El
domingo, 26 de octubre, se cumplió un mes de la muerte de seis
personas, tres de ellos normalistas y 43 desaparecidos, a manos de
policías municipales de Iguala y Cocula y del crimen organizado. No
aparecen ni ellos ni los criminales. Tampoco aparece un Estado que dé
cuenta de su razón de ser: garantizar el derecho a la vida, la paz y la
libertad. Con la desaparición de los normalistas, el fantasma del
estado fallido cabalga por todo México, ante la exigencia de justicia
de padres, maestros y estudiantes, de por lo menos cincuenta ciudades
del país.
No es para menos, los hechos reiteran, una vez
más, lo que desde hace tiempo el pueblo de México sabe y padece: el
crimen, la impunidad y la corrupción. Desde hace tiempo son hechos
cotidianos en la vida nacional, repetidos en una y otra entidad
federativa, en distintos territorios municipales y comunidades locales.
No son hechos aislados ni conductas excepcionales. Son hechos y
conductas instalados, sistemáticos.
Desde las décadas de la
guerra sucia, a la fecha, se han denunciado crímenes a manos de
diversas fuerzas armadas: policías municipales, estatales, federales,
militares, paramilitares, defensas comunitarias y diversos grupos del
crimen organizado. Vienen a la mente el 68, jueves de Corpus, San
Ignacio Río Muerto, Río Tula, Aguas Blancas, Acteal , Atenco,
femenicidios en Cd. Juárez, Estado de México, muertes en Sinaloa,
Tamaulipas, Chihuahua, Nuevo León , Coahuila, Michoacán y Tlatlaya.
Puede parecer un listado medio revuelto, pero no, hay tres elementos
constantes: crimen, Impunidad y corrupción. Tres conductas que
Ayotzinapa, sus estudiantes y sus padres nos reclaman a la sociedad y
al Estado mexicano.
Tres conductas que al Estado no
benefician, pero a quienes lo personifican sí, púes son quienes se
benefician. A la sociedad por todos lados nos perjudica y nos
interpela, de modo que seremos ciudadanos cómplices, por omisión, si no
hacemos nuestro pacto por México y concretamos las reformas que no
llegaron por omisión del ejecutivo y por complicidad de las fuerzas
políticas: la reforma contra la corrupción; la reforma contra la
impunidad y la reforma política que nos otorgue el derecho ciudadano de
la revocación de mandato.
Me refiero, primero, a este último.
Los hechos de Iguala desnudan a una familia gobernante y criminal, se
sirve y se pone al servicio del crimen. Y resulta que, el otorgante del
poder, el pueblo a través del voto, no tiene instrumentos jurídicos
para retirarle el poder otorgado. El retirarse del cargo queda a
voluntad del propio ejecutivo, a través de la presentación de solicitud
de licencia. Al alcalde de Iguala le urgía irse y por ello presentó su
solicitud de licencia al día siguiente; pero el gobernador de Guerrero
quería quedarse y hasta casi el mes de presiones, presentó la solicitud
de licencia. Somos ciudadanos a medias, podemos otorgar poder, pero no
destituir del poder, así nos estén torturando, masacrando,
desapareciendo, violando nuestros derechos humanos.
Desde
hace veinte años la sociedad, a través de diversos movimientos sociales
ha demandado la inclusión constitucional de la figura de democracia
directa, la revocación de mandato. Es hora de que como ciudadanos no
nos neguemos este derecho frente a los puestos de elección popular. Que
el voto ciudadano otorgue y el voto ciudadano destituya del poder. No
es completo nuestro derecho de Soberano, al sólo otorgar poder y no
tener facultades para destituir del poder.
La segunda reforma
que debemos de impulsar y que no llegó porque en la profunda visión
antropológica del presidente, “la corrupción es una cuestión cultural”,
y por tanto no se resuelve por la vía de la ley ni de la creación de
instituciones. Es necesario un instrumento jurídico que eleve a la
máxima pena la corrupción de funcionarios públicos, ya que el acto de
corrupción ejercido desde el poder conlleva actos más graves: traición
al voto popular o a la designación de una responsabilidad pública,
traición a la Constitución, abuso del poder y de la función pública.
La tercera reforma es la que nos acerque a la garantía del estado de
derecho y nos otorgue seguridad en la justicia. Los hechos de Iguala
reclaman justicia, como lo han reclamado los cien mil muertos y treinta
mil desparecidos, de los últimos ocho años, de los cuales más del
noventa por ciento, permanecen en la impunidad.
Con impunidad
y corrupción el crimen tiene asegurado su crecimiento y expansión; la
sociedad su achicamiento y atemorización; el estado se acerca al
autoritarismo, se aleja de un estado democrático de derecho y se le
califica, como ha sucedido, como estado rebasado o fallido; la economía
se estanca y la desigualdad social crece. Un círculo vicioso de crimen,
impunidad, corrupción y poder, que deberemos de remontar para honrar a
nuestros muertos y desaparecidos y reconstruir no sólo nuestro tejido
social, sino nuestro futuro como pueblo, como nación, como especie.
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