el dolor de lo que puede estar sufriendo
nuestro hijo. Además vivimos pensando en los hijos que dejamos en
nuestra casa”, relata.
María de Jesús Tlatempa Bello, madre de José Eduardo Bartolo Tlatempa,
dejó la venta de elotes para buscar a su hijo y responder a las
preguntas que la sobresaltan: “No sabemos por qué pasó, por qué les hizo
esto el gobierno a nuestros hijos, por qué los reprimió, por qué
cobardemente los trató como a unos delincuentes. Nosotros estamos aquí,
dejamos familia, nuestro trabajo por andar buscando a nuestros hijos”.
Para ella, la única certeza es que fueron policías municipales,
estatales, federales y el Ejército, quienes actuaron por órdenes de “más
arriba” para desaparecer a los normalistas.
María reprocha que esto le pase a la gente humilde que quiere
prepararse: “Para él (José Eduardo) fue un privilegio entrar a la
Normal, porque no tenemos recursos para una mejor educación”.
Las madres de Ayotzinapa no sólo han tenido que sobrellevar su propio
dolor; algunas tuvieron que explicar a las niñas y niños de sus familias
la desaparición de sus seres queridos, y evitar que sus otros hijos
dejaran de estudiar.
DEL DOLOR A LA ACCIÓN
En los primeros días tras el ataque, las mujeres se movilizaron por las
calles de Iguala, visitaron los servicios forenses, las estaciones de
policía y otras instancias de gobierno.
“Tenemos que andar de un lado a otro; tenemos que salir a difundir,
prácticamente decirle sus verdades al gobierno de todo lo que estamos
viviendo, porque desgraciadamente nos ha atacado, nos ha dañado
emocionalmente”, acusa Hilda Leguireño Vargas, madre del desaparecido
Jorge Antonio Atizapa Leguireño.
La vida de María Elena Guerrero Vázquez, madre de Giovanni Galindes
Guerrero, también cambió radicalmente desde que los policías se llevaron
a su hijo. “Ha sido muy duro pero no imposible de vencer todos los
retos, porque no descansaré. Me he tenido que enfrentar a dejar a mi
familia, a abandonarla, a andar en el movimiento todo el tiempo”,
expresa.
María Elena cuenta que acordó con su esposo (profesor rural) que ella
buscaría a su hijo, mientras él regresaba a trabajar y a cuidar a su
hija de 17 años. Desde que inició el movimiento en busca de los
estudiantes, ella vuelve a su casa cada tres o cuatro meses, va de
visita dos o tres días y regresa al movimiento.
Las familias no comen en un horario fijo y duermen menos de ocho horas
diarias. Cuando están en la Normal se la pasan en reuniones para ponerse
de acuerdo y aprovechan para lavar su ropa. “Estamos en resistencia y
no descansaremos”, sostiene.
Ahora, la mayoría de las madres tienen graves malestares físicos y
mentales a consecuencia del estrés que les provoca la búsqueda, pero no
atienden su salud porque los mecanismos de atención que les ofrecen las
autoridades son “limitados”, o porque simplemente desconfían de ellos.
Como producto de su activismo, las madres han aprendido varias
lecciones. “No sabíamos ni hablar, pero ahorita ya todas las mamás hemos
aprendido de otras organizaciones o del impulso de una misma por luchar
por lo que es de nosotros, por lo que nos quitaron”, dice María Elena.
Mientras esperan el inicio de los actos públicos, las muje
res leen
periódicos y libros, otras se documentan sobre otras historias de
represión, relatan la defensa de la tierra y el agua de otros pueblos, y
opinan sobre la educación en México.
Berta Nava Ramírez, madre del asesinado Julio César Ramírez Nava,
destaca que lo que sabe ahora lo aprendió tras la muerte de su hijo
porque ella pensaba que el gobierno trabajaba bien hasta que lo
asesinaron; luego visitó comunidades que habían sido golpeadas y
masacradas por militares.
También advierte que el gobierno comete “muchos atropellos” contra las
familias, como golpear a los papás, dispararles balas de goma, o
infiltrar a militares vestidos de civil a los mítines.
Pese al riesgo, la mujer asegura: “No le vamos a dar el gusto a este
desgraciado de Peña Nieto, que diga ‘ya se cansaron, ya ganamos’”.
Aclara que para ella, los otros normalistas son como sus hijos y que
ahora hay que luchar por los que siguen vivos.
Las madres de los normalistas coinciden en que han fraternizado entre sí
hasta conformar una familia, y que están unidas buscando a los 43.
Cristina Bautista Salvador, mamá del desaparecido Benjamín Ascencio
Bautista, critica que la versión de la PGR, sobre que los estudiantes
fueron quemados en el basurero de Cocula, no estuviera sustentada en
argumentos científicos, “ya que cada mentira que dice el gobierno duele,
tortura a las familias”.
El GIEI documenta que los impactos más visibles de la desaparición se
dan en los padres, y especialmente en las madres que viven esa pérdida
con un profundo dolor y desasosiego, además del estrés que experimentan
por no tener certidumbre.
A veces ellas preparan porciones de tortillas para el hijo desaparecido,
piden que su cuarto esté limpio y, en algunos casos, hasta festejan sus
cumpleaños. “A veces siento que llega corriendo a la casa. En la tarde
le dejo la puerta abierta y nunca llega. Pero siento que él está vivo y
que él va a regresar”.
Todas abrigan la esperanza de que los normalistas estén vivos, pero
–acotan– no porque estén aferradas a una ilusión, sino porque el
gobierno no ha podido comprobar científicamente que sus hijos están
muertos, ni les ha entregado sus cuerpos para enterrarlos.
Reportaje
CIMACFoto: César Martínez López
Por: Angélica Jocelyn Soto Espinosa
Cimacnoticias | México, DF.-
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