En estos días me ronda en la memoria la frase de la filósofa Amelia
Valcárcel, quien afirma que la igualdad entre los géneros llegará cuando
las mujeres puedan cometer los mismos errores que los hombres y no ser
insultadas por ello.
Razonamiento brillante que en su simpleza encierra el doble rasero con el que son medidas las mujeres permanentemente.
La exigencia de no cometer errores que se demanda en la vida
cotidiana, se vuelve mucho más cruenta cuando las mujeres actúan en el
mundo público. Ahí, existe la exigencia de la perfección, en un juego
perverso que les demanda el doble esfuerzo para demostrar porque se
“ganaron” un lugar, que por derecho les corresponde. Donde el error y el
pensamiento propio se paga con la destitución y en muchas ocasiones con
el entierro político, situación que no suele ocurrir en la misma
proporción que en los hombres.
La salida reciente de las funcionarias Mónica Maccise, Mara Gómez y Asa Cristina Laurel, nos dejan ver que las
mujeres están invitadas a la mesa del poder, pero no para ejercerlo a
plenitud, no sólo por la exigencia de la perfección, sino por la demanda
de sumisión que pesa sobre ellas.
Y no es sólo un problema de este gobierno, es histórico y
estructural, el agravante hoy esta en la presunción de la paridad como
si el número lo fuera todo y la igualdad plena de las mujeres estuviera
ganada.
Las mujeres tienen tres siglos en la exigencia, a través del
feminismo, del reconocimiento pleno de la ciudadanía y de la humanidad.
Quieren estar en la mesa del poder con todo el menú completo, siendo
ellas mismas, sin tener que estar reprimiéndose para no incomodar,
siendo inteligentes, sin ser acusadas de protagónicas, dando su opinión
libremente y no sólo cuando se les solicite, defendiendo lo que ellas
creen sin ser castigadas por ello.
La ausencia de estas tres funcionarias deja un hueco enorme en el
camino a la igualdad que cuando parece estar cerca, se aleja un paso
más, por la enorme simulación que se hace en este camino.
No se quiere que se aparente que somos iguales, queremos serlo en toda la amplitud del término. Es decir, queremos ser equivalentemente humanas y gozar de todos los derechos de manera plena.
¿Necesitamos a las mujeres en el poder?
Por supuesto, con todos los derechos, incluso al de equivocarse con
la posibilidad de corregir, con libertad de pensamiento y el derecho a
disentir.
Las necesitamos en el primer plano, para construir nuevos símbolos, el de la inclusión, la no discriminación y la igualdad.
Necesitamos escuchar a las mujeres todos los días en todos los temas,
con voz propia para acostumbrarnos a compartir el espacio público y el
privado en igualdad de condiciones.
Para construir un pensamiento más complejo articulando las visiones del mundo que hasta el día de hoy han estado asimétricas.
Claro que necesitamos a las mujeres en el poder, porque la historia
nos ha demostrado que son ellas las que suelen impulsar la igualdad para
todas y todos.
Qué sería este mundo sin una Rosa Parks quien luchó contra el racismo
en Estados Unidos, una Berta Lutz, quien junto con Eleanor Roosevelt
impulsaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos o una Elvia
Carrillo Puerto, quien defendió el derecho de las mexicanas a votar y
ser electas.
Todas ellas ejercieron el poder a contra corriente para que todas
gocemos del derecho de estar en la mesa del poder con el menú completo.
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