León Bendesky
La pandemia provoca un fuerte impacto negativo en la economía que se acumula a diario. Aún no se expresa en toda su magnitud. Los indicadores de la actividad económica, empleo, consumo, ahorro e inversión, así lo muestran. Son imperfectos, en efecto, pero cuando menos permiten hacer una comparación, sobre todo en un lapso corto de tiempo, con efectos grandes y repentinos.
Las cifras prepandemia, que eran, ciertamente, muy apocadas, son ya historia antigua. Estamos en otro lugar y hay que percatarse explícitamente de los hechos y asumir las consecuencias.
Esta sociedad se va a resentir de modo muy significativo. La crisis, eventualmente, va a modificar la composición de la producción y el empleo, reducirá el monto de las remuneraciones de gran parte de la población e incidirá de modo adverso en la distribución del ingreso y la riqueza.
El efecto será decisivo para una parte muy vulnerable de la sociedad, donde las actividades que sustentan la subsistencia de millones de familias son precarias y la capacidad de resistencia exigua. La pobreza va a crecer, pues no hay modelo de repartición selectiva de dinero público que alcance para sostenerlo por mucho tiempo.
La resiliencia de millones de personas va a ser definitoria, y tal cosa no puede dejarse a un ajuste natural que será costosísimo en todos los sentidos. De eso se trata un orden social, la protección, la injerencia del gobierno en una situación de crisis. Todos los ciudadanos cuentan y sus necesidades, obviamente, no son las mismas; tampoco pueden definirse las acciones por una selección a partir de criterios explícitos de exclusión.
En esa situación de precariedad está un segmento muy amplio de personas con actividad empresarial y autoempleadas –el país está lleno de ellas– y subsisten con gran esfuerzo, sin capacidad real de acumular recursos. Ésta no es economía de escritorio, de referencias meramente estadísticas, de criterios predeterminados, de prejuicios, de espejismos; hay que salir a ver y hablar, escuchando a los otros y no pontificando, y así entender.
El conjunto de las empresas de tamaño micro, pequeñas y medianas (mipymes) es la columna vertebral del aparato productivo, de la misma cohesión social que está muy fracturada. Muchas veces es poco visto y usualmente mal valorado, es poco sexi. No es materia de grandes transacciones financieras, la incorporación de tecnología es escasa, no atrae reportajes ni es lugar para fotografiarse. Pero de las mipymes vive la mayoría de la gente. Hay negocios familiares con poco respaldo financiero y viven prácticamente al día.
Según las cifras censales, el número de unidades económicas en el país rebasaba 5 millones; sólo en el sector del comercio superaban 2 millones. Las microempresas son las que tienen hasta 10 trabajadores y generan alrededor de 40 por ciento del empleo, que junto con las pequeñas y medianas crean más de 70 por ciento del total. Dan cuenta de más de la mitad del producto que se genera anualmente. Cuatro quintas partes de todas las empresas son mipymes.
Estos datos se citaban repetidamente en informes del gobierno, declaraciones de organismos empresariales y en la prensa. Más duraba el débil eco de los discursos o el secado de la tinta de las publicaciones, que la atención real que se daba a las mipymes.
El asunto tiene un alto componente declarativo, pero no forma parte sustancial de la política pública en materia de producción, empleo, aumento de la productividad, financiamiento bancario, elevación de los ingresos y recaudación de impuestos. Se pierde de vista el papel central que esto tiene en la capacidad de reproducción social, término añejo que debería reusarse para concebir la complejidad del fenómeno de la sociedad.
La Secretaría de Economía no destaca por la atención efectiva de este enorme segmento de gente que trabaja. En el gobierno de Calderón existió una entidad llamada México Emprende. En 2014, con Peña, desapareció la Subsecretaría para la Pequeña y Mediana Empresa y sus cuatro direcciones, y surgió el Instituto Nacional del Emprendedor (Inadem), encargado de las pymes. Nada que sobresaliese en toda esa historia. Si se consulta la página de este frustrado organismo, se muestra una leyenda (más bien parece un obituario) que avisa que a partir del 17 de octubre de 2019 desapareció el Inadem y sus funciones se transfirieron a la Unidad de Desarrollo Productivo, no muy visible por cierto. El sector de las mipymes está estancado en una brutal burocracia e ineficacia, y esencialmente desatendido, lo que es un craso error.
En ese sector va a pegar la crisis económica con especial rigor. En este asunto hay que considerar, además y sin falta, la miríada de actividades informales que literalmente cubren todo el territorio del país. Si en materia de empleo formal la sangría está siendo enorme y la desaparición de las empresas que cotizan ante el Instituto Mexicano del Seguro Social muy grande, la población que se acumulará en la informalidad crecerá rápidamente y sus consecuencias no serán inocuas.
Será políticamente irresponsable no ocuparse a tiempo de esta situación, especialmente porque su efecto adverso en el bienestar de las familias es ineludible. Esta transformación social del país, cuyos efectos no se están paliando de un modo sostenible, será determinante en los años por venir. El costo será muy grande y, por supuesto, no sólo en términos económicos.
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