CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El Congreso Constituyente de 1916 fue convocado al margen de la Constitución entonces vigente de 1857.
Cuando
Venustiano Carranza declaró roto el orden constitucional, desconoció a
Victoriano Huerta como presidente de la República y creó un ejército
precisamente constitucionalista, cuyo papel era el restablecimiento de
la Constitución de 1857 derogada en los hechos mediante las armas.
El
punto central de esa ruptura no fue la renuncia bajo presión del
presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez ni el posterior
fusilamiento de ambos, como tampoco la asunción de dos sucesivos
presidentes, Lascuráin y Huerta, sino la disolución del Congreso por
parte de este último, la dictadura. Ahí se produjo una verdadera ruptura
nacional.
Como la carta fundamental de 1857 prescribía un
mecanismo preciso de reformas constitucionales, Carranza tuvo que
reformar el Plan de Guadalupe para conferirse a sí mismo la capacidad de
convocar a un congreso unicameral con capacidad de reformar aquella
Constitución a favor de la cual se había iniciado la lucha armada contra
la dictadura militar de Huerta.
En un sentido exacto, esa
convocatoria no se apegaba a la Constitución que estaba vigente
formalmente como consecuencia del triunfo del ejército que la defendía.
Así,
para llegar a la Constitución de 1917 no se respetó la Carta de 1857,
pero esa transgresión del “orden constitucional” era de otra naturaleza
respecto de la llevada a cabo por Huerta. Se había producido una
revolución, seguida de una sangrienta guerra civil que no había
terminado aún. El objetivo formal inicial que consistía en reivindicar
la Constitución de 1957 no estaba ya vigente.
La revolución había
arrojado otro resultado, mucho más allá del original que era defensivo,
el cual consistía en superar el viejo orden llamado porfiriano,
modificar parcialmente el sistema político de la Constitución y aceptar
los derechos de los trabajadores del campo a la tierra y los que debían
corresponder a los obreros, acabar con la “educación libre” y proclamar
la educación laica, afianzar los derechos de la nación sobre el suelo y
el subsuelo, así como proyectar un Estado con mucha mayor fuerza
económica directa en detrimento de la libertad de comercio y la
glorificación de la propiedad privada.
La principal fuerza
política de ese programa estaba dentro del nuevo ejército mexicano que
se había integrado por civiles levantados en armas.
En el proyecto
presentado por el encargado del Poder Ejecutivo no estaban incluidas
las principales reformas nacionales y sociales. Esas las introdujeron
los diputados, el sector de izquierda, muchos de ellos claramente
socialistas, que lograron aislar al bando liberal, protector de
privilegios de una burguesía alevosamente enriquecida durante las
décadas anteriores.
Es verdad que Carranza hizo posible la nueva
Constitución al desobedecer la Carta precedente de 1857 pero el alcance
de mayor fondo de esa desobediencia, el cambio relevante, lo imprimió el
grupo de legisladores revolucionarios que se reunía en un restaurante
cerca del Teatro Iturbide de Querétaro para transformar el proyecto del
Primer Jefe en algo nunca antes planteado con tanta y precisa claridad
en las proclamas de los segmentos revolucionarios durante la lucha
armada.
La Constitución de 1917 fue redactada en muchos de sus
aspectos por una fuerza revolucionaria que estaba por encima de su
propio país y de su propio tiempo. Durante los años inmediatamente
siguientes a su expedición casi nada de lo nuevo se lograba cumplir. Los
poderes públicos no actuaban para hacer valer los nuevos derechos.
La
Carta Magna era vista como un “programa revolucionario” pero no como un
mandato de obligatoria e inmediata aplicación. Cada reivindicación,
cada momento de realización, cada ejercicio de los derechos
constitucionales se ha visto como conquista a pesar de estar enmarcada
precisamente en la Constitución de 1917. Es esta una de las más acusadas
características de la constitucionalidad mexicana.
Por otro lado,
algunos de aquellos grandes cambios de la asamblea de Querétaro han
sido derogados, como ocurrió con el derecho a la tierra y más
recientemente, a través de un artilugio, con la “propiedad inalienable”
de los hidrocarburos. Ambas, entre otras, han sido revanchas de los
liberales derrotados en el Congreso Constituyente: no es verdad que en
la historia no haya retrocesos, lo sabemos de sobra.
México logró
por la vía revolucionaria armada una nueva Carta Magna pero ésta no ha
regido en toda su extensión y de manera siempre obligatoria en los
hechos, además de que ha sido en parte regresada a otros tiempos de
predominio claramente liberal.
Sin embargo, ya no opera presentar
la Constitución como un programa. Eso ya nadie lo cree. Si el gobierno y
otros poderes no obedecen los textos constitucionales, como es
frecuente, todos entendemos que es responsabilidad de tales organismos
de poder.
Este sí que es un cambio acunado en una sociedad cada
vez más propensa a hacer reclamos a los poderosos. Por ese camino, de
seguro llegaremos a otro momento de la historia constitucional de
México.
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