El 9 de agosto de 1945, estalló en Nagasaki la segunda bomba atómica con la que el gobierno de Estados Unidos pretendía —y logró— acelerar el final de la Segunda Guerra Mundial. Solo tres días antes, la población de Hiroshima había quedado devastada. En ese infierno nuclear murieron de inmediato unas 120 mil personas, quedaron heridas más de 35 mil y por lo menos 60 mil fallecieron ese mismo año por efectos de la radiación.
Además del horror y dolor de la muerte masiva, el hongo atómico dejó hondos daños físicos y psicológicos en miles de seres humanos y sembró el pánico al apocalipsis nuclear en la vida cotidiana de millones de personas en el mundo.
La motivación política que llevó a esta demostración de fuerza atroz fue explícitamente dar fin a la guerra sin poner en riesgo a miles de soldados estadounidenses. El estallido de una segunda bomba, cuando el efecto de la primera ya era terrorífico, pudo deberse —según historiadores— a un afán de demostrarle a la Unión Soviética el potencial supremo de Estados Unidos (EE. UU.) , lo que llevaría a la Guerra Fría y la carrera armamentista. Los intereses militares pueden también haber incidido en el despliegue de armas costosas que habría que probar.
La sombra de Hiroshima y Nagasaki aún simboliza hoy la amenaza del apocalipsis nuclear; evidencia también la incapacidad humana de actuar en conjunto contra la barbarie de la guerra y la deshumanización. No solo se trata de nuestra incapacidad de “aprender de la historia”, sino de tendencias destructivas que subyacen a la lógica de la guerra y la violencia.
Si la barbarie tecnologizada que devastó Hiroshima y Nagasaki respondió al deseo de evitar la posible muerte de cientos de miles de soldados de EE. UU. sin importar la muerte atroz de cientos de miles de civiles japoneses, con ella se refrendó el presupuesto colonial de que unas vidas valen más que otras.
Por desgracia, como escribió Judith Butler tras el 11 de septiembre de 2001, los duelos sociales, nacionales y “globales” siguen siendo selectivos. Así lo confirmaron las guerras contra Afganistán e Irak, y lo evidencian hoy la primacía mediática de unas guerras y el silenciamiento de otras, o la tolerancia política de las agresiones y violaciones de derechos humanos cometidos por regímenes “aliados” de las potencias o por adversarios “demasiado peligrosos”.
La guerra en Yemen, el desastre humanitario en Afganistán, los acercamientos a Arabia Saudita, la ceguera ante la guerra colonial contra Palestina o la tibieza europea ante el autoritarismo en Turquía o Hungría son solo algunas evidencias de la prevalencia de esta lógica deshumanizante.
Por otra parte, en contraste con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, la Guerra Fría y las guerras imperiales de los siglos XX y XXI favorecieron el triunfo de sistemas de dominación político-militar-corporativos para los cuales las guerras son fuente de riqueza y la muerte masiva únicamente es “daño colateral”.
Aun cuando el cambio climático amenaza la supervivencia de toda la humanidad y exigiría por tanto un cambio radical de prioridades, persiste hoy la lógica de competencia por la supremacía militar y económica. Con la invasión de Ucrania no solo se está ampliando el arsenal militar convencional, Rusia ha renovado la amenaza nuclear y las potencias nucleares se han resistido a fortalecer los acuerdos internacionales contra el uso de estas armas.
Si bien existe un tratado contra la proliferación de armas nucleares que entró en vigor en enero de 2021, el tratado para la prohibición de armas nucleares, no se ha garantizado el uso pacífico de la energía nuclear. Las guerras y conflictos armados actuales propagan dolor y odio y calientan el planeta.
Hoy más que nunca, el recuerdo de la catástrofe humana y ética de Hiroshima y Nagasaki debe impulsarnos a resistir al miedo, a imaginar y construir un movimiento ciudadano global por la paz, en defensa del planeta y la vida humana.
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