Francisco López Bárcenas
Este 5 de febrero
de cumplen 100 años de la promulgación de la Constitución Política de
los Estados Unidos Mexicanos y el gobierno mexicano ha organizado
diversas actividades para conmemorar el acontecimiento. La fecha es
importante, pues, como escribió Ferdinand Lassalle en 1862, las
cuestiones constitucionales más que jurídicas son políticas, versan
sobre la manera en que se ejerce el poder, de tal forma que las normas
que las integran representan las relaciones de poder realmente
existentes dentro de los grupos sociales que componen la población del
estado al que constituyen. En ese sentido, la centenaria constitución
cuya promulgación se festeja en este febrero fue posible gracias a que
detrás de ella existió un proceso constituyente donde se fue madurando
su contenido social, el cual estuvo marcado por los planes y programas
de lucha del Partido Liberal Mexicano, el Partido Antirrelecionista, el
Ejército Libertado del Sur y el Ejército Constitucionalista, entre
otros.
El carácter social de la Constitución de 1917 no evitó que la
existencia de los pueblos indígenas y sus derechos quedaran fuera de sus
normas, no obstante que indígena era la inmensa mayoría de la población
mexicana en esa época y la revolución que hizo posible la instalación
del Congreso constituyente para crearla fue el sector más activo. No era
la primera vez que esto sucedía. La Constitución política de octubre de
1824, la que dio origen a la formación del Estado mexicano, sólo
mencionó a los indígenas en su artículo 49, fracción 11, referido a las
facultades del Congreso de la Unión para
arreglar el comercio con las naciones extranjeras, entre los diferentes estados de la Federación y tribus de indios; una copia literal del artículo 1.8.3. de la Constitución Federal de Estados Unidos de América, que en aquel país tenía sentido porque se reconoció a las tribus indígenas ciertos derechos, pero acá carecía del mismo porque no se hizo. Por virtud de esta disposición los indígenas fueron considerados extranjeros en su propio territorio.
Cuando se discutió la Constitución política de 1857 los
constituyentes se ocuparon con tal pasión de los pueblos indígenas, al
grado de aparentar que enmendarían el error de sus antecesores. Entre
las múltiples participaciones sobresalió la de Ignacio Ramírez, El Nigromante, quien se ocupó de ellos con claridad y contundencia. Entre otras cosas expresó:
Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es la que nace de suponer que nuestra patria es una nación homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundir en una sola. Sus argumentos fueron desoídos y la referencia a los indígenas en la Constitución que aprobaron fue para que los estados de la frontera norte se coaligaran
para la guerra ofensiva o defensiva con los bárbaros. Los indígenas no fueron considerados extranjeros, sino enemigos de la nación de la que ellos se consideraban parte.
La Constitución de febrero de 1917, la que ahora cumple un
siglo de vida, cambió la orientación de sus antecesoras y se ocupó de
los indígenas, aunque sólo en relación con la tierra. El artículo 27 de
la naciente Constitución reconoció a los condueñazgos, rancherías,
pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de población como
sujetos con derecho a la tierra y declaró nulas todas las diligencias
pasadas y futuras por las que se hubiera privado o se les privase total o
parcialmente de sus tierras, bosques o aguas, lo cual implicaba que les
serían restituidas y si no las tenían se les dotaría de las necesarias
para su existencia; de igual manera asentó que si guardaban el estado
comunal, podrían seguirlo manteniendo, y, lo más importante, sus tierras
se declaraban inalienables, inembargables e imprescriptibles. Estas
disposiciones se mantuvieron hasta 1934, en que una reforma al artículo
27 desapareció a los pueblos como titulares de derechos agrarios,
sustituyéndolos por los núcleos agrarios.
Fue hasta el 28 de enero de 1992 en que se volvió a reformar la
Constitución federal para incluir en ella una norma declarativa de la
pluriculturalidad de la nación mexicana, con base en la presencia
originaria de los pueblos indígenas, seguida de unos derechos culturales
que nunca se reglamentaron, porque dos años después estalló en el
estado de Chiapas una rebelión indígena encabezada por el Ejército
Zapatista de Liberación Nacional. Como forma de arribar a una paz justa y
digna, el 16 de febrero de 1996, rebeldes y gobierno firmaron los
Acuerdos sobre Derechos y Cultura Indígena, cuyo contenido debió
integrarse a la Constitución federal, pero no fue así porque el Poder
Ejecutivo federal envío al Congreso de la Unión una iniciativa con base
en ello, pero no la defendió, el Congreso de la Unión la modificó
sustancialmente y la Suprema Corte de Justicia de la Nación rechazó las
controversias presentadas por municipios indígenas que pedían su
anulación por ignorar derechos ya reconocidos.
De forma paralela a la aprobación de unos derechos indígenas
acotados, se aprobaron leyes que en la práctica los nulificaban. Ahora
que se cumplen 100 años de nuestra Carta Magna; bien nos haría como país
reconocer la deuda histórica que la nación y el Estado mexicano tienen
con sus pueblos indígenas. Ellos más que ningún otro sector de la
sociedad mexicana tienen derecho a formar parte de ella, porque
habitaban estas tierras antes de que el Estado mexicano se formara, pero
también, porque su cosmovisión y la cultura de que son portadores
contiene valores filosóficos, sociales y humanos que mucha falta nos
hacen para que el país salga de la crisis en que actualmente se
encuentra: la estrecha relación entre sociedad y naturaleza, la ayuda
mutua para la solución de problemas sociales y la
democracia
consensuada son algunos de ellos. Hay que valorar la manera en que nos
ha empobrecido como país negar derechos plenos a los pueblos indígenas y
hacer todo lo posible por que les sean reconocidos.
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