Relatos del ombligo
Hernán Cortés y sus hombres se apoderaron de Tenochtitlan para destruirla y encima suyo levantar una ciudad que fuera imagen y semejanza de aquellas que dejaron del otro lado del mar, por lo que Cortés encargó a Alonso García Bravo trazar una nueva ciudad sobre las ruinas mexicas y delimitar la frontera que ordenaría los solares y que dividiría los sitios en los que habitaban los españoles de aquellos donde los indígenas vivían.
La ciudad terminaba donde la zona indígena comenzaba; fuera suyo quedó el barrio de Cuepopan, en el que jacales sin orden rodearon una plazuela a la que se le nombró Del Jardín, lugar en el que las pulquerías proliferaron y, con ellas, esas conductas que solamente el elixir de los dioses puede emular. La plazuela Del Jardín comenzó a caracterizarse por tener un ambiente de fiesta y alegría etílicamente pasajera que, para potencializarse, ocupó a la música como precursora de la dicha.
Ya para el siglo XX el guateque se había institucionalizado en aquella plaza en la que se dispuso la colocación de una serie de elementos que mucho sirvieron para el regocijo de sus visitantes: mesas con juegos de lotería y colocación de canicas, competencias de albures, un trenecito a vapor y hasta un cine. Pulquerías como La Diosa Hebe eran para entonces lugares tradicionales que, amenizados por músicos de todo tipo, lograban que las tardes, con el paso de los tragos, se convirtieran en amaneceres.
La plaza cambió su nombre por el que hoy lleva: Garibaldi, llamada así para honrar a Giuseppe Peppino Garibaldi, no al liberador de Italia, sino a su nieto, con quien compartió, además del nombre, el derecho a ser reconocido como héroe. Después de que luchó al lado de las fuerzas revolucionarias de Francisco I. Madero y combatió en varias batallas, como las de Casas Grandes y Ciudad Juárez, fue merecedor de ser nombrado jefe de la Legión Extranjera, grupo de foráneos que se unieron a Madero una vez que convocó a los mexicanos a levantarse en armas contra el gobierno de Porfirio Díaz.
El mariachi es de Cocula, ahí se creó su base rítmica –a finales del siglo XVI– a través de la fusión de violines y guitarras con teponaztlis y flautas que se unieron a instrumentos inventados por los coculenses –como el guitarrón y la vihuela– con los que surgió un estilo musical que, sin importar la hora, podemos encontrar en vivo en la plaza Garibaldi gracias a la interpretación de músicos que, hoy vestidos de charro, cuentan con su repertorio parte de la historia de México.
Cuántas historias no guardaran entre sus mesas y sillas los
emblemáticos teatro Garibaldi, Salón Tenampa o Guadalajara de Noche,
lugares a los que no puede dejar de haber ido quien se ostente como
capitalino. La plaza es lugar tanto de despechados como de
correspondidos, sitio ideal para gritar al son de las canciones el dolor
o el triunfo, aunque sea aparente, porque eso sí, la letra del mariachi
siempre apela al olvido, ya sea el del sentir de uno mismo o el de otra
persona y, justo por eso, es que quien lo canta y escucha sigue siendo el rey
.
Que ese olvido quede sólo en las letras de las canciones y no en la plaza es anhelo de quienes en ella gustamos de escuchar al mariachi, porque ha sido abandonada durante algún tiempo, y aún más sus alrededores. Hoy ese olvido parece quedar atrás debido a que comienza un proyecto para recuperarla. No sólo a ella –la parte turística–, sino también sus alrededores –las viviendas y comercios que la rodean– para que viva Garibaldi como símbolo de una ciudad que ha resistido trazas que discriminan y que ya no tienen cabida.
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