2/22/2010



Juárez, Freud y los hijos de puta

Carlos Fazio
Cuando el 11 de febrero, Luz María Dávila, madre de dos jóvenes ejecutados por un comando paramilitar en el fraccionamiento Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, increpó de manera personal a Felipe Calderón, lo llamó mentiroso por haber afirmado que sus hijos y otros 13 muchachos víctimas de la matanza eran pandilleros. Otra mujer, Patricia Galarza, le pidió que sacara al Ejército de la ciudad. Padecemos una guerra que nunca pedimos, dijo. Por respuesta, Calderón señaló que los soldados permanecerían allí.

Era la primera puesta en escena del foro Todos somos Juárez, y la ira de una sociedad agraviada le estalló en la cara a Calderón. El montaje mediático resultó un tiro por la culata. El mea culpa presidencial no fue suficiente. La retractación de Calderón sobre su afirmación inicial, cuando tipificó la matanza como un pleito entre pandillas, fue tibia, con rodeos. Como para que quedara constancia de que pidió disculpas si acaso ofendió a las víctimas y sus deudos, pero sin asumir responsabilidad. El hombre mejor informado de México, a la sazón abogado constitucionalista, nunca rectificó que había hecho una aseveración condenatoria absoluta y totalmente falsa, sentenciando ipso facto a los jóvenes asesinados como pandilleros, sin asumir siquiera la presunción de inocencia… ¡de las víctimas!, mientras quedaran pendientes las investigaciones criminológicas. El manido recurso del poder, tan propio de la dictadura del general Videla en Argentina ante el exterminio de civiles: Por algo será. En algo estarían. Igual que fincar la responsabilidad del delito en las víctimas de los feminicidios. De los juvenicidios ahora. La culpa es de los juarenses. El débil siempre tiene la culpa.

Las palabras de Luz María Dávila, la madre coraje que le negó la bienvenida al Presidente en Ciudad Juárez, desplazaron de los medios la demagogia oficial y en los días subsiguientes el gobierno se vio obligado a montar un operativo de control de daños por interpósita persona. El alegato más sonado fue el del intelectual Héctor Aguilar Camín, entrevistado y amplificado un par de veces, de manera aprobatoria, por Ciro Gómez Leyva. Aguilar Camín admitió que el Presidente se equivocó al precipitarse y acusar a los jóvenes de pandilleros. Pero externó su desacuerdo con que le reclamaran a Calderón por los muertos: “Como si él, o Gómez Mont, o el Ejército (…) hubieran matado a esos muchachos (…) Los asesinos son los asesinos (…) ¡El gobierno no mató a los muchachos de Juárez, los mataron esos hijos de puta! ¡Ésos son los hijos de puta! ¡Volteémonos contra ellos! (…) Los hijos de puta son los hijos de puta”.

Más allá de las tautologías empleadas que poco esclarecen, a Aguilar Camín podría aplicársele el término de negación (Verneinung) propuesto por Sigmund Freud en 1925, para caracterizar un mecanismo de defensa mediante el cual el sujeto expresa de manera negativa un deseo o un pensamiento cuya presencia o existencia niega. En términos metasicológicos, Freud lo explicó a partir de la frase de una paciente: Me pregunta usted quién puede ser esa persona de mi sueño. Mi madre, desde luego, no. Se trata seguramente de la madre, apunta Freud, quien prescinde de la negación y acoge tan sólo el contenido estricto de las asociaciones. En la frase no es mi madre (ergo, no fue Calderón ni el Ejército), lo reprimido era reconocido de manera negativa, sin ser aceptado. Según el Diccionario de Psicoanálisis, de Roudinesco y Plon, la denegación es un medio para tomar conciencia de lo que se reprime en el inconsciente.

A la frase ¡El gobierno no mató a esos muchachos, los mataron esos hijos de puta!, podría aplicarse el criterio freudiano de no vayan a pensar que fue el gobierno. Si no fue Calderón o el gobierno, por qué lo desmiente: Aclaración no pedida, confesión de parte. Pero además, en términos maniqueos, Aguilar Camín llama a los juarenses a voltearse contra los asesinos; propone canalizar la ira contra esos hijos de puta, que no están, dice, en filas gubernamentales. Lo que podría remitir al clásico de Montiel: Las ratas no tienen derechos humanos. A las ratas hay que exterminarlas. Y aquí, más allá de las percepciones, la cosa se complica.

El segundo visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua, Gustavo de la Rosa, afirma que los violentos actúan bajo la protección del Estado. Además, él y Edgardo Buscaglia hablan de escuadrones de la muerte y grupos de limpieza social. Y según Clara Jusidman, las víctimas civiles de Ciudad Juárez lo son de una guerra entre dos mafias por el control del territorio, cada una apoyada por miembros de la clase política y de las fuerzas de seguridad y de justicia. Un juarense declaró que sufren la violencia de tres cárteles: “el de los policías, el de los soldados y el de los narcos”.

Patricia Galarza le dijo a Calderón que la tortura se aplica en Chihuahua como medio sistemático de investigación. Que se pueden documentar mil casos de desaparecidos, torturados y ejecutados extrajudicialmente por miembros del Ejército o fuerzas federales. Calderón sólo admitió abusos. Lo cierto es que con el Operativo Conjunto Chihuahua hubo un escalamiento del conflicto, que se transformó en una guerra urbana de tipo contrainsurgente, remedo del modelo Medellín contra la Comuna 13, en 2002.

En Medellín se aplicó un modelo de agresión criminal contra la comunidad, que arrasó con el tejido social por la vía de la fuerza militar y jurídica, y derivó en un Estado paramilitar. Como señaló el jurista italiano Luigi Ferrajoli, en un estado de derecho no hay enemigos, sino ciudadanos, que podrían ser delincuentes. “Sacar a los soldados a la calle es una respuesta demagógica (…) la lógica de la guerra alimenta la guerra”.

Hay un límite
León Bendesky

La señora Luz María Dávila, llena de pena, frustración y rabia, habló de frente al presidente Calderón en Ciudad Juárez. No se puede pasar por alto lo que ahí sucedió, ni menos aún lo que representa.

La sociedad juarense está profundamente lastimada y desgastada desde hace mucho tiempo, la historia la sabemos todos y, salvo esfuerzos loables pero insuficientes, se ha volteado la mirada a otras partes, como si a los demás nos fuese ajeno.

La situación de Ciudad Juárez marca un camino ominoso para todo el país: mujeres asesinadas durante años, guerra del narcotráfico, matanzas impunes, militarización. Y la degradación y desasosiego se replica en otras partes, de muy diversas maneras pero, eso sí, notorias. Ninguna puede pensarse como menos mala que otras. Los grados de la violencia no se pueden medir como la temperatura en un termómetro, o la fuerza de un terremoto en el sismógrafo.

Cada hecho de violencia es único para quien la padece. Socialmente es otra cosa, el malestar cala hasta los huesos, la impotencia se acumula y no sabemos cómo se procesa, puede hasta tomar la forma de un cinismo malsano. La violencia y la inseguridad reinantes destruyen los modos más elementales de la armonía social, esa que da más lugar a la variedad y, así, va más allá del concepto de cohesión que hoy está en boga entre políticos, sociólogos y economistas.

La confrontación de la señora Dávila con el presidente muestra la claramente la disonancia que se ha instalado en esta sociedad. Por supuesto que debe haber sido un momento muy difícil para Felipe Calderón como persona y como jefe de Estado. Sentado junto a su esposa y siendo cuestionado sobre cómo se rebelaría él ante un hecho como aquél. Reaccionó como pudo y me parece que en un momento así no hay mucho más que decir, hasta por decencia.

La señora Dávila fue contundente, reclamó respeto y justicia ante su pérdida, y señaló abiertamente la debacle de la existencia en su ciudad. El presidente no podía ser bienvenido por ella; nadie de un séquito oficial como el que le arropa y ante el que ella se impuso podía serlo.

El presidente se equivocó con la familia Dávila, erró con todos nosotros al calificar los homicidios como cosa de pandillas. Ha errado hasta ahora en su estrategia de combate a la violencia, la que brota del narcotráfico, el desempleo, la caída del nivel de vida de las familias, la falta de oportunidades, la corrupción y el autoritarismo.

Yerra al mantener la misma visión de las políticas públicas que no ofrecen ya nada para la mayoría de la gente. Yerra en sus componendas políticas con otros partidos desdibujando cualquier forma de liderazgo efectivo ante una enorme crisis política, económica y ética de la cual parece más una parte que una posible alternativa.

Pero volviendo al terreno personal de un presidente confrontado por quien menos se esperaba, una mujer sola y como la inmensa mayoría de las que hay en el país. Esas mujeres que son las que hacen finalmente la historia, aunque se sigue creyendo que es obra y trabajo de los políticos.

Pero no hay líderes. Hay quienes sólo aprovechan las oportunidades de un sistema político y económico cerrado y protegido y cada vez más caduco y dañino. Aquí no se ofrecen ideas y alternativas, sino que se consiguen prebendas en las cosas públicas, los negocios, los medios de comunicación y hasta en lo que en general es una pobre y sosa práctica intelectual.

El presidente Calderón escuchó sorprendido y lastimado a la señora Dávila, eso era evidente. Al final le aplaudió como en un acto instintivo. Me hubiera gustado que se levantara y con su séquito despidiera con todo respeto a esa mujer. Otra vez es comprensible su reacción. Me hubiera gustado que le respondiera como persona primero y, siempre como político y presidente. Que le dijera que, en efecto: tenía sus manos llenas de sangre de los jóvenes asesinados, de los inocentes muertos en años de violencia que van más allá de su gobierno.

Podría haberle dicho que en estricto sentido él debería renunciar junto con todo su gabinete, pero que no se iba a dejar vencer: que, como dijo Churchill: “Nunca nos vamos a rendir (We shall never surrender)”. Le podía haber dicho de frente, como ella lo hizo, que él es el responsable pues logró llegar donde está. Pero la dejó ir, sola como había llegado: con su bolsa al hombro y cargada con su pena.

Si Kennedy dijo en 1963 que hace dos mil años se jactaban orgullosamente de civis Romanus sum, hoy en el mudo libre esa jactancia es Ich bin ein berliner. Sí, le podría haber dicho a la señora Dávila, y junto a ella a todos, desde Tijuana hasta Tapachula: Soy un juarense.

La insurrección en curso

Gustavo Esteva

Se multiplican las agresiones a los pueblos: Chiapas, Cananea, Juárez. Es un estado de cosas insoportable que aparece como clara expresión de la incompetencia política, la corrupción estatal y la compulsión reaccionaria que padecemos, las cuales se profundizan junto con la degradación moral de las clases políticas. Pero es también, acaso, manifestación de una estrategia que busca abortar la insurrección en curso.

El Comité Invisible, un colectivo francés imaginario, publicó hace un par de años L’insurrection qui vient (Google aporta versiones pobres en español e inglés). Al leer este libro fascinante y examinar las verdades necesarias que establece, no puedo evitar la impresión de que la insurrección que viene ya llegó. No sé si en París, pero sin duda en Oaxaca, en Chiapas, en México. Estamos en ella.

No se anuncia con fanfarrias. No consiste en marchas, plantones, manifiestos o proclamas. Elude movilizaciones colgadas de líderes y lemas. No apela a las armas, aunque puede apoyarse en la autodefensa armada. Se encuentra en todas partes y en ninguna; desde cualquier posición, en el lugar en que se encuentre, la gente impulsa con dignidad y coraje sus formas propias de vida. Hay quienes lo hacen por razones de estricta supervivencia. Otros apelan a antiguos ideales. Todos desafían radicalmente el estado de cosas, el sistema dominante, el régimen político y económico que ha llevado a la catástrofe actual. Se ocupan, ni más ni menos, de generar nuevas relaciones sociales y políticas, más allá de la explotación económica y del control político o policiaco. Esta rebelión de los descontentos es también la insurrección de los saberes sometidos y las imaginaciones reprimidas que saben llegado el momento de la verdad.

Habrá que hablar de ella, aprender a verla, de-velarla. El libro La insurrección que viene contribuye a esa tarea. Sus redactores no son sus autores, aclara el Comité Invisible. Han puesto algo de orden en lugares comunes de la época, lo que se murmura en las mesas de los cafés o tras las puertas de los dormitorios. No han hecho sino precisar las verdades necesarias, las que ante el rechazo general llenan los hospitales siquiátricos y las miradas compasivas. Son los escribas de la situación. El privilegio de las circunstancias radicales es que la precisión conduce en buena lógica a la revolución. Basta decir lo que tenemos ante nuestros ojos y no eludir las consecuencias. Y es esto, en realidad, lo más difícil. Reconocer con entereza la gravedad del estado de cosas y enfrentar a pie firme lo que eso significa.

El libro empieza con una provocación que describe muy puntualmente lo que pasa entre nosotros: “Desde cualquier ángulo que se le observe el presente no tiene salida. No es la menor de sus virtudes. Quita todo sostén a quienes se empeñan en esperar a como dé lugar… Todo mundo sabe que las cosas no pueden sino ir de mal en peor. ‘El futuro no tiene porvenir’ expresa la sabiduría de una época que ha llegado, como si fuese extrema normalidad, al nivel de conciencia de los primeros punks… Pero el impasse actual, perceptible en todas partes, en todas partes es negado.”

Necesitamos aprender a ver, con ojos menos empañados, lo que la gente común está haciendo ante las dificultades del día, ante esa perspectiva cada vez más oscura. Necesitamos reconocer los rasgos de esta insurrección que hasta ahora ha resultado invisible. Pero antes aquilatemos el significado de lo que está ocurriendo. Chiapas y Cananea tienen un signo común: son provocaciones abiertas, tratan de inducir un comportamiento específico. Se busca con ellas intimidar hasta la parálisis o bien estimular reacciones descontroladas y agresivas. Estas reacciones permitirían dar apariencia de justificación al aplastamiento policiaco que se intenta realizar, el cual podría conducir más temprano que tarde a una especie de guerra civil que pudiera abortar la insurrección.

Ésa sería la estrategia. Provocar alguna forma de violencia popular espontánea y caótica. Que la gente, harta de tanta provocación o de los callejones sin salida a los que se la conduce continuamente, estallara sin orden ni concierto. Se estarían buscando pretextos para profundizar el autoritarismo actual y llevarlo hasta el punto en que fuera capaz de evitar que la insurrección se ampliara y profundizara hasta cumplir su destino: liquidar sin violencia el régimen dominante.

Socavar esta perversa estrategia, impedir que triunfe, es hoy condición de supervivencia tanto de la insurrección en curso como de la vida social misma, que ha entrado en un grave proceso de descomposición. Para todo esto necesitamos, más que ninguna otra cosa, miradas claras e imaginaciones lúcidas.

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