Editorial La Jornada.
Por principio de cuentas, las acusaciones revelan la hipocresía proverbial de una jerarquía eclesiástica que se empeña sistemáticamente en vulnerar la libertad de los individuos para decidir sobre sus propios cuerpos y sus relaciones afectivas –muestra de ello son la campaña de las autoridades católicas de nuestro país en contra del aborto y del uso de anticonceptivos, y su empeño por descalificar, sin objetividad científica alguna, como antinaturales
, las uniones de personas del mismo sexo–, y mantiene vigente, en cambio, una directiva insensata y de enorme potencial nocivo, como es el celibato, pese a que dicha restricción no forma parte de los principios históricos fundamentales del catolicismo: fue establecida como una obligación del sacerdocio hasta el siglo XVI, en el contexto del Concilio de Trento, como respuesta a las reformas protestantes que permitían el matrimonio de los clérigos.
Significativamente, la propia Iglesia católica ha sido, por tradición, mucho más tolerante hacia los curas violadores y pederastas que hacia quienes incumplen abiertamente el voto de celibato, y con ello, además de establecer la doble moral como regla de conducta tácitamente aceptada en sus filas, se ha convertido en encubridora de prácticas que afectan a las sociedades en sus entornos fundamentales y provocan un daño irreparable en las víctimas.
Más allá de la pertinencia y la necesidad de que las autoridades vaticanas abandonen una prohibición manifiestamente insostenible y antinatural –ésta sí merece el calificativo, dado que promueve la supresión de una dimensión humana ineludible, como es la sexualidad–, el episodio comentado arroja signos preocupantes sobre las instancias de procuración e impartición de justicia del país, las cuales han exhibido una escandalosa renuencia a investigar las agresiones sexuales cometidas por sacerdotes –como pudo observarse con las acusaciones en contra del arzobispo primado de México, Norberto Rivera, por presunto encubrimiento del cura pederasta Nicolás Aguilar– y han evitado ejercer sus facultades para procurar e impartir justicia. La impunidad de los curas agresores no es, por tanto, responsabilidad exclusiva del clero, sino parece obedecer, en buena medida, a un pacto tácito que involucra a autoridades religiosas y seculares, y que ha extendido la percepción de que en nuestro país el poder político, económico y religioso otorga cobertura legal a quienes se valen de su ascendiente moral sobre la población para cometer agresiones sexuales.
En el caso concreto de Maciel, resulta particularmente necesaria la intervención de las autoridades civiles, habida cuenta de la opacidad y la voluntad de encubrimiento con que los integrantes de la jerarquía vaticana, empezando por el desaparecido Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger, se han conducido frente a las acusaciones –graves, verosímiles y por ellos conocidas– que pesan sobre el sacerdote michoacano: cabe recordar que en 2004 el propio Ratzinger tuvo la oportunidad de reabrir, cuando aún presidía la Congregación para la Doctrina de la Fe, el expediente del fundador de los Legionarios; la autoridad católica, sin embargo, rehusó someter a Maciel a un proceso canónico, y selló con ello la impresión de que el Vaticano prefería preservar la impunidad del religioso que desatar un escándalo y una confrontación con una orden que, cabe recordarlo, aporta a la Iglesia católica grandes cuotas de poder político y económico en diversos países, entre ellos México.
Sería particularmente desastroso para la imagen y credibilidad de la institucionalidad de nuestro país, de por sí erosionadas, que las denuncias formuladas ayer por los hijos de Maciel terminen, como ha ocurrido con tantos otros casos similares, en un carpetazo: ante estos testimonios, las autoridades deben emprender acciones concretas para investigar estos crímenes y sancionar a posibles responsables vivos: y es que el hoy difunto Maciel, difícilmente pudo haber llevado una doble vida durante décadas sin el encubrimiento de miembros de su propia congregación y de las autoridades eclesiásticas. La jerarquía católica, por su parte, deberá mostrar, en estas pesquisas, una voluntad de colaboración decidida y autocrítica, y evitar los baños de pureza con que suele reaccionar ante acusaciones de este tipo, si lo que quiere es restañar en alguna medida su dañada imagen pública.
Al día siguiente el senador aclaró que su propuesta no tenía como propósito que los sacerdotes puedan ser votados, sino que recuperen el derecho a manifestar sus ideas políticas. No tenía que explicarlo, pues el inciso d) del mismo artículo lo prohíbe expresamente, además de que el Código de Derecho Canónico impide a sus ministros religiosos postularse a cargos públicos por elección.
De suprimirse el inciso e) del 130, independientemente de Pablo Gómez y de quienes apoyaron su propuesta, los ministros de cualquier culto podrían asociarse con fines políticos y llevar a cabo proselitismo a favor o en contra de candidatos, partidos o asociaciones políticas no pertenecientes a iglesia alguna. Igualmente, dichos ministros podrían oponerse, sin sanción alguna y sin violar las leyes, a estas mismas leyes, a las instituciones de la República y a los símbolos patrios. Por si no fuera suficiente, los ministros de culto religioso podrían formar partidos políticos con símbolos o referencias religiosas y convertir los templos en ágoras políticas y de incitación a la subversión en contra del Estado mexicano.
Se dirá que algunas de estas atribuciones que admitiría la derogación del mencionado inciso constitucional ya las ejercen los clérigos, como fue demostrado por su oposición a las leyes que permiten el aborto en el Distrito Federal bajo ciertas condiciones, pero una cosa es que se toleren tales licencias a las iglesias mexicanas y hasta al Vaticano (Estado extranjero) y otra que no tengan límites para hacer lo que quieran políticamente. Si Dios hubiera querido que los alacranes volaran les habría dado alas, diría la Biblia, y sin metáforas lo dice también nuestra Carta Magna.
El vocero de la arquidiócesis de México aplaudió de inmediato la propuesta y señaló que ya es tiempo de que los ministros de su iglesia dejen de ser ciudadanos de segunda
. Un ciudadano de segunda, como lo fueron las mujeres en elecciones federales antes de que se les concediera el voto, no sólo no puede votar sino que tampoco puede ser votado. Sin embargo, no fue a este derecho al que se refirió el vocero Hugo Valdemar, sino a la libertad de expresión, que los curas la tienen con las restricciones señaladas en el artículo 130.
Lo que quieren el senador perredista y la Iglesia católica en concreto es plena libertad de expresión, lo cual en abstracto sería correcto. Pero como ciertamente los clérigos son ciudadanos de segunda, porque pueden votar pero no ser votados, lógico es que se conserve el inciso e) del 130 como está, pues obedece a razones históricas y no a derechos abstractos que bien podrían ser concretos en otros países, como en realidad lo son.
La historia mexicana nos enseña que si a la Iglesia católica, más que a otras, se le brinda el derecho de intervenir en política (en todo aquello que prohíbe el multicitado inciso), se servirá con la cuchara grande y al rato veremos a curas o monjas enseñando religión en las escuelas públicas o formando partidos políticos para explotar en las urnas los símbolos y los valores religiosos. Si por ahora se ha ganado en la Cámara de Diputados la reforma al artículo 40 constitucional, para enfatizar el carácter laico de la República, con la reforma propuesta por el senador Gómez y sus aliados terminaríamos, gracias al pueblo católico (que tal vez forma mayoría), aboliendo la laicidad y convirtiendo al Estado mexicano en un Estado confesional y dogmático, de talibanes si éstos fueran católicos.
¿Merecen libertad política quienes dijeron recientemente que sólo obedecen a Dios y que toda ley humana que se le contraponga será inmoral y perversa? ¿No fue esto lo que dijo el cardenal Rivera hace poco, el 10 de enero? ¿No fue su documento un llamado a desobedecer las leyes y a irrespetar las instituciones?
La Iglesia católica estaría de plácemes si la propuesta del senador perredista llegara a tener eco. Si con la aprobación de los diputados sobre la modificación al artículo 40 constitucional dijo que su verdadero objetivo era acallar y amordazar la voz de la Iglesia y de los ministros de culto en general (11/02/10), con la propuesta de este partido supuestamente de izquierda (¿o sólo de uno de sus senadores?) ya no podrá decir que la izquierda es siniestra, sino diestra y amiga, no sólo del PAN para fines electorales en algunos estados, sino del catolicismo organizado.
¿Por qué darles a los sacerdotes católicos todas las libertades como si fueran ciudadanos comunes y no sujetos a otro Estado y a dogmas incluso anticientíficos? Nótese que no se está hablando de católicos o de seguidores de otra fe, sino de religiosos comprometidos en cuerpo y alma
con una iglesia.
¿Qué más harán los perredistas para obtener votos y así tener prerrogativas que han perdido por haberse convertido en una patética tercera fuerza electoral?
Lejos de favorecer la libertad de creencias, la disputa contra la despenalización del aborto o el matrimonio entre parejas homosexuales (que son los temas candentes, pero no los únicos) emprendida por el alto clero católico busca imponer en la ley su propia concepción de la vida, una moral que resulta excluyente para quienes no comulgan con su fe. Es fácil advertir que a nadie se le prohíbe (menos se le sanciona) expresar opiniones, incluso cuando son contrarias a la autoridad, pero en el camino de la contestación de las políticas públicas aprobadas por los órganos legítimos del Estado, algunos prelados han llegado al extremo de cuestionar la racionalidad del laicismo, sus fundamentos legales, todo para conservar o adquirir una privilegiada posición corporativa.
Para algunos, el problema está en la ley y no en la cabeza levantisca de ciertos obispos siempre dispuestos a la restauración de los buenos viejos tiempos. Otros, como el senador Pablo Gómez proponen restablecer los derechos de asociación política y de libertad de expresión de los sacerdotes de todos los cultos religiosos
, propuesta que, en rigor, recicla las ideas que al respecto puso a circular el PCM en los albores de la reforma política que lo llevaría, finalmente, a su legalización, a una nueva fase del pluralismo en México, pero no a la rectificación de las actitudes ultramontanas de la derecha católica. Entonces se creía que tal manera de entender el laicismo era una forma de ser más consecuente
e insospechadamente demócrata que la sostenida por los demás partidos, comenzando por el PRI de muy deslavados resabios jacobinos y fuertes reflejos autoritarios, pero, sobre todo, tenía la atención puesta en la oposición panista, en el antigobiernismo que estaba en disputa, aunque, dicho sea de paso, los herederos de Gómez Morin tampoco se rasgaban las vestiduras por ver a los curas encabezando partidos o haciendo campañas, pero, al igual que hoy, asumían el derecho
de la Iglesia católica a dictar –por medio de la educación publica, el culto en la plaza o en los medios electrónicos– la visión del mundo, el código moral de la sociedad entera. La verdad es que los curas siempre se las habían arreglado para hacer política y no se inclinaron por cambiar la fachada cuando mejor interlocución tenían con el gobierno, gracias, entre otras cosas, a la actividad papal que vino a despertar al México siempre fiel
y abrió las puertas para que Salinas reformara la Constitución. Como sea, finalmente, la mayor disciplina –y la principal restricción a la actividad política de los sacerdotes– se origina en el derecho canónico, es decir, de las leyes vaticanas que rigen el ejercicio de su profesión y no se avienen, como quisiera Pablo Gómez, a la carrera por los cargos de gobierno y puestos de elección popular, aunque sí se sentirían muy cómodos realizando proselitismo electoral desde el púlpito, arropados por toda la parafernalia religiosa y con la ley… de su lado.
Tal vez en un plano general y abstracto se pueda coincidir con Bernardo Barranco, nuestro gran estudioso de los temas religiosos, en el sentido de que, desde el punto de vista de los principios que rigen la laicidad (Pablo Gómez) tiene razón: en un régimen de libertades laicas el Estado no puede impedir que un individuo o una iglesia hagan valer sus principios y visiones, incluso las políticas, en el conjunto de la sociedad. Ninguna sociedad que se aprecie democrática puede impedir que una jerarquía religiosa ejerza su derecho a posicionar su doctrina sobre la vida y principios con los que debe conducirse la sociedad
. Pero la cuestión del laicismo en México, la separación del Estado y la Iglesia católica, es un asunto histórico, constitutivo, incomprensible al margen de las condiciones que lo hicieron surgir y desplegarse desde la reforma hasta nuestros días como un componente clave del Estado nacional. El filósofo de la política, llámese o no Gómez, puede discernir en el gabinete cuáles son los alcances teóricos o morales del asunto, pero el político, por añadidura de izquierda, no puede reaccionar sin tomar en cuenta la historia, el significado concreto que en ella –y para el conjunto de libertades– adquiere la restricción de algunos derechos a los miembros del culto. En este, como en otros puntos, los derechos absolutos no existen. La inoportunidad del alegato ultrademócrata de Gómez, convalidado por el silencio de otros miembros de la bancada perredista, salta a la vista: en el texto citado, el mismo Barranco reconoce: “Creemos que en algún momento de nuestra historia se deberán derogar todo tipo de restricciones y las iglesias en México tendrán todas las prerrogativas modernas de la democracia. Probablemente no sea el momento y lo apasionado de los posicionamientos de los diferentes actores pone de manifiesto que las llagas aún están abiertas; los recelos y desconfianzas mutuas son palpables, fruto de una historia común escabrosa, cuyo dramatismo ha pasado por dos guerras fratricidas” (subrayado ASR). Si esto es así, cabe preguntarse cuál es, entonces, el objeto de darle a la jerarquía católica y al PAN tamaño obsequio, cuando apenas asimilan la aprobación, en primera instancia, del término laico
en el artículo 40 constitucional.
Al respecto, Roberto Blancarte (Milenio, 2 de marzo), otro reconocido especialista en la materia, tampoco se hace muchas ilusiones. Él cree que una posible estrategia de los obispos y senadores panistas sería entonces la de querer negociar la reforma al artículo 24 o al 130, a cambio del 40, bajo la lógica de que o avanzan las dos reformas o no avanza ninguna
. En pocas palabras, la jerarquía dejaría en el cajón –mientras se fortalece en la sociedad– el tema de la libertad religiosa
como eje de su interpretación particular del laicismo y, a la vez, cancela la reforma constitucional que le daría plena vigencia al Estado laico. ¿Alguien duda de que avanzamos?
PD. Días dolorosos han sido los recientes. Andrea Revueltas nos dejó tras completar una obra de amor y rigor intelectual. Junto con Philipe Cherón, dedicó inteligencia, generosidad y humildad a la tarea mayor de editar las obras completas de José Revueltas que la Editorial Era hizo materialmente posible. Luego, Carlos Montemayor, un sabio de nuestro tiempo. Estrella polar, su brillo ilumina la noche triste mexicana.
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