2/24/2010

FAMA


Arnoldo Kraus

Son tan raras como admirables las personas que no persiguen alguna forma de fama. A casi nadie molesta la reputación o lo que ésta deviene: poder, presencia, trascendencia, opinión. Ese poder atrae; en ocasiones por buenas razones –trabajar al lado de un científico que estudia el origen de las enfermedades; en otras ocasiones por malas razones –emular y querer ser como algún político que ha robado ad nauseam. La fama, per se, es tramposa: cada vez se requiere hacer más para ser más y para tener más. No importa si los actos son buenos o malos. Lo que se necesita es hacer; hacer para ser.

La fama carece de límites: es casi imposible saciarla. No todos los famosos adolecen de falta de conciencia social o individual, pero la mayoría desconocen el significado y la trascendencia de la humildad. En aras del prestigio se puede aplastar cualquier límite sin apenas enterarse. Aunque la fama no es antónimo de moralidad los entrecruzamientos entre ambos son magros. La fama es, asimismo, insaciable. Huir de ella requeriría repensar la vida de otra forma. Quizás, como predica la enseñanza budista: contar con la sabiduría y la fuerza para no aferrarse a nada o a casi nada. En Occidente eso no es posible.

Quienes viven de los beneficios de la fama suelen experimentar insatisfacción. No hay fondo. Alimentarla puede dañar y destruir. El enriquecimiento ilícito de muchos políticos mexicanos, y el consecuente empobrecimiento de más de la mitad de sus gobernados, camina de la mano con el ascenso en los escalafones de su oficio. Lo mismo sucede en ciencia: acceder a premios o reconocimientos institucionales requiere mayor número de publicaciones en revistas de prestigio internacional, cuya difusión e impacto científico sean amplios y reconocidos –aunque se manipulen o falseen los resultados.

La fama es una construcción humana tan vieja como la misma humanidad. Aunque sea mala y amoral es característica de la sociedad. Buena parte de la vida se lucha para alcanzar algún peldaño que conduzca a la celebridad. En el hogar, en el colegio y en la escuela de la vida suele vindicarse todo lo que esté relacionado con la reputación. No hay época en la que no se haya fomentado o cultivado esa condición y casi no hay quien escape a ella. Su contraparte, el anonimato, es una cualidad humana muy bella, pero muy infrecuente. Su antídoto, la humildad, es una palabra tan empolvada que algún día desaparecerá de los diccionarios. Aunque ni el anonimato ni la humildad pueden mitigar la infamia del poder, bueno sería exaltarlos. Recuérdese la frase de T. S. Elliot: La humildad es la única sabiduría que podemos adquirir.

En pocos ámbitos se cultiva el anonimato. La gran revista inglesa The Economist es una excepción: ningún artículo tiene firma. Lo mismo sucede con la prestigiosa publicación médica The Lancet: sus editoriales son anónimas. Los periódicos suelen también contar con una, o en ocasiones dos o tres editoriales sin firma. Antaño había, aunque pocos, artistas o escritores anónimos. En la actualidad no hay arte ni ciencia sin autor. No hay tampoco casi seres anónimos que se dediquen a crear arropados por la falta de rostro o desde el silencio.

La fama es poder y el poder es una de las ambiciones humanas más buscadas. Aunque la inmensa mayoría de las personas corremos en pos de un pedazo de inmortalidad y de un momento de gloria, es muy frecuente que en la búsqueda de su consecución se aplaste la ética.

En ciencia se han inventado resultados y en literatura se han plagiado partes u obras completas. En medicina se han modificado datos con tal de publicar algún experimento y en arte algunos artistas famosos crean basura y la venden como oro. A pesar de que esas mentiras y esos fraudes y transgresiones causan pocos daños, sí siembran desconfianza y encono. La sociedad opinada recela ante el embate de la mentira cuyos protagonistas buscan figurar a toda costa. Charles Bukowski resume bien las secuelas que siguen a la tempestad del éxito: La fama es la peor puta de todas.

Escapar de la celebridad, sea buena sea mala, es muy difícil. El asesino Augusto Pinochet, presidente de Chile, fue famoso. El narcotraficante colombiano Pablo Escobar Gaviria fue famoso. Ambos mataron. Aunque asesinaron por razones distintas, ambos lo hicieron. Ambos son parte de la historia. Contrarrestar el glamour de la fama es imposible. Lo que no es imposible es fortalecer cualidades humanas tan bellas y tan olvidadas como el anonimato o la humildad. Ni una ni otra, precisamente por su naturaleza, tienen la fuerza para mitigar todo lo que encierra la fama. Ambas expresan belleza humana. Quienes las ejercen son personas dignas de admiración. Algunos han logrado, con sus actos, detener o borrar el oprobio de la fama mal utilizada.

Sería bueno que, al menos, en el mundo de la ficción se escribiese una nueva historia de la humanidad y de la Tierra a partir de la dicha y de la felicidad que emanan el anonimato y la humildad.


Lorenzo Córdova Vianello
La reforma política del DF

En medio de la intensa y provechosa discusión que desde hace meses se sostiene sobre la reforma política, resulta indispensable repensar el estatus jurídico del DF y completar la tarea de plena reivindicación de los derechos políticos de los habitantes de la capital que, intermitente e inacabadamente, se ha gestado en los últimos 25 años.

El estatus constitucional actual del DF es, en efecto, contradictorio. Por un lado el artículo 43 de la norma fundamental, al enumerar a los estados que integran la Federación, lo reconoce con la misma calidad que a las otras 31 entidades (y por ello en una correcta interpretación constitucional debe asumírsele como una de las partes fundadoras del pacto federal); sin embargo, en el artículo siguiente se le instituye como una entidad en ciernes que adquirirá estatus como Estado federado (el “Estado del valle de México”) en el momento en el que los poderes federales muden su residencia a otro sitio.

Originalmente, el DF se constituyó (siguiendo —mal, por cierto— el modelo estadounidense del Distrito de Columbia) como un territorio de dos leguas (unos 8 kilómetros) de radio alrededor del Zócalo en donde se asentarían los poderes federales y en donde éstos tendrían plena jurisdicción sobre los asuntos político-administrativos del mismo. A lo largo del siglo XIX su extensión fue modificándose hasta que, durante el porfiriato, el DF adquirió las dimensiones que actualmente tiene.

Ese estatus jurídico particular, en donde la administración recaía en los poderes federales, supuso que (si asumimos que el DF está reconocido, se insiste, como una entidad fundadora del pacto federal) los ciudadanos que habitaban la capital vieron reducidos sus derechos políticos a la mera elección de los poderes federales, pero, a diferencia de los habitantes del resto de las entidades, no elegían a sus gobiernos locales y municipales ni participaban en ellos. Así, bajo el pretexto de evitar una confrontación entre poderes locales y federales, los capitalinos vivimos durante más de un siglo y medio una virtual capitis diminutio política.

Con la reforma electoral de 1986-87, algo de esa dignidad política perdida se recuperó al determinarse la creación de la Asamblea de Representantes, un órgano colegiado con facultades eminentemente reglamentarias. Más tarde, con la reforma electoral de 1996 se extinguió el carácter de Departamento Administrativo que había caracterizado al DF y se institucionalizó la elección popular del jefe de Gobierno (desde 1997) y de los jefes delegacionales (a partir del año 2000), además se transformó la Asamblea en un órgano legislativo —casi— en forma.

Sin embargo, la reforma del DF sigue estando trunca. El pleno reconocimiento de la completa dignidad política de los casi 7.5 millones de ciudadanos que habitamos la capital está inacabada y numerosos ejemplos lo demuestran:

a) aún la ALDF no tiene plena potestad legislativa al no poder participar, por ejemplo, del proceso de reforma de la Constitución federal como sus homólogos estatales;

b) carecemos de una Constitución local siendo el Congreso de la Unión el órgano facultado para modificar el estatuto de gobierno;

c) el DF no tiene capacidad para determinar su propio endeudamiento público;

d) la sustitución del jefe de Gobierno es competencia del Presidente y del Senado;

e) el nombramiento del secretario de Seguridad Pública y del procurador de Justicia corresponde al Presidente;

e) no existen órganos que representen la pluralidad política en las Delegaciones y que sirvan de contrapeso y control político a los titulares de esas demarcaciones (como ocurre con los cabildos a nivel municipal), entre otros.

Por otra parte, el alegato histórico de que la situación particular del DF busca evitar los conflictos entre poderes es obsoleto y rebasado. Si bien numerosas capitales federales en el mundo todavía se asientan en territorios con un estatus diferenciado frente a los Estados federados, también hay casos, como el de Berlín, en donde la capital tiene el mismo estatus que los Länder que componen la federación alemana.

Es hora de que asumamos la tarea de completar la reforma del DF que inevitablemente pasa por restituirle su plena dignidad política como entidad federativa.

Investigador y Profesor de la UNAM.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario