Editorial La Jornada.
El episodio comentado es una muestra clara de la falta de principios, de escrúpulos y de ética que caracteriza a la clase política nacional en el momento presente. Más allá del espectáculo lamentable y vergonzoso que han protagonizado en las últimas horas las dirigencias priísta y panista –consagradas ahora al intercambio de acusaciones y a los reproches mutuos–, la suscripción de dicho acuerdo permite ponderar hasta qué punto los protagonistas de la negociación están dispuestos a transgredir el decoro institucional y las fronteras ideológicas y políticas de sus respectivos institutos partidarios en beneficio de los intereses de facción.
Ciertamente, las conductas de este tipo son cada vez menos sorprendentes. El PRI es un partido acostumbrado a la realización de maquinaciones oscuras y a los revanchismos internos y externos. Para el PAN el episodio deriva en otro golpe demoledor a su imagen y credibilidad –de por sí maltrechas–, no sólo por cuanto confirma qué tan alejado se encuentra de la práctica de la transparencia –la cual fue una de sus principales banderas en sus años en la oposición–, sino porque lo exhibe como un partido que requiere de los favores de otro instituto político para maquillar su propia ineficacia administrativa y gubernamental. Es inevitable recordar, a este respecto, el acuerdo entablado en 2003 entre el ex presidente Vicente Fox y la entonces secretaria general del tricolor, Elba Esther Gordillo, para que la segunda respaldara la aprobación de una miscelánea fiscal impopular y lesiva para los intereses de las mayorías –la cual fue finalmente rechazada– y que concluyó con la salida de Gordillo de la coordinación de la bancada priísta en San Lázaro.
Desde otra perspectiva, el episodio comentado plantea un escenario por demás desfavorable para el Ejecutivo federal. Si es verdad, como sostuvo ayer el titular de Gobernación, Fernando Gómez Mont, que Felipe Calderón no supo del acuerdo referido sino hasta enero pasado, entonces es evidente que el político michoacano carece de interlocutores confiables al interior de su propio gobierno y de su partido; si, por el contrario, tales aseveraciones resultasen falsas, quedaría en evidencia que el actual ocupante de Los Pinos buscó –o al menos avaló– el apoyo parlamentario priísta para sacar adelante su proyecto impositivo, lo cual sería indicativo de la soledad y la debilidad política que acusa la Presidencia de la República, de por sí marcada por un déficit de legitimidad desde su origen.
Sea como fuere, queda claro, con la salida a la luz pública del intercambio pactado por PAN y PRI, que esas fuerzas políticas no están dedicadas a la búsqueda y la construcción de políticas positivas para el país, la economía y las finanzas públicas; en el caso que se comenta, el primero trató de idear disposiciones convenientes para saldar el costo fiscal del Estado sin afectar los intereses empresariales y financieros nacionales e internacionales, en tanto que el segundo persiguió proteger sus capitales políticos y al más adelantado de sus precandidatos presidenciales. El país y sus habitantes, en suma, asisten con esto a la revelación de una negociación facciosa y un engaño en perjuicio de los intereses nacionales.
No es la primera vez que sucede. En Chiapas, en Nayarit y en otros estados, coaliciones similares han gobernado sexenios enteros guiadas por la retórica de que el peor de los males es un gobierno dominado por los caciques del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Los efectos y los resultados han sido disímbolos. Por lo general, la ancestral habilidad de los jefes políticos locales ha logrado capitalizar en su favor la gelatinosidad de estas alianzas para retornar el poder y recuperar el gobierno. Y por el contario, los cacicazgos han acabado fortaleciéndose. En pocas palabras, los saldos de esos gobiernos híbridos han sido inciertos: no han mejorado la eficacia gubernamental ni han disminuido el poder de las clientelas tradicionales, y sí en cambio han contribuido a desdibujar las identidades (y con ello las expectativas) de sus protagonistas. Digamos que hasta ahora, la hibridación política ha traído más facturas que dividendos. Este es el humo, ¿pero cuáles son las señales? ¿Existe acaso alguna novedad que haya modificado este panorama? Sí y no.
La designalización política. Hoy la definición del PRD como una formación de izquierda se ha vuelto cada vez más impredecible (o, si se quiere, compleja). Su retórica se acerca ya a la del nacionalismo revolucionario, y sus prácticas se asemejan gradualmente a las tradicionales maquinarias del partido tricolor. El PRD se negó a despriízarse, sin siquiera heredar el know how de los priístas para defender sus bastiones. No tiró el niño con el agua; sólo se quedó con el agua. Sin embargo, en la disputa por las identidades políticas, ocupa esa franja que ha hecho posible territorializar el imaginario público en un ámbito en torno a los paralajes definidos por la defensa de la soberanía del cuerpo: la posibilidad del aborto legal, la unión libre sin discriminación de géneros, el derecho a la eutanasia, etcétera. Y ese es precisamente uno de los distintivos de la izquierda de nuestros días. El PRD se despliega así en espacio un híbrido: una amalgama entre lo viejo y lo nuevo sin un rumbo que defina enunciados calculables. El sesgo a la izquierda está en él, digamos, latente. En esta esfera, la política de alianzas demarca un renglón particularmente sensible. Si su propósito no es (ni puede ser en las circunstancias actuales) la eficacia gubernamental, su sentido sólo puede ser el del remake (un nuevo rostro, un nuevo maquillaje) de los órdenes simbólicos en los que se anclan sus expectativas. Es aquí donde la política deviene una disputa por el signo como una práctica relevante para propiciar dividendos incluso para la propia sociedad.
El álgebra de los símbolos. El dilema central es que ese cálculo simbólico se rige hoy por un fenómeno más general, que es la implosión de la relación entre el espacio de representación y las expectativas de lo representado. En palabras más sencillas: nadie sabe ni puede saber qué representa quién dice representar una opción política. Un momento extraordinariamente delicado en procesos, como los que vivimos, de mutación institucional. Benjamín Meyer ha definido este momento, con su acostumbrada originalidad, como un proceso de desimbolización política. Una realidad que marca una ruta de máxima alerta o riesgo para la sustentabilidad de la sociedad política en general. En este contexto, una fuerza que cuenta ya con una latencia de izquierda (aunque en general no alcance su estabilización) podría acometer el esfuerzo de resistir a esta desimbolización (por su propio bien y el de la sociedad en general).
La política de alianzas no tiene por qué basarse en un catálogo de peticiones de principios. Política es política, y pedir a los partidos que no luchen por el poder equivaldría a pedir que dejaran de ser partidos políticos. La pregunta es cómo hacer de la hibridación un proceso de resimbolización que redunde en dividendos contables. Todo este dilema desemboca en medidas muy prácticas y simples. ¿Por qué no hacer de la estrategia de alianzas una umbral de negociación pública de las señales que hoy signalizan efectivamente a la esfera política? Se podría, por ejemplo, hacer depender esas alianzas de negociaciones y concesiones programáticas y fácticas. La más visible (y la más urgente) se encuentra en las iniciativas sobre seguridad pública, y que ya son un reclamo prácticamente social. Exigir que esas alianzas tuvieran como límite el compromiso de Acción Nacional (que no necesariamente del Poder Ejecutivo que hoy encabezan sus miembros) para reclamar que el Ejército vuelva a los cuarteles y cese el estado de excepción que impera en tantas partes del país podría justificar con amplitud los riesgos de la hibridación.
A fines de los 60 se hablaba del “dilema mexicano” en dos vertientes: la modernización política por la superación del Estado patrimonialista y corporativo y nuestra inserción plena en la economía y el comercio mundiales. Del otro lado: la profundización de las reformas sociales y la prolongación del nacionalismo económico como plataformas de despegue.
No acertamos a encaminar la transición hacia la democracia y convertimos un autoritarismo compacto en impunidad desbocada. Nos abrimos al exterior bajo premisas asimétricas en desmedro del desarrollo interno y nos insertamos en la globalidad por vía de la subordinación y la progresiva desintegración de los componentes nacionales.
Hay extendida conciencia de que hemos llegado a una situación límite y nos obsede la gravitación de la memoria: la certeza de que el bicentenario es una cita implacable. Quienes habíamos propuesto su festejo por el establecimiento de un gobierno de unidad nacional —tras la revocación del Ejecutivo— fuimos agredidos, aunque ahora el clamor popular por la renuncia vaya en ascenso.
El debate pretende ser confinado a la precaria iniciativa de Calderón y a las respuestas de sus contrapartes senatoriales. En la Cámara de Diputados la izquierda ha presentado un proyecto alternativo que comprende las grandes cuestiones del Estado: la recuperación de la soberanía, los derechos humanos y la justicia, la democratización verdadera, la reforma social y el cambio del modelo económico.
Los ámbitos de discusión no son exclusivamente parlamentarios. A las universidades les importan el extravío de la identidad nacional y los síntomas alarmantes de la decadencia; a los actores económicos y sociales la pérdida irreparable de espacios y seguridades; a los jóvenes, la ausencia de destino. A todos, la impotencia colectiva.
Voceros oficiosos proponen adelantar el 2012 por una discusión en apariencia programática: “un futuro para México” lo llaman y ellos mismos contestan: la ampliación del TLC a todos los dominios. En vez de la “enchilada completa”, el hot-dog obligatorio: la anexión de México a Estados Unidos, en el supuesto de que éste la quiera.
El proyecto de unidad de América Latina y el Caribe aderezado en la cumbre de Cancún pareciera caminar en sentido opuesto. Encierra para nosotros una opción de integración hacia el sur y depende en buena medida de las decisiones que México adopte el ritmo y naturaleza del proceso iniciado.
La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños tiene aún contornos institucionales indefinidos y tiempos diversos de coagulación. Las propuestas formuladas son de tres niveles: la consolidación de un foro común y por tanto la desaparición del Grupo de Río, la creación de un “mecanismo” regional o bien la construcción de un organismo supranacional.
Los más avanzados se pronunciaron por la tercera hipótesis, a sabiendas de sus enormes dificultades, pero también de los organismos multilaterales preexistentes que podrían fundirse mediante una voluntad política clara. La mayor parte se conformaría por ahora con un arreglo institucional que permitiese avanzar seriamente hacia un estadio superior.
Ésa sería la posición promovida por el Brasil, a quien podríamos atribuir la paternidad de la criatura. Durante más de un decenio nuestra diplomacia vio con recelo los progresos del Mercosur y luego del Unisur, que excluían a México. Sería incongruente que hoy no empujásemos una propuesta que nos incluye de modo preponderante.
La ambivalencia de nuestra posición —que se expresa en relaciones dicotómicas entre Los Pinos y la Cancillería— obedece al vaciamiento del Estado y a la incapacidad de sus dirigentes para generar un nuevo consenso nacional. Les aterra la acusación falaz de que pretendemos enterrar a la OEA y alejarnos de Norteamérica.
La definición de una política exterior de largo plazo y de sus instrumentos constitucionales pasa al centro del debate público. Cómo recuperar el ejercicio de una soberanía dañada y compartirla con aliados históricos. He ahí la síntesis del dilema.
Diputado federal (PT)
Pero si se trata de apoyos, el tema crucial del momento ha sido el acuerdo escrito –para evitar una coalición opositora en el estado de México– entre los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN) y los gobiernos federal y estatal representados por sus respectivos secretarios de Gobernación. No deja de ser paradójico que quienes llamaron contranatura a las alianzas electorales entre el Diálogo para la Reconstrucción de México (Dia) y el PAN, anunciadas y formadas a la luz pública con propósitos explícitos y conducentes a la alternancia democrática, se vean envueltos ellos sí en acuerdos en lo oscurito que con mayor propiedad podrían ser llamados antinatura. Este acuerdo implica el intercambio de apoyos legislativos del PRI a iniciativas presidenciales a cambio de la inactividad partidista del PAN para evitar poner en peligro la hegemonía tricolor en el estado de México.
Llaman la atención tres hechos. Uno: el ejercicio del chantaje político como forma de acceder al poder que ha exhibido la cúpula priísta. Dos: el cortoplacismo en el que se ha colocado el gobierno federal, al acceder con total inocencia a un acuerdo que de haberse llevado a cabo implicaba resolver un problema presupuestal a cambio de prácticamente entregar el poder en un estado crucial para el futuro del país. Y tercero: el enorme desprecio a los intereses de la ciudadanía mostrado por un sector importante de la clase política. Miren que intercambiar cacicazgo político a cambio de aumentar los impuestos. ¡Qué vergüenza!
Por otra parte las iniciativas de reforma política presentadas por el PRI y el Partido de la Revolución Democrática en respuesta al enviado por el presidente Calderón expresan las distintas dinámicas excluyentes que han llevado hasta el momento a la parálisis política. El mensaje central de las fuerzas políticas es que las grandes reformas –en función de las distintas visiones que las animan– aguardan una mayoría monocolor.
Estos acontecimientos me recuerdan las novelas de Leonardo Sciascia, el biógrafo no sólo del poder mafioso italiano, sino del poder tout court. De su obra resalta El caso Aldo Moro, un análisis a partir de fuentes documentales de la dinámica que llevó al principal político italiano de los años 70 del siglo pasado, Moro, de la convocatoria a un compromiso histórico entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, a su secuestro por parte de un grupo terrorista, a la actitud indolente y finalmente cómplice de la cúpula democristiana.
Todo Modo, novela clave de este autor siciliano, se desarrolla en un monasterio convertido en hotel administrado por el padre Gaetano, quien dirige una serie de retiros espirituales a los que asiste un buen número de políticos, empresarios, comunicólogos y administradores públicos. La clave de la novela está en el comienzo, cuando el pintor agnóstico cronista de esta novela compara el universo kantiano, una cadena de causalidades suspendidas de un acto de libertad
, con el universo pirandelliano, una diuturna esclavitud en un mundo sin música, suspendido de una infinita posibilidad: la intacta y apacible música del hombre solo
. La trama transcurre en medio de tres asesinatos. Pero la discusión más profunda, después de un diálogo entre el comisario que investiga los crímenes y el pintor, es resultado de su propio soliloquio: eran muchas las cosas que había perdido de vista, los cambios de los que no me había dado cuenta. Y no sólo yo: toda la gente que encontraba cada día se hallaba en idéntica condición: ministros, diputados, profesores, artistas, financieros, industriales: lo que suele llamarse la clase dirigente. ¿Y qué dirigía en realidad? Una telaraña en el vacío, la propia y frágil telaraña, aunque sus hilos fueran de oro
.
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