La guerra es una droga
reza a manera de epígrafe la cinta de Bigelow, y muy pronto queda claro que el propósito de la directora es centrarse en la disciplina caprichosa, el humor irreverente, y la complejidad sicológica del sargento William James (Jeremy Renner), un hombre de sangre fría, que carga como condecoraciones los fragmentos de aquellos explosivos que pusieron en riesgo su vida muchas veces, tantas en realidad como para hacer de la muerte una eventualidad muy familiar, casi la materia de un cortejo amoroso.
Zona de miedo es una formidable película de suspenso, pero también un incisivo estudio de la naturaleza humana y de la adicción al peligro como temple límite del carácter. Nadie en la compañía entiende la irresponsabilidad de James, pero una vez cumplida su tarea, el desvarío se vuelve arrojo heroico. Quienes participan en la misión (los sargentos Owen Eldridge, un manojo de nervios; el sargento negro J.T. Sanborn, un burócrata de la disciplina militar) padecen los rigores de la guerra y sólo ansían acabar pronto y volver a casa. James, en cambio, sacrifica todo (tranquilidad emocional y familia) en beneficio de la ebriedad y el goce que le provoca la superación de cada amenaza. Y es ese goce el que irrita y escandaliza a quienes lo rodean.
Los componentes básicos declarados de la película son dos: adrenalina y testosterona, como en una cinta bélica de Raoul Walsh, sólo que esta vez son manejados con maliciosa incorrección política por una cineasta talentosa, a quien debemos la película de ciencia ficción, Días extraños y el interesante thriller Punto de quiebra.
No sólo transforma Bigelow su película sobre la guerra de Irak en una sugerente alegoría de la enajenación, describiendo la neurosis de una conducta de riesgo, también explora el tema de la camaradería viril y sus componentes pasionales, y lo hace de una manera tan sutil que inevitablemente remite al trabajo de otra directora, la francesa Claire Denis, en su película Buen trabajo (Beau travail, 1999) sobre un grupo de legionarios en África del norte. Zona de miedo no poetiza de modo alguno la vida de los soldados, ni ensaya las coreografías eróticas de combatientes entrelazados y confundidos en relaciones de amor y odio; su lenguaje es áspero y sólo ocasionalmente contempla la generosidad moral de algún protagonista (James herido por la suerte trágica de un niño iraquí vendedor de videos pirata); también rehúye toda convención melodramática y estudia con meticulosidad ese terreno de batalla donde no hay enfrentamientos abiertos, sólo seres agazapados en las azoteas, rostros impasibles en las ventanas, terroristas disimulados en la muchedumbre, amenazas silenciosas en calles desiertas, un clima exasperante de recelo colectivo.
La persistente angustia del ocupante ante el rostro impenetrable del ciudadano vigilado, que inquietantemente redobla su propio escrutinio de la fuerza invasora. El clima moral que hace 45 años presentaba Gillo Pontecorvo en La batalla de Argel, hoy lo recrea Bigelow como un comentario ácido, cargado de ironía, sobre los estragos sicológicos de una guerra absurda. Muy rebasadas quedan las ficciones recientes sobre el conflicto de Irak, donde drama y espectacularidad crecen anulándose mutuamente. Zona de miedo abre una gran ventana sobre la irracionalidad de la guerra. Su ausencia de conclusión y de respuestas deja en muchos espectadores el tipo de desasosiego que sólo en muy contadas ocasiones ofrece hoy el cine hollywoodense.
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