6/17/2010



Violencia y distorsiones injustificables

Editorial La Jornada
Al presentar los resultados de una investigación realizada en torno al fallecimiento de Bryan y Martín Almanza Salazar –de cinco y nueve años–, ocurrida hace mas de dos meses en Ciudad Mier, Tamaulipas, el titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia, indicó que los menores no murieron en un fuego cruzado con miembros de la delincuencia organizada, como aseguraron la Secretaría de Defensa y Gobernación, sino como resultado del fuego directo y discrecional por parte de elementos del Ejército Mexicano. A renglón seguido, el ombudsman nacional señaló que, de acuerdo con los elementos recabados por el organismo que encabeza, se pudo determinar que los militares involucrados alteraron el lugar de los hechos para justificar una legítima defensa, lo que es inadmisible, y a ello sumó otras agravantes: omisión, dilación, uso arbitrario de la fuerza, obstrucción a la justicia por parte de Sedena y PGR, indebida integración de averiguaciones previas y otras.

La contundencia de los señalamientos en el informe presentado por la CNDH plantea una perspectiva catastrófica para la credibilidad de las instituciones del país y tendría que cimbrar a las dependencias federales y estatales que avalaron la versión que, a decir del propio Plascencia, no tiene sustento ni apego a las evidencias, y dar paso a un profundo e inmediato proceso de rectificación por los poderes públicos involucrados en la tragedia.

A la brutalidad intrínseca de la agresión en la que perdieron la vida los menores Almanza Salazar el pasado 3 de abril se sobrepone una tendencia inaceptable de las autoridades a tergiversar los hechos, desvirtuar versiones distintas de la oficial y dificultar, con ello, el pleno esclarecimiento de los episodios de violencia en los que se han visto involucrados efectivos de las fuerzas armadas: no otra cosa es el empeño oficial por presentar las muertes comentadas como resultado del ataque de un grupo delictivo sin aportar elementos sólidos que desvirtúen los testimonios de los familiares de las víctimas, como hizo José Luis Chávez García, titular de la Procuraduría General de Justicia Militar, con el respaldo del titular de Gobernación, Fernando Gómez Mont.

Peor aún resultaría si, frente a las conclusiones de las pesquisas de la CNDH, el gobierno federal se empeñara en preservar la impunidad para los responsables de estos hechos. No puede obviarse que los señalamientos del ombudsman nacional coinciden con un reforzamiento de los intentos mediáticos del gobierno federal por ensalzar el combate a la delincuencia organizada y revertir los efectos que el descontrol delictivo tiene en la imagen del país en el extranjero: resulta difícil imaginar una forma más eficaz de deteriorar la imagen de una nación –por no hablar de socavar la legalidad y el estado de derecho– que sellar ante la opinión pública nacional e internacional la impresión de que su gobierno procura impunidad a los servidores públicos –policías o soldados– responsables por bajas de civiles inocentes.

En suma, ante el incremento desenfrenado de la violencia en el territorio nacional –la practicada por las organizaciones delictivas y la ejercida por elementos de las fuerzas públicas–, y de la confusión y la zozobra sociales, el gobierno hace un flaco favor a su propia credibilidad con alegatos autoexculpatorios tan insostenibles como los desmentidos ayer por la CNDH: con ello se asienta la impunidad, se profundiza el desprestigio de las instituciones –empezando por las castrenses–, se niega la justicia a los inocentes caídos en el contexto de una guerra cada vez más confusa y cruenta, y se pone seriamente en entredicho el compromiso de las autoridades con el restablecimiento de la legalidad y el estado de derecho.


Zona de miedo

Abraham Nuncio

Casi parejo al anuncio de que la ciudad estaba bloqueada en 15 puntos, el rumor corría veloz: era la represalia del crimen organizado por la captura, a cargo del Ejército Mexicano, de Héctor Raúl Luna Luna, alias El Tori, presunto jefe del cártel de Los Zetas en Nuevo León.

Entre las seis de la tarde y las nueve de la noche, la parálisis, el miedo, las versiones iraquíes de una guerra que se libra en un ámbito viscoso se apoderaron de los habitantes del área metropolitana de Monterrey. Los medios daban cuenta, con todo e imágenes repetitivas, de una como estribación mexicana en miniatura de la segunda guerra unilateral del Golfo. El crimen organizado había obstruido las principales arterias de Monterrey y los reportes hablaban de promesas de normalización; del uso de diversas armas para despojar a los conductores de sus vehículos y así utilizarlos de tapones; de disparos intermitentes.

El subrayado de aquella parálisis corría por cuenta de los cuerpos de seguridad. Ninguno de ellos acudió oportunamente para conjurarla. Luego se sabría que no fueron 15 sino 41 puntos donde el hampa había interrumpido el sistema circulatorio de la ciudad. ¿La ausencia de policías y/o militares, incluso la del llamado Grupo Especial de Respuesta Inmediata, se debió a un acto prudente de las autoridades para no provocar mayor violencia de la que se permitían las bandas criminales? ¿Carecieron de un plan preventivo para neutralizar una eventual respuesta de estas bandas habida cuenta de la aprehensión de uno de sus jefes?

Si se trata de una estrategia sugeriría tener dos vertientes: la de no aparecer cuando el crimen organizado actúa en evidente flagrancia y la de resultar visibles esos cuerpos con diversas ocasiones, pero señaladamente cuatro: a) cuando se enfrentan a grupos de los cárteles con o sin logros alcanzados; b) cuando lesionan en sus operativos los derechos humanos de inocentes, c) cuando no le atinan a los blancos del hampa y causan bajas igualmente inocentes, y d) cuando ciertas capturas entrañan un rendimiento y/o una oportunidad de índole política.

En el caso de la estrategia deliberada, Monterrey ha conocido varios momentos reseñables. En septiembre de 2009, las tropas ilegales se dieron el lujo de disparar mil proyectiles durante hora y media contra un conjunto de casas de un barrio residencial, causando el terror entre los vecinos sin que nadie acudiera en su auxilio. Hace tres semanas, otro grupo de tropas ilegales atacaron el C4 (Centro Estatal de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo) del municipio de Escobedo. El general brigadier Hermelindo Lara Cruz, secretario de Seguridad Pública Municipal, fue perseguido y baleado hasta la saciedad en su vehículo blindado (recibió 200 impactos de los 2 mil 500 disparos realizados). Por esta circunstancia logró salvar la vida. Pero sus compañeros de armas no aparecieron en los largos minutos (entre 12 y 30, según diferentes versiones) que permaneció bajo fuego el general, atrapado en su vehículo, siendo que el cuartel de la VII Zona Militar está cerca del lugar. Con motivo de los bloqueos, hace unos días, los militares tampoco se hicieron presentes en los momentos críticos.

En el supuesto de que fuese una estrategia la de no aparecer en esos momentos, sólo faltaría saber cuál es el objetivo. Del Ejército es difícil, si no imposible, obtener información sobre sus acciones. El militar vocero de la Secretaría de la Defensa Nacional no aceptó las preguntas de la prensa en torno a la captura de El Tori, por ejemplo. El fuero militar suena cada vez más decimonónico.

Apenas habían pasado 48 horas de los bloqueos cuando se produjo un combate en Los Aldamas, Nuevo León, entre tropas legales e ilegales. El saldo, siete hombres muertos.

Las capturas y bajas de los hampones pueden ser espectaculares y a veces impregnadas de sospecha, como en los casos de Arturo Beltrán Leyva y El Tori. Dos días después de la aprehensión de este último, a quien se señala como el responsable del ataque al consulado de Estados Unidos en Monterrey, en una ceremonia grandilocuente se dieron las primeras paladas de la construcción del nuevo edificio que lo alojará en el municipio de Santa Catarina. El acto se habría visto deslucido con el agresor de esa sede diplomática en libertad. Así que anunciar su captura no pudo ser más oportuno.

Con todo, la estrategia de combate al narcotráfico se percibe fracasada. La capacidad de resistencia del crimen organizado es mayor a la cantidad de espots rellenos de autoelogio y a las bajas que le inflige el gobierno. Impacto lo ponía así en su titular de primera plana: “Narcos: 68; gobierno: 0”, en alusión al día más violento del sexenio. Y esa publicación se quedó corta. La Jornada contabilizó 71.

Lo único que sabemos quienes habitamos este país es que la inseguridad, la zozobra y la muerte se han apoderado de nuestro territorio geográfico y anímico. Ninguna población, ni San Pedro Garza García, donde su alcalde ha ensayado el modelo de seguridad de Las Vegas, se halla exenta de temor y actos violentos, a pesar de los anuncios que ahora hacen las autoridades municipales de haber cumplido seis meses con cero casos de criminalidad organizada.

Fuera de San Pedro y sólo en cierta medida, los carros militares que patrullan los lugares más asolados por los cárteles no aseguran otra cosa que la inhibición de nuestras libertades y el condicionamiento para asumir como normales los toques de queda y, si lo requiere el poder, el estado de sitio.

El propio Estados Unidos, que nos obliga a librar una guerra que debiera ser suya, nos lo deja saber con toda claridad por boca de sus legisladores: sus fabricantes y comerciantes de armas no dejarán de hacer negocio. Tanta franqueza debiera ser respondida con, al menos, un diagnóstico claro del problema. En Estados Unidos hay un mayor tráfico de drogas que en nuestro país, un tráfico operado por las mismas bandas de origen mexicano. Y allá no hay la violencia que aquí padecemos.

Que Felipe Calderón le pregunte a Barack Obama la receta y que haga lo único bueno por lo que pudiera ser recordado: el retorno de la tranquilidad a la sociedad mexicana.


La política del miedo

Octavio Rodríguez Araujo

Frank Furedi, nacido en Hungría en 1947, es profesor de la Universidad de Kent en Gran Bretaña y fundador del Revolutionary Communist Party en ese país. Ha escrito, entre varios libros, uno que viene al caso de lo que estamos viviendo en la actualidad: La política del miedo (Politics of fear), que tomo para el título de esta entrega.

El tema no es, de ninguna manera, trivial o una frase hecha. Su trascendencia es mayúscula y se trata de un propósito de los círculos de poder de alcance planetario para los pueblos en el siglo XXI. Nunca antes, ni siquiera en la guerra fría, se había vivido con tantos miedos, que van desde el ataque terrorista en algunos países u otras formas de peligros externos, hasta el pavor a envejecer o morir prematuramente por culpa de hábitos y enfermedades que se han exagerado para desviar la atención de problemas reales cuya solución sólo puede encontrarse en otro modelo económico y en otras formas de gobierno verdaderamente democráticas y representativas. El hambre, el desempleo, la devastación ambiental, la discriminación racial y económica (y también religiosa), las invasiones de unos países a otros, la obscena concentración de la riqueza y la corrupción, entre otros de este tenor, son fenómenos que vivimos como si fueran una fatalidad inmutable y no una consecuencia del sistema que se nos ha impuesto tratándonos de convencer de que no hay otra alternativa.

La política del miedo es deliberada. Es, como dice el autor que comento, un proyecto manipulador que intenta inmovilizar la inconformidad pública (p. 124). En otro de sus libros, Culture of fear: risk taking and the morality of low expectation, el autor ha señalado que el miedo ha llegado a ser una fuerza poderosa que domina la imaginación pública, y así se inventan miedos tales como una pandemia de gripe, el calentamiento global como fatalidad que acabará con el planeta, la obesidad o el tabaco como epidemias que matarán a millones de personas, etcétera.

En México (país del que no habla Furedi), además del fiasco de la gripe A-H1N1 y de amenazas para la salud y la vida sana (para vivir más tiempo), como la obesidad y el tabaco, tenemos también el narco y la necesidad de acabar con él, siempre y cuando esta guerra se convierta (como ya está sucediendo) en un miedo generalizado por inseguridad y, sobre todo, por impotencia social e individual frente a los narcos, secuestradores, asaltantes y también frente a policías y militares que intimidan y asustan sin que nadie pueda hacer nada. Lo que se quiere lograr, al mismo tiempo que se toman medidas contra las pandemias de la gripe, la obesidad y el tabaco (distracciones basadas en el miedo a morir antes de tiempo y en la obsesión por una vida sana), es acostumbrarnos al miedo y a las prohibiciones como forma de vida y a la impotencia social e individual ante el uso arbitrario (sin respaldo legal) de la fuerza del Estado, que en este caso ni siquiera es legítima. Con base en el miedo nos quieren llevar a aceptar como algo normal que las calles y las carreteras estén patrulladas constantemente por fuerzas militares y policiacas sin haber declarado, junto con el Congreso, un estado de excepción o de sitio.

Furedi nos recuerda (p. 133) que fue Thomas Hobbes el primero en sistematizar los intentos de desarrollar una política de miedo para reforzar la idea de que no hay alternativa; es decir, el conformismo. Para Hobbes –señala–, uno de los principales objetivos del cultivo del miedo era neutralizar cualquier impulso radical de experimentación social a futuro. Para lograr este objetivo Hobbes argumentaba que la gente debe ser persuadida de que entre menos desafía el estado de cosas y el poder, mayores ventajas habrá para la comunidad y para los individuos. Esto es, la aceptación y no la protesta. Mucho menos pensar en una alternativa al capitalismo. Margaret Thatcher entendió muy bien la enseñanza de Hobbes al convertir en su divisa la llamada doctrina TINA (There is no alternative), queriendo decir que no había ni hay alternativa al liberalismo económico, al mercado y al comercio libres, a la globalización capitalista, y que cualquier otra opción o doctrina llevaría al desastre. Lo grave del asunto es que muchos, incluidos varios intelectuales que se dicen de izquierda, se lo creyeron y lo aceptaron ante el temor a los cambios (otro miedo más común de lo que se cree). Cuando no hay un propósito político y claridad acerca del futuro, se alienta la sensibilidad cultural que nosotros describimos como el conservadurismo del miedo, nos dice Furedi, para sugerir con su libro que el peligro mayor en nuestra cultura es la tendencia a temer los logros que representa el lado más constructivo de la humanidad, que no está compuesto por conservadores.

El impacto acumulado –apunta Furedi– es transformar el miedo en una perspectiva cultural a través de la cual la sociedad adquiera sentido de sí misma, es decir, una sociedad que no acepte el miedo como una forma de vida que permea la cotidianidad. Esta cultura del miedo es apuntalada por un profundo sentimiento de impotencia y por la sensación de que no existe entidad alguna, ni en la esfera del gobierno ni en la sociedad, que guíe a la población de tal forma que sus miembros dejen de ser sujetos pasivos. Son sujetos pasivos de la sociedad los que se quejan de sus temores sin hacer nada o los que aceptan, sin más, los miedos fabricados por el poder; y serán sujetos activos los que impulsen proyectos propios de vida y que protesten contra los gobiernos que han promovido el miedo a nuevos y exagerados riesgos para nuestra salud y seguridad como una forma de distracción social de los verdaderos peligros que han amenazado nuestras vidas desde siempre y a los que, por cierto, hemos sobrevivido.

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