Siempre he dicho que no fue una tragedia sino un crimen de la negligencia y la corrupción.
El inimaginable sufrimiento de los 49 niños muertos y las secuelas de dolor interminable de sus padres y los otros 65 pequeños lesionados, marcados para siempre, representan una gran desvergüenza colectiva. Una afrenta para la nación. Y el más ignominioso capítulo en la historia de este país. Nada ha sido tan horrendo como eso.
De ahí la importancia del informe preliminar de la Suprema Corte de Justicia. Una investigación que no aporta datos nuevos; nada que no hubieran denunciado ya los padres o que no supiéramos los medios. Su relevancia estriba en que sea la propia Corte la que relate la infame cadena de atrocidades, abusos, omisiones y descuidos de las autoridades federales, estatales y municipales que provocaron el infierno de aquel 5 de junio.
El cerco se va estrechando sobre Juan Molinar Horcasitas, Eduardo Bours y otros funcionarios quienes por acción u omisión son responsables en alguna medida. Aunque desde entonces y ahora mismo —con argumentos ridículos— intenten ocultar la verdad. En cualquier caso, los traiciona el subconsciente. Porque no hay en sus palabras o en sus rostros ni el menor asomo de estupefacción por lo ocurrido, ni un dolor sincero por las víctimas, ni siquiera un auténtico sentimiento de conmiseración. Ambos siguen hablando del horror como si se tratara de un asunto burocrático o administrativo: la pérdida de algunos expedientes; el retraso en la línea de producción de una fábrica. El propio presidente Calderón ni por su iniciativa ni por la de sus asesores tuvo jamás ni una décima parte de la reacción habida por otros eventos en los que una o dos víctimas —con el debido respeto— eran prominentes. Aunque suene brutal, uno se pregunta qué hubiera pasado si los hechos de Hermosillo se hubiesen producido en un kínder de las Lomas. A ver, por qué el gobierno a través de la Procuraduría General de la República no ha hecho una investigación acuciosa y a fondo del caso. Por qué, en cambio, cuando se trata de quienes levantan la voz o le protestan realiza persecuciones perrunas y exige sentencias inclementes como con los de Atenco o con Teresa y Alberta.
Y a propósito de investigaciones, los señores Bours y Molinar quieren desviar tramposamente la atención hacia las facultades del Seguro Social para lo de la subrogación. Es una cortina de humo. Lo sustancial es establecer también las responsabilidades de los dueños de la guardería ABC. Por cierto, el señor Molinar habría de aclararnos si la renovación que él autorizó en 2003 fue porque entre los accionistas estaba Altagracia Gómez del Campo, quien sigue presumiendo su parentesco con la actual pareja presidencial. Para la propia presidencia calderonista sería bueno aclararlo si no quiere pasar a la historia como un gobierno que criminaliza la protesta social y le da impunidad a los poderosos. Lo dicho: una vara para medir a los ricos y otra muy distinta para los pobres. Para los mexicanos de segunda.
Después de un juicio de casi 10 meses, una resolución del Segundo Tribunal Colegiado en Materia de Trabajo en el DF del 11 de febrero ha terminado por negar al sindicato el amparo que buscaba para echar atrás una decisión de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje que, al dar por canceladas las relaciones legales de trabajo, obliga a los casi mil 100 trabajadores de Minera de Cananea —de Grupo México— a levantar la huelga, entregar las instalaciones y a aceptar tres meses de salario más 12 días por cada año trabajado. Ésa sería la liquidación final de sus relaciones con la empresa. Con esta decisión, afirma la Secretaría del Trabajo, pierde su base la huelga estallada desde julio de 2007 por la sección 65 del Sindicato Minero y “la empresa podrá contratar nuevos trabajadores o recontratar a ex trabajadores para realizar las obras necesarias para adecuar nuevamente la mina, pero con otro contrato colectivo de trabajo y con otro sindicato”.
Habrá quien ponga en duda la pertinencia de la estrategia de la sección 65 para defender a Gómez Urrutia del exasperante asedio de que es víctima. Para hacerlo, estalló una huelga en la que al parecer la exigencia de condiciones de seguridad en el trabajo se mezclaba con demandas extracontractuales que complicaron cualquier posible arreglo. Luego de casi dos años y siete meses de parálisis laboral, la población de Cananea que en mucho depende de esa explotación minera, estaba viviendo una catástrofe económica y social que reclamaba acciones.
Pero más allá de las opiniones que merezca la estrategia sindical, está el hecho de que, de nueva cuenta desde la más alta autoridad laboral, se están diseñando soluciones a la medida de la voluntad empresarial que pasan por alto —casi podemos decir que trituran— derechos que los trabajadores solían dar por descontados y sobre los cuales han basado las acciones en defensa de sus intereses.
La prolongada huelga de los mineros de Cananea era legal. Todos los intentos empresariales y de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje por declararla inexistente fracasaron, precisamente en los tribunales. Por esa razón la inventiva de los abogados patronales recurrió al artificio jurídico de solicitar la cancelación del contrato colectivo invocando la causal de “fuerza mayor”. Ésta consistió en afirmar que por la huelga y por los actos de los trabajadores “conforme a la Ley minera y su reglamento” hay razones no imputables a la empresa para cerrar la mina. La Junta de Conciliación y Arbitraje dio por buenos esos argumentos empresariales basada en un dictamen de funcionarios de la Secretaría de Economía que visitaron la mina en marzo del año pasado acompañados de representantes de la empresa.
A partir de ese dictamen en abril de 2009 la Junta ordenó la liquidación de los huelguistas. El Tribunal Colegiado, 10 meses más tarde, halla infundada la queja del sindicato y le reconoce a la Junta de Conciliación y Arbitraje todas las facultades para decidir el valor probatorio del informe de la Dirección General de Minas de la Secretaría de Economía.
La legalidad del laudo que confirmó el Tribunal será objeto de debate. Entre otras razones porque lo que nunca había sucedido en el largo, tortuoso y sucio litigio del Grupo México y el gobierno federal con el sindicato se presentó ya: la invocación de las reglas de la concesión minera que goza la empresa. Pero se presenta en un sentido inesperado, para violentar el derecho de huelga y liquidar un contrato colectivo que los trabajadores sentían a salvo.
Diversas organizaciones sindicales que habían ya planteado su alarma por la manera en que desde la autoridad laboral se toma partido por el patrón sin el menor recato, ahora se preocupan por el escenario que se construye con este tipo de resoluciones.
En estos tiempos, la causal de fuerza mayor, pensada en el artículo 434 de la Ley del Trabajo precisamente para contingencias inesperadas y excepcionales, parece empezar a convertirse en el remedio que las autoridades laborales necesitaban para disminuir las defensas de los pocos sindicatos que ejercen sus derechos y quién sabe si también en la salida falsa para reducir el lastre que a decir del secretario Lozano representa la Ley Federal del Trabajo. (El Sol de México, 18 de febrero)
No puede perderse de vista que pocos meses después de la rebuscada iniciativa de los abogados del Grupo México para Cananea que ahora triunfa en tribunales, la liquidación del contrato colectivo del SME con Luz y Fuerza fue autorizada en la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje también bajo la misma causal. Ahí, de nueva cuenta, bastó la invocación de la voluntad patronal —en este caso el gobierno federal que decidió unilateralmente la inviabilidad de la empresa— para que la Junta concediera sin chistar la procedencia de la “fuerza mayor”.
Con semejantes artificios legales será siempre difícil convencer a los trabajadores exasperados de que, para defenderse, la ley es preferible a la fuerza. No en balde el Grupo México ha vuelto a convocar al gobierno a que proporcione la otra fuerza, la pública, a la hora aplicar el laudo. Para mal de todos.
Sociólogo
¿Y qué tiene que ver esto con México? Bastante, porque las reformas del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) y el Seguro Popular (SP) están basadas en la misma concepción que, llamada Pluralismo Estructurado, fue elaborada por el economista colombiano Juan Luis Londoño y el sanitarista mexicano Julio Frenk a principios de los años 90 del siglo pasado.
La reforma colombiana, plasmada en la Ley 100, casi coincidió con la del IMSS, pero antecedió por una década al SP y los cambios a la del ISSSTE. El núcleo central del modelo es la separación entre regulación, administración del financiamiento y prestación de los servicios, en la creencia de que la competencia entre administradores y prestadores, públicos y privados, llevará a menores costos y mejor atención. Expresa la fe en el mercado como el mejor distribuidor de los recursos. La trayectoria de la Ley 100 ha demostrado lo inverso, a pesar de constantes cambios para resolver los problemas que ha causado.
A pesar de prometer cobertura universal, 15 años después de su aprobación, 12 por ciento está fuera de este seguro obligatorio. Ha generado una maraña administrativa complejísima que es muy cara e impide que el dinero llegue oportunamente para atender al usuario. La competencia entre los prestadores ha quebrado los hospitales públicos, que no pueden rechazar pacientes ni hacerse más eficientes
pagando al personal a destajo o recortando prestaciones laborales. Es frecuente la negación del servicio y decenas de miles de enfermos han ganado amparos contra esta negativa. El acceso a los servicios médicos bajó 10 puntos porcentuales entre 1997 y 2003. Pese al incremento en el presupuesto público de salud en cerca de 1.5 por ciento del PIB hay déficit crónico en el pago a los administradores y gobiernos locales, y de éstos a los prestadores de servicios.
Los decretos tienen tres finalidades importantes: garantizar la rentabilidad económica a los empresarios de salud; restringir los servicios del paquete obligatorio de salud (POS) para lograr la cobertura universal, y obligar a los asegurados a pagar los servicios no-POS aun a costa de su vivienda, ahorro para el retiro o mediante un préstamo, subsidiando sólo a los pobres.
El primer tema todavía no tiene actualidad en México porque no hay administradores privados de fondos y los prestadores privados no son importantes, pero no debe ignorarse porque están previstos en la legislación del IMSS, ISSSTE y SP.
El recorte del paquete de servicios para lograr cobertura universal
está en la agenda del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo. Se puede objetar que no concierne a México, porque los servicios médicos del IMSS e ISSSTE no tienen restricciones y el CAUSES del SP está creciendo. Al respecto cabe recordar que la legislación de ambos institutos de seguridad social obliga a constituir reservas actuariales intocables y techos presupuestales inamovibles con el inevitable desfinanciamiento, que sólo puede solucionarse restringiendo los servicios. Esto quiere decir que los derechohabientes tendrían que pagar los servicios excluidos o comprar un seguro adicional, público o privado.
El caso del SP es distinto, ya que está restringido desde su inicio y sólo ampara servicios básicos y unos cuantos de alto costo. Aun así el SP ha dejado de hacer estudios actuariales sobre los costos reales del CAUSES y la Auditoría Superior de la Federación observó en 2007 que el Seguro Popular tendrá un déficit creciente de miles de millones de pesos. Al juntar la insistencia de portabilidad
entre el IMSS, ISSSTE y el SP con la falta de recursos para sostener los servicios garantizados en los tres seguros, se concluye que pronto nos veremos en el espejo colombiano: con menos servicios y un seguro adicional. Y allí entran en escena las aseguradoras privadas.
En 2010 el equipo económico de Calderón se ha propuesto como prioridad equilibrar las finanzas públicas. Gracias a los acuerdos parlamentarios de PRI y PAN los legisladores aceptaron esencialmente el planteo fiscal del gobierno, con el resultado de que para el primer mes del año se ha incrementado la recaudación 14.9 por ciento en términos reales, con lo que se obtuvieron 150 mil 4 millones de pesos, la más alta cifra mensual para los impuestos no petroleros. Si a esto le sumamos la mejora en el precio del petróleo, resulta que las finanzas públicas muestran en enero un superávit de 6 mil 370 millones de pesos, que contrasta con el déficit de enero de 2009 de 19 mil 26 millones de pesos.
El grueso de esta mejora proviene de los contribuyentes quienes, por obra y gracia de la alianza parlamentaria PRI-PAN, han entregado al fisco recursos que habrían podido utilizar para defenderse de mejor manera de las dificultades con las que ha arrancado este año, entre las que se cuentan los incrementos en los precios de los artículos de la canasta básica, en bienes y servicios públicos esenciales y las reducciones en las remesas recibidas. Por el efecto de la recesión en Estados Unidos el número de remesas que reciben las familias mexicanas se ha reducido de 5 millones 733 en 2007 a 4 millones 478 en el primer mes de 2010. Además de que un millón 255 familias ya no reciben estos recursos de sus familiares, a los que aún les llegan el monto mensual recibido ha disminuido de 350 a 295 dólares.
A estas dificultades debe añadirse el incremento en las tasas de interés cobradas en los créditos al consumo, hipotecarios y a las empresas productivas y comerciales, que han castigado los recursos disponibles de familias y pequeños empresarios. El comienzo de este año, además, ha documentado un aumento en la tasa de desempleo de poco más de un punto porcentual, al pasar de 4.8 por ciento en diciembre a 5.87 en enero, comparado con enero de 2009, cuando la tasa fue de 5 por ciento, lo que da cuenta de un deterioro importante del mercado de trabajo formal. En términos absolutos esto significa que alrededor de 930 mil personas se encontraban buscando empleo sin encontrarlo.
Para muchos mexicanos la crisis no sólo no ha terminado, sino que se está intensificando. Para el gobierno de Calderón, sin embargo, los indicadores relevantes no son los sociales, sino los registros estadísticos de la producción que dan cuenta del comienzo de una recuperación que, por lo demás, parece sensiblemente menor a lo que se requeriría para revertir los daños que ha causado el peor resultado económico en 77 años. Esta insensibilidad social y su reconocida torpeza económica les lleva a persistir en incrementar los ingresos públicos, cuando lo que se necesita es exactamente lo contrario: liberar recursos fiscales para buscar que la recuperación tenga efectos positivos entre el grueso de la población.
Consolidar la recuperación no es que la producción crezca y la gente siga sin empleo y con salarios con una capacidad adquisitiva que se deteriora continuamente. Recuperar la economía es compensar a las familias que ya no reciben remesas, complementar a las que aún recibiéndolas y ya no les alcanza para una vida digna, generar empleo para quienes carecen de él. De eso se trata cuando se gobierna. Este gobierno, por supuesto, no lo hará. Parafraseando la pregunta del personaje de Vargas Llosa, cuando nos pregunten: ¿cuando se jodió México?, contestaremos que en el gobierno de Calderón.
¿O acaso significa este desplazamiento de la seguridad en nuestras preocupaciones que nos estamos acostumbrando a la violencia, como nos hemos habituado a la corrupción, de manera que el tema difícilmente figura en el repertorio de asuntos de interés público? ¿Debe el gobierno reconsiderar la prioridad que ha otorgado a la guerra contra el narcotráfico, a la luz de la pérdida de importancia relativa del tema en la opinión pública?
Algunos periodistas han cuestionado la urgencia que el gobierno ha atribuido al problema del narcotráfico. Se ha puesto en tela de juicio la eficacia de una estrategia que parece devorar de manera descontrolada los limitados recursos de que dispone el Estado para este combate, y que incluso lo ha ampliado hasta afectar nuevas regiones, y a personas completamente ajenas a estos ilícitos. Asimismo, hay quien duda de las dimensiones que el gobierno atribuye a las redes de producción y tráfico de estupefacientes, y llega casi a sugerir que la determinación del presidente Calderón de atacar ese problema desde el inicio de su gobierno era en realidad una estrategia de fortalecimiento político, destinada a compensar las debilidades que proyectaba una elección de dudosos resultados. Desde esta perspectiva, el objetivo primordial del combate contra el narcotráfico que emprendió Felipe Calderón cuando asumió la Presidencia de la República habría sido ganar credibilidad como jefe del Ejecutivo, y distraer la atención de la opinión pública de los problemas que acompañaron el recuento de los resultados electorales de 2006. Parece que quienes así ven la estrategia gubernamental, la reducen prácticamente a una operación de relaciones públicas.
La eficacia de la estrategia gubernamental, en particular la participación del Ejército, es debatible. No obstante sus riesgos, habría que preguntarse de qué instrumentos disponía Calderón en 2006 para enfrentar un reto cuya magnitud otros gobiernos no reconocieron, a pesar de que ya cobraba muchas vidas, había deformado la explotación agrícola en varias regiones del país, corrompido a muchos funcionarios, miembros del Ejército y de las policías, erosionado el tejido social. Por ejemplo, el presidente Vicente Fox, de triste memoria, tomó frívolas decisiones de reorganización administrativa, una de cuyas consecuencias fue el desmantelamiento de buena parte del aparato de seguridad del Estado –ya de por sí pobre, ineficiente y mal entrenado–. Durante su gobierno las operaciones de los narcotraficantes se extendieron alegremente, y convirtieron el país en un palenque para la delincuencia organizada. (Tal vez de ahí le vino la inspiración al ex presidente para convertir el Centro Fox
que quiso nacer como un claustro de estudio, en un centro de diversiones.) Lo cierto es que fue sobre todo para responder a las presiones del gobierno de Estados Unidos que, por fin, el gobierno de Fox dedicó atención al problema, aunque demasiado tarde. La primera tarea de su sucesor era reconstruir instituciones y reclutar personal especializado para asumir las tareas de seguridad pública de las que parecía haber abdicado el Estado, pues entre los descuidos de Fox y la labor destructiva del propio crimen organizado –que empezaba por la corrupción de funcionarios–, el sistema de seguridad se había colapsado. Uno se pregunta qué habría pasado si Vicente Fox y sus allegados en el gobierno hubieran tomado en serio el problema del narcotráfico, antes de que Washington se los hiciera notar. ¿Estaríamos enfrentando un problema de las dimensiones que ha adquirido en los últimos 12 meses? ¿Realmente el gobierno de Calderón puede hacer caso omiso de la guerra entre delincuentes, dejar que salden sus cuentas entre ellos, y mirar en otra dirección?
El narcotráfico es como la humedad. Se extiende primero casi imperceptiblemente y sin descanso hasta cubrir amplias zonas de la vida económica, social y política. Dejarlo que crezca como si se tratara de un asunto privado, cuyo crecimiento no es responsabilidad del Estado, es una ingenuidad, por decir lo menos. Lo cierto es que hoy en México el narcotráfico es el principal foco de inseguridad pública. La recuperación de la tranquilidad de muchas familias pasa por la extinción de esta luz perversa y cruel que distorsiona nuestra realidad. El Estado tiene la obligación de garantizar esa tranquilidad.
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