La más reciente novela de Carmen Boullosa.
lasillarota.com
-Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?
-¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
-Y usted, ¿no lo podría hacer?
-Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño.
Felisberto Hernández.
Ana Karenina, el personaje de Tolstoi, eligió su muerte: se lanzó a
las vías justo cuando se aproximaba un tren de mercancía. Una historia
fascinante y desgraciada de amores prohibidos y –además- contrariados.
¿Por qué Tolstoi suicidó a Ana? ¿Habrá sucedido a pesar de él mismo?
¿Por qué Flaubert suicidó a Madame Bovary? Carmen Boullosa dice que ella
misma es un personaje del siglo XIX y se lo creo. Aunque Carmen, como
su escritura, atraviesan los siglos en esa necesidad tan suya de
inventar, rescatar, recrear personajes femeninos. Indagar las
femineidades. Me gusta mucho ese inconsciente de Carmen tan nutrido de
preguntas que tantas/os compartimos. Esos sueños de mujeres disruptivas,
aventureras, espadachinas y bailaoras. Suaves y temerarias. Creativas y
respondonas.
En 2008 Carmen publicó “La virgen y el violín”, la vida novelada de una extraordinaria pintora que vivió entre 1532 y 1625: Sofonisba Anguissola. Mientras conversaba con Mike, daba cursos, cocinaba esas delicias que cocina, acompañaba a sus hijos, e iba y venía entre México y Nueva York, en “realidad” (que no necesariamente es “la realidad”), ella había hecho su mudanza al siglo XVI. Fue a una cita con una mujer que sí existió y cuya memoria parecía borrada. Desdibujada a pesar de su inmenso talento. Habitó sus hogares, cenó en sus mesas, la miró pintar sus obras y nos las trajo de regreso. Le estuve muy agradecida porque Anguissola es una de mis pintoras preferidas. Insisto: Anguissola y su obra pertenecen al territorio de la realidad bien real.
Ahora con “El libro de Ana”, Carmen fue al rescate de Ana Karenina. La realidad y la ficción se mezclan -de tal manera- que una prontito olvida que nunca existió una señora Karenina caminando por las calles de San Petesburgo, con su gorro y su manguito de armiño. Ni un conde Vronsky. Ni un marido Alexei, engañado. Ni esa madre dominante -del conde Vronsky- que poseía los afectos de su hijo sin que mujer alguna pudiera desplazarla. Nunca existió un pequeñito que se llamaba Sergei y tuvo que vivir durante su infancia el “abandono” de su madre. Pero, ¿acaso nunca existieron? ¿Qué sucede cuando un personaje se queda con nosotros y nos habita?
Carmen nos cuenta: “Tolstoi escribió que Ana Karenina fue autora de un libro ‘de primera calidad…notable’. Vordkief, el editor, lo quiso publicar…ella no lo cede, considera que es sólo un borrador, algo en su relato la deja insatisfecha. Después de este pasaje, Tolstoi no vuelve a dar cuenta del manuscrito; omite contarnos que la Karenina lo retoma… termina por reescribirlo de principio a fin… aquí el recuento de cómo salieron del olvido los folios de la Karenina en 1905, en San Petesburgo”. Tan distraído Tolstoi que creó a Ana y concibió cada una de sus pasiones, pero olvidó concentrarse en los manuscritos de Ana. Andaba tan ocupado el escritor ruso: demasiado trabajo, demasiados discípulos, demasiados problemas entre su esposa y él. Era –también- un hombre de su época: silenció la escritura de su personaje después de haberla nombrado.
-Y usted, ¿no lo podría hacer?
-Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño.
Felisberto Hernández.
En 2008 Carmen publicó “La virgen y el violín”, la vida novelada de una extraordinaria pintora que vivió entre 1532 y 1625: Sofonisba Anguissola. Mientras conversaba con Mike, daba cursos, cocinaba esas delicias que cocina, acompañaba a sus hijos, e iba y venía entre México y Nueva York, en “realidad” (que no necesariamente es “la realidad”), ella había hecho su mudanza al siglo XVI. Fue a una cita con una mujer que sí existió y cuya memoria parecía borrada. Desdibujada a pesar de su inmenso talento. Habitó sus hogares, cenó en sus mesas, la miró pintar sus obras y nos las trajo de regreso. Le estuve muy agradecida porque Anguissola es una de mis pintoras preferidas. Insisto: Anguissola y su obra pertenecen al territorio de la realidad bien real.
Ahora con “El libro de Ana”, Carmen fue al rescate de Ana Karenina. La realidad y la ficción se mezclan -de tal manera- que una prontito olvida que nunca existió una señora Karenina caminando por las calles de San Petesburgo, con su gorro y su manguito de armiño. Ni un conde Vronsky. Ni un marido Alexei, engañado. Ni esa madre dominante -del conde Vronsky- que poseía los afectos de su hijo sin que mujer alguna pudiera desplazarla. Nunca existió un pequeñito que se llamaba Sergei y tuvo que vivir durante su infancia el “abandono” de su madre. Pero, ¿acaso nunca existieron? ¿Qué sucede cuando un personaje se queda con nosotros y nos habita?
Carmen nos cuenta: “Tolstoi escribió que Ana Karenina fue autora de un libro ‘de primera calidad…notable’. Vordkief, el editor, lo quiso publicar…ella no lo cede, considera que es sólo un borrador, algo en su relato la deja insatisfecha. Después de este pasaje, Tolstoi no vuelve a dar cuenta del manuscrito; omite contarnos que la Karenina lo retoma… termina por reescribirlo de principio a fin… aquí el recuento de cómo salieron del olvido los folios de la Karenina en 1905, en San Petesburgo”. Tan distraído Tolstoi que creó a Ana y concibió cada una de sus pasiones, pero olvidó concentrarse en los manuscritos de Ana. Andaba tan ocupado el escritor ruso: demasiado trabajo, demasiados discípulos, demasiados problemas entre su esposa y él. Era –también- un hombre de su época: silenció la escritura de su personaje después de haberla nombrado.
Pero el siglo XX vio nacer a mi justiciera
poético-feminista preferida: Carmen Boullosa se mudó esta vez a la Rusia
de los zares. Fue por la memoria de Ana, por esa escritura de Ana que
Tolstoi nos prometió: sus manuscritos. ¿Y qué creen? Por extravagante
que pueda parecerles, los encontró. Esos manuscritos que según Tolstoi
escribió Ana, pero que él nunca volvió a mencionar. Carmen es una mujer
particularmente empecinada. En fin, no los desempolvó ella de manera
directa, digamos que encontró quien los encontrara en un baúl. Y así fue
como ahora podemos leer las palabras de una de las mujeres más
entrañables y célebres del siglo XIX: la inteligente, sensible, fugitiva
y bella esposa de Alexei Karenin, la madre de Sergio, la amante
“adúltera” de Vronsky. La escritora, según afirma Carmen con pruebas en
la mano. (Es posible que Carmen haya fabricado “las pruebas”, a mis
horas le intuyo esos devaneos).
Tampoco imaginen que fue fácil dar con “los
folios”. Eran tiempos dolorosamente revueltos. En medio los personajes
“subversivos” se reúnen, los hogares reciben a quienes los habitan, el
zar manda invitaciones. El hijo de la Karenina sufre en la toma de una
decisión: ¿está dispuesto a venderle al Museo del Hermitage el retrato
de su madre pintado por Mijailov? ¿La presencia de la Karenina en el
Hermitage, no sería un llamado – de nuevo- a la maledicencia que marcó
la vida del hijo? La madre “adúltera”. La madre que lo abandonó
-durante su infancia- cuando eligió el suicidio.
Ya a esas alturas la lectora está tan
atrapada por la historia, que la realidad y la ficción se le funden y
confunden. De repente me encontré pensando: “que venda la pintura
Sergei, que la done. Nunca he ido a San Petesburgo y es mi sueño (y sí,
la Karenina y las nieves de San Petesburgo inundaron mi infancia
tropical) ¿quizá un día vaya y podré conocer el rostro de la Karenina
en esa versión de Mijailov?” ¿Estará de más aclarar que Mijailov es un
pintor inventado por Tolstoi? Que Carmen imaginó esa propuesta del zar a
Sergei, mientras ella bordaba esos manteles en los que borda y escribe,
o regaba las flores de su terraza, o escuchaba el murmullo del modelo
siglo XXI de su máquina Singer que le regaló Mike.
Por eso les digo que me encantan esos
jardines secretos de Carmen. Porque de ellos surgen personajes femeninos
como María la bailaora en “La mano de Lepanto”. Y sí, una tremenda
espadachina que libró más de una batalla. No, no pudo quedarse en su
casa. Le danzaban los pies. En “El libro de Ana”, Carmen se encarnó en
Clementine, la costurera anarquista que lanzó (en un espacio vacío, por
supuesto) la bomba que no explota. Se acercó al padre Gapón y a la
fascinación que provocaba entre sus seguidores. A los anhelos de miles y
miles de trabajadores rusos aferrados – aún- a creer en su “padrecito
el zar” y en las imágenes religiosas. Vio llegar el Domingo Sangriento
frente al palacio del zar y la inmensa y brutal desilusión que se
transformó en furia revolucionaria.
Miró de cerca – por supuesto- a la
social-demócrata feminista Alejandra Kollontai. Faltaba más. Me imagino
la cantidad de tés que tomaron juntas, cubiertas de abrigos gruesos y
junto a un histórico samovar. Interpeló a Tolstoi y a su esposa
Sonja/Sofía, la madre de sus ocho hijos, la escritora de esos diarios
desgarradores e inolvidables: la escritura femenina secreta, escondida.
Hablante y muda. Ese larguísimo gemido de la esposa amantísima de un
genio. En aquel entonces: sin anticoncepción, sin “cuarto propio”, sin
editores y sin lectores.
Ya no les voy a contar si Sergei vendió o
no el retrato de su madre al Hermitage. ¿Podremos verlo? Ni de los
cuerpos caídos en el Domingo Sangriento, aunque esa parte de la
historia, sí que la conocemos. Tampoco les voy a contar de qué habla el
manuscrito nunca antes publicado de Ana Karenina, ni quién lo encontró.
Ni qué fue de la bella y valiente Clementine. Sólo les digo que para
Carmen, Karenina descubrió su sensualidad junto a Vronsky. A su lado
tuvo una revelación que tenía todo que ver con ella misma. Sólo les digo
que el manuscrito habla de una niña que un día percibió que su dedo
índice se convertía en un objeto dorado y mágico, y que ese “objeto”
la lanzaba hacia los más deliciosos viajes.
No es casualidad que el corrector de la
computadora me señale cada vez que la palabra “espadachina” no existe.
También los correctores se quedan atrapados en definiciones que dejan de
lado las tan distintas maneras de vivirse en femenino. Le voy a sugerir
al corrector que lea a Carmen. Le falta actualizarse. Detenerse en
esas miradas femeninas que se sumergen en el túnel del tiempo y
recuperan/inventan siglos de femineidades.
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