2/24/2010


Horizonte político
José Antonio Crespo

La denuncia de Clouthier

Gran revuelo causaron las declaraciones del diputado Manuel Clouthier, quien, sin ser militante del PAN, llegó al Congreso bajo esas siglas, mismas que abanderó su padre en la histórica elección de 1988. Acusó al gobierno federal de no tomar con gran entusiasmo su guerra antinarco en su estado natal, Sinaloa. Pero la denuncia no era solamente de omisión o descuido, sino de algo cercano a la complicidad: “El régimen calderonista protege al cártel de Sinaloa, que encabeza El ChapoGuzmán” (13/II/10).

Grave acusación que exige presentar fundamentos. Clouthier toca, de manera tangencial, uno de los múltiples problemas de la guerra contra los narcos: si uno se va contra todos los cárteles al mismo tiempo, se reduce la probabilidad de lograr éxitos palpables, pues abrir varios frentes de manera simultánea nunca ha sido una estrategia militarmente recomendable (como tarde se percató de ello Adolfo Hitler, al abrir el desastroso “frente soviético”). Pero si en cambio se enfilan las baterías sobre algún(nos) cártel(es) en particular, quedará la sospecha de que se trabaja a favor de los demás. No sería la primera vez que ocurriera en México (como quedó claro en el caso del general Jesús Gutiérrez Rebollo, quien en el gobierno de Ernesto Zedillo fue nombrado zar antidrogas por sus éxitos contra ciertos cárteles… mientras protegía a otros).

Durante los gobiernos panistas ha flotado la sospecha de que se tienen privilegios y cuidados especiales hacia Joaquín El ChapoGuzmán, desde que escapó del penal de “máxima seguridad” de Puente Grande (después conocido como “Puerta Grande”). Eso ocurrió justamente al inicio del gobierno de Fox, y es la hora que no se conoce el paradero del Chapo por más que, según el arzobispo de Durango, Héctor González Martínez, “todos conocen el paradero de El ChapoGuzmán, menos la autoridad” (18/IV/09).

Hay algo en lo que Clouthier tiene razón al evaluar la dinámica de la guerra antinarco: “El punto de no retorno será cuando el costo de combatir al crimen organizado y a la corrupción que genera sea más alto que el costo de tenerlo. Cuando eso suceda, ya nadie le va a entrar” (14/II/10). En ello coincide el consultor internacional y asesor del gobierno de Calderón, Joaquín Villalobos, cuando afirma que las guerras “se pierden cuando se tienen más bajas de lo que el entorno político puede tolerar” (Nexos, I/2010). La pregunta es si ya se llegó a ese punto. Al menos eso piensan cada vez más quienes padecen directamente la narcoviolencia, como en Ciudad Juárez y otras urbes norteñas.

El caso Clouthier abrió otra veta de debate. ¿Deben los diputados de una bancada mantener una férrea disciplina hacia su partido y las políticas que siguen los gobiernos emanados de sus filas o pueden hablar en nombre propio y, mejor aún, de sus electores? Es cierto, por un lado, que acusaciones de la envergadura de las que lanzó Clouthier (no solamente de omisión o negligencia, sino de complicidad, como se dijo) deben fundamentarse. Varias voces dentro de la bancada del PAN se han alzado a favor del alineamiento con las políticas del gobierno federal e incluso exigen a Clouthier que ceda su curul a “quien esté dispuesto a acompañar las políticas del gobierno de la República”, según dijo el panista Julio Castellanos. A lo que Clouthier respondió que “lo que digo es una exigencia a título de mi representación de los sinaloenses. Que me reclamen ellos” (18/II/10).

¿A quién debe darle su lealtad un representante popular? ¿A su partido, a su coordinador de bancada, a su gobernador, al Presidente de la República —como sugiere el diputado Castellanos— o a sus electores? A los electores, esencialmente. Pero en la democracia mexicana no funcionan muchos mecanismos de control ciudadano, por lo cual parece natural a los partidos que la lealtad de quienes llegaron al Congreso bajo sus siglas debe ofrecerse a las jerarquías partidarias (incluido el jefe nato del partido gobernante: el Presidente). Es cierto que el funcionamiento del Congreso exige cierta disciplina interna de las fracciones parlamentarias, para ordenar la toma de decisiones.

Pero esa disciplina no debe pasar por alto el parecer, el interés y las demandas del electorado (aunque esa vieja tesis del PAN haya sido ya abandonada, desde que el blanquiazul se convirtió en una mala réplica del PRI). Para lo cual ayudaría mucho introducir la elegibilidad consecutiva y la revocación del mandato de los legisladores.

Días para el crítico futuro
Luis Linares Zapata

La cuenta regresiva para enfrentar el futuro de los comicios de 2012 lleva ya un largo trecho recorrido. Partidos, grupos de presión, corporaciones religiosas y movimientos sociopolíticos han ido puliendo sus arreos y depurando propósitos. Algunos de estos actores, más meticulosos, se han venido preparando para una disputa que, a todas luces, será sin cuartel. Unos de ellos confían en la calidad y cantidad de sus ventajas comparativas que devienen de sus posiciones de poder. Otros, con medios limitados, iniciaron sus tareas apenas despuntaba el presente sexenio, siempre atentos a los urgentes llamados de auxilio que, desde la base de la pirámide, lanza la gente. Pero todos tienen clavada la mirada en la próxima renovación del Poder Ejecutivo federal, la joya de tal pugna que puede o, mejor dicho, debe ser definitoria para la transformación nacional.

En medio de la baraúnda circundante hay quienes, atados a sus privilegios e intereses de gran escala, enfocan el venidero momento decisivo como una ansiada continuidad ineludible, soporte del sistema establecido. Pero también hay quienes se afanan por una oportunidad de cambio, no sólo de agentes partidistas, sino de régimen y modelo de gobierno. La lucha se va decantando entre dos polos de propuestas, entre dos trabucos del espectro ideológico: la atrincherada derecha cupular, detentadora de medios cuantiosos, y la izquierda social, enraizada entre los de abajo donde finca sus esperanzas y los cimientos de un real afán de cambio. El escenario futuro, por tanto, se antoja encaminado a una encrucijada donde la polarización será un distintivo delicado. Las débiles instituciones nacionales serán puestas a duras pruebas.

La competencia que se deja ver desde ahora muestra un rostro congestionado por el temor a ese nuevo horizonte empapado de justicia distributiva, a la apertura de posibilidades ahí donde sólo hay cerrazón y dictados desde arriba. En fin, por el miedo de unos cuantos a perder sus ventajas heredadas o conseguidas en el tráfico de influencias indebidas. Los paladines oficialistas, usufructuarios del sistema establecido, acostumbrados a las lisonjas de la riqueza y el autoritarismo, no se atendrán a las reglas escritas e irán hasta el mero borde del desfiladero y un tanto más allá. Tampoco se observa que la elección venidera quedará signada por la añorada transparencia, la observancia de conductas éticas o la sujeción a los cauces marcados por las instituciones diseñadas para tal efecto. Lo que está en juego es mucho para todos los rivales, para, en efecto, contener y dar salida a las muchas ambiciones que se cobijan en la normalidad o esas otras que sueñan con modificar rumbos y convivencias.

La izquierda buscará una efectiva superación no sólo de la crisis actual, sino de la profunda decadencia que se padece. En el fondo se plantea la urgencia por erradicar las enormes disparidades en la apropiación de la riqueza y las oportunidades. La derecha pugnará por acrecentar las libertades (rendimientos al capital las llaman algunos, otros expoliación) para los suyos que, en resumidas cuentas, son los que han salido beneficiados por el modelo en boga. Es por eso que, a través de sus muchos voceros, facilitadores, litigantes y cabilderos solicitan, presionan, inducen y exigen finiquitar, sin demora adicional, las reformas pendientes, esas que han catalogado de estructurales. Reformas que van destinadas a consolidar el dominio de su estirpe de mandones. Diseñadas para la intransigente y, sin duda, cruenta continuidad del modelo puesto que, al final de cosas, siempre resultan en perjuicio de las mayorías.

Lo más notable de todos estos preparativos es el necio trajín de la derecha por sacar de la jugada, mediante una furiosa campaña de denuestos y mentiras, a uno de los principales actores, precisamente el que plantea la renovación tajante de la vida nacional. En el rincón contrario, parapetados con las mejores armas propagandísticas y una amplitud inmensa de recursos adicionales, se sitúan los partidos y grupos que han moldeado el poder público del país, los que lo han usufructuado durante demasiados años. En tal estado de cosas se aprecia, con ribetes bien marcados por la práctica cotidiana, una estrategia vital para la prolongación de sus amplios beneficios: el debilitamiento y la captura de los organismos que deberán actuar como árbitros imparciales: el IFE y el TEPJF. Ante ellos se rinden con interesada mansedumbre y poquiteras solicitudes de atención y apoyos. A este selecto arreglo cupular también se agregan otros agentes vitales: la misma Suprema Corte de Justicia o la Procuraduría General de la República, que tiene dependencias encargadas de perseguir los variados delitos que se presenten en el transcurso del proceso electivo.

Una vez que la crisis ha penetrado hasta las entrañas sociales, habrá que denunciar, con la mayor conciencia que se pueda, los intentos de la derecha por retornar a eso que llaman normalidad. Es decir, la conducción de los asuntos públicos tal como han sido llevados, desde hace cuando menos 30 años, 25 de los cuales son de atroz estancamiento y, al final, de marcada decadencia. Para evitar accidentes adicionales y entretener al electorado, la derecha se esmera en utilizar señuelos que a muy poco conducen. La famosa, por pasajera e intrascendente, reforma política del señor Calderón no es mucho más que eso: un distractor, aunque algunos notables la eleven a la categoría de asunto decisivo. Lo realmente importante es saber que, aparte de minucias como las que ahora se discuten en cenáculos y cámaras, el voto aún no cuenta ni se cuenta en la forma debida, al menos con la atingencia indispensable para dotar de legitimidad a la facción triunfante.


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