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Pedro Miguel
La Jornada
Más de un siglo antes
de que se echara a andar la globalización neoliberal los autores
socialistas y anarquistas clásicos ya tenían claro que el capital no
tiene patria y que para hacer frente a su internacionalización era
necesario que la organización de la clase obrera brincara las fronteras
nacionales. Con esa convicción se fundaron las primeras tres
Internacionales. El internacionalismo proletario era praxis derivada de
esa noción y hasta principios del siglo pasado era de obvio consenso que
el remplazo del capitalismo por el socialismo tenía que ser una tarea
mundial. Al fin de la Gran Guerra el recién nacido poder soviético
esperaba ser rescatado por el ciclo revolucionario que tuvo lugar en
Europa –especialmente en Alemania–, pero las revueltas obreras fueron
aplastadas en todas partes y los bolcheviques se encontraron solos y
rodeados de regímenes hostiles.
En esas circunstancias, en el otoño de 1924, Stalin presentó una idea
que, si bien encontraba sustento en las condiciones de la Rusia
soviética cercada, resultaba disparatada e incoherente para la lógica
marxista y contradecía hasta los discursos del propio Stalin de unos
meses antes: construir el socialismo en un solo país. Las posteriores
derrotas de varias revoluciones (Bulgaria, Alemania, China) se debieron,
en buena medida, al aislacionismo estalinista y a su empeño en
congraciarse con los gobiernos capitalistas, y tal vez esa incongruencia
casi fundacional haya resultado determinante en el derrumbe final de la
Unión Soviética, seis décadas más tarde.
Valga el breve recuento como un punto de referencia para comprender
lo que Donald Trump pretende hacer, 90 años después, desde la
presidencia de Estados Unidos: el neoliberalismo en un solo país, un
oxímoron aún más grotesco, si cabe, que el del astuto y sanguinario
dictador soviético. La doctrina neoliberal surgió en la posguerra, el
siglo pasado, como un programa para llevar a sus últimas consecuencias
la internacionalización de los capitales, lo que implicaba, entre otras
cosas, la transferencia paulatina de potestades y funciones de los
estados a los consejos de administración de los consorcios
internacionales y la demolición de las fronteras nacionales para el paso
libérrimo de las mercancías y los servicios.
El Estado nación ya era un franco estorbo para la obtención de tasas
máximas de utilidad y era preciso, si no suprimirlo, al menos reducirlo
al mínimo y estricto aparato de control gubernamental, eliminando todo
factor de socialización económica, redistribución de la riqueza y
movilidad social. El proteccionismo, que buscaba asegurar mercados
nacionales a las empresas, y de paso empleos, fue visto como la bestia
negra del pensamiento económico y la embestida en su contra formó parte
esencial del llamado Consenso de Washington, un recetario acuñado en
1989 por el ideólogo John Williamson, cuando ya el modelo neoliberal
había sido implantado en el Chile de Pinochet, la Inglaterra de Thatcher
y el Estados Unidos de Reagan-Bush.
Trump es, a no dudarlo, un neoliberal en la faceta más inhumana de
esa doctrina: cree en la competencia desatada, en la desregulación total
del mercado, en el achicamiento del aparato gubernamental y en la
eliminación de los programas de bienestar social. Pero al mismo tiempo
piensa que es posible sostener ese modelo suprimiendo el libre comercio,
al menos el que atañe a los países con los cuales Estados Unidos tiene
intercambios deficitarios, como China y México.
Lo que el trumpismo no tiene en cuenta es que, en el marco del
libre comercio, la mano de obra de esas y otras naciones se ha
convertido en un insumo fundamental para la propia economía
estadunidense y que la trasnacionalización de los procesos productivos
(como armar celulares en China y automóviles en México) es una
subvención que aporta competitividad a los productos de Estados Unidos
en los importantes mercados de Europa y Asia. Asimismo, las
importaciones baratas han permitido mantener a raya la inflación en el
territorio de la superpotencia, y si bien quitan puestos de empleo en la
industria, los crean en el comercio y en los servicios.
El proteccionismo exacerbado pudo ser un gran trampolín electoral
para el magnate rubicundo, pero en los tiempos que corren difícilmente
puede aportarle una base sólida y estable para reformar la economía del
país vecino o para recuperar la hegemonía que Estados Unidos ha perdido
en el mundo en las últimas décadas. Más bien podría garantizarle un mal
final, o sea, un conjunto de reacciones –sospecho que las que están
teniendo lugar son sólo el principio– que termine por hacer inviable su
presencia en la Casa Blanca.
En tales circunstancias, a menos de dos semanas de haber tomado
posesión, tal vez el hombre, que desde precandidato presidencial ya se
comportaba como un bisonte furioso, ande necesitado de una huida hacia
adelante y piense en llevar la relación con México hasta el punto de la
intervención militar en nuestro país con la que amenazó a Enrique Peña
en una conversación telefónica, como lo indican diversos reportes de
prensa. La historia es verosímil si se considera que el debilitado e
impresentable presidente mexicano se ha convertido en el blanco favorito
del bullying trumpista y que en contactos anteriores el
gobierno nacional no ha sido capaz de actuar con la dignidad y la
firmeza que estas bravuconadas demandan.
Los intentos de Peña por capitalizar a su favor los sentimientos
patrióticos que afloran en México en el momento presente no van a
permitirle recuperar algo del terreno perdido, ni ante la sociedad
mexicana ni ante Trump. Éste ya tomó la medida de la extremada
pusilanimidad de quienes gobiernan al otro lado del Bravo. Aquí no
parece fácil, con un presidente que anda en 10 o 12 por ciento de
aprobación, y cuyas reformas han creado una fractura sin precedente en
el país. Los exhortos gubernamentales resultan extraños en momentos en
que la policía sigue agarrando a garrotazos a quienes protestan por el
incremento a los precios de la gasolina y está fresca la revelación del
encuentro que sostuvieron en Los Pinos Peña y Ricardo Anaya, líder del
PAN, para cerrarle el paso a Morena (lo que en español mexicano quiere
decir: hacer fraude en alguna de sus modalidades) en los comicios
previstos para el año entrante.
Como en otros momentos históricos, México se encuentra ante la
hostilidad del país más poderoso de la Tierra sin un gobierno nacional
digno de ese nombre. El destino de Trump es incierto y el del régimen
neoliberal mexicano, también, pero estamos sin duda en meses y años
críticos. La capacidad de resistir vendrá de la organización social y
popular o de ninguna parte.
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