MÉXICO,
D.F. (apro).- Hasta el 26 de septiembre Ayotzinapa no significaba nada
para Enrique Peña Nieto y tal vez ni siquiera sabía de su existencia.
La noche de ese viernes, cuando estaba en la residencia presidencial,
nadie le reportó el secuestro de 43 estudiantes de la Escuela Normal
Rural “Raúl Isidro Burgos” en la ciudad de Iguala, pese a que ahí se
encuentra el cuartel militar del 27 batallón.
Hasta una semana después, cuando el escándalo ya había traspasado
las fronteras y Ayotzinapa retumbaba por todos lados, Peña reaccionó y
pronunció por primera vez ese nombre que ahora seguramente no olvidará,
porque marcará la irresponsabilidad de su gobierno de no atender la
principal demanda social: seguridad, que dejó a un lado para dedicarse
a responder a los intereses económicos de las grandes empresas
nacionales y trasnacionales interesadas en el petróleo, minerales,
telecomunicaciones y recursos naturales del país.
En su plan de gobernabilidad, Peña Nieto se sentía seguro con la
estrategia de daños desplegada en Michoacán y el Estado de México,
donde el crimen organizado sigue reinando con una violencia controlada
desde los medios, pero actuante en las comunidades, pueblos y ciudades,
con miles de víctimas violentadas todos los días.
Fue en Guerrero donde a Peña le reventó en la cara la realidad
violenta, horrorosa, de tragedia y dolor que la mayor parte de los
mexicanos viven diariamente, menos él y su equipo de gobierno, que
habitan la burbuja de seguridad hecha de escoltas, soldados y policías
que los acompañan hasta sus casas.
Y cuando la violencia le reventó como una granada, el mexiquense no supo que hacer.
Enrique Peña Nieto venía disfrutando del trato aterciopelado que le
daban los gobiernos y la prensa internacional, principalmente de
Estados Unidos, que lo alababan y entronizaban como “el salvador de
México” por las reformas estratégicas, en especial la energética, que
abrió las puertas de la explotación del petróleo a las empresas
trasnacionales.
Embelesado en la operación política que tejió su partido para lograr
lo que no pudieron los gobiernos panistas de Vicente Fox y Felipe
Calderón con las reformas laboral, educativa, telecomunicaciones y
energética, Peña desdeñó en principio lo ocurrido en Ayotzinapa, quizá
pensando que el escándalo habría de durar muy poco, un par de semanas,
y luego se diluiría en la mar de violencia en la que está sumergido el
país.
Tuvieron que pasar siete días para que el gobierno federal actuara,
y 39 días para que la Procuraduría General de la República detuviera al
presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa María de
los Ángeles Pineda, acusados de ser los autores intelectuales de la
desaparición de los 43 normalistas.
Pero durante todo este tiempo los estudiantes siguen desaparecidos,
y en las pesquisas del caso la Policía Federal encontró en Iguala 11
fosas clandestinas con 38 cuerpos que no han sido identificados.
Ahora, presionado por los familiares de los normalistas que le
plantearon su desconfianza, además de las grandes movilizaciones dentro
y fuera del país, y sobre todo de los gobiernos y organismos
internacionales que han calificado la situación en México de “crisis de
derechos humanos”, Peña intenta tapar el error de su gobierno (de no
atender el principal reclamo ciudadano) con el llamado a un pacto por
la seguridad en el país.
Ayotzinapa ya no será un nombre sin significado para Peña Nieto. Al
contrario, significará y representará el declive de su gobierno que
tanto quería brillar con las reformas estratégicas y que a la mitad del
camino quedó eclipsado por la realidad que quiso manipular con sus
aliados de los grandes medios de comunicación, principalmente Televisa.
Twitter: @GilOlmos
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