María Teresa Priego
No sé explicar ese abrazo. Esa intensidad de la pérdida y los reencuentros
"¿Cómo se ve la luz de una vela cuando está apagada?". -Lewis Carroll
Mi padre murió en el mes de septiembre del 2019. Fue un hombre longevo.
La frase anterior es un esfuerzo por remitirme a un dato duro,
racional. Vivió casi 93 años. Si me concentro podría decir que para
entonces, su cuerpo lo traicionaba con una crueldad tal, que no había
manera de imaginar o desear prolongaciones. Si me desconcentro diría que
aún no logro entender que también a él, lo traicionara hasta matarlo,
el cuerpo. Se aferró a la vida, luchó por ella. Hasta el último día
quiso salir a la sala y recorrerla –un viaje larguísimo- de un sofá al
otro. Pidió su cuaderno para intentar escribir. No recordaba cómo. Miró desolado su cuaderno de rayitas, como un niño extraviado. Sabía que ya no sabía escribir. Sabía que alguna vez había sabido.
Esta
consciencia que por momentos él tomaba ante la dimensión de sus
pérdidas fue de un desamparo avasallante. Suponía que si retomaba sus
rituales, la vida se quedaba con él. Unos días, unos meses más. Quiso
bañarse, vestirse, ponerse su camisa bonita. No creía en ningún más
allá. Estaba solo ante su muerte, así a como estamos. Desamparada y
valientemente solo. Decía: "me estoy muriendo" y planeaba futuros. Tenía
razón. Las personas tenemos un futuro hasta ese último segundo en el que es un hecho que dejamos de tenerlo. No hay nada que una hija pueda hacer para proteger a su padre
que no quiere morirse y que a la vez entiende que es inevitable. No hay
nada que nadie pueda hacer. Su pecho comenzó a hacer "ese ruidito". Tan
reconocible. Aunque una nunca lo haya escuchado. Esa especie de gemido
que sale de la garganta y se va apagando.
Pasó sus últimos días
yendo y viniendo (como desde hacía tiempo) entre la realidad y sus
mundos otros, que también eran muy suyos. Anoté fragmentos de sus viajes. Sin papel y sin lápiz.
Adentro mío. No podría haber nada en el delirio que sea ajeno a quien
delira. Versiones distintas de una persona, de una historia de vida. Una
escucha que alrededor murmuran: "ya no sabe lo que dice". Solo es una
parte de la verdad. Digamos que en esos tránsitos ya no funcionaba esa
parte de él que solía controlar de manera ordenada lo que decía, pero
ese dato no retira ni un segundo de verdad a los contenidos de sus
palabras. Como sucede en los sueños: los delirios nos hablan de verdades
muy profundas.
Fue niño y tuvo miedo. Fue niño y llamó a su
mamá. Fue un adolescente triste que me decía: "quiero ir a la
universidad y no puedo, hay que trabajar". Le preocupaban muchísimos sus
hermanas. En la realidad, ya solo le quedaba una. Y sus hijas. Fue un
adulto en medio de una ventolera, así decía él: "ventolera", me pedía
que nos sacara de la intemperie. Me confundía con mi hermana, con sus
hermanas, con su madre. Les hablaba a través mío. Y yo le respondía como
si fuera una de ellas. Como si en medio de la ventolera me iniciara en
el oficio de medium. No fue difícil, nos daba por ser chalados cuando
estábamos juntos.
Ahora es el domingo del Día del Padre, nada más arbitrario y hechizo que esta fecha. Y, sin embargo, hoy mi padre tomó la casa. Mi vecino chef hizo paella para celebrar. A la una de la tarde me senté ante la mesa con una copa de vino y le dije: "te amo mucho, papá". No es que me haya respondido como responden los vivos, sino a su manera de ahora. No sé explicar ese abrazo. Esa intensidad de la pérdida y los reencuentros.
Mis hijos le decían Pepé. Cuando les dije: "Pepé les mandó saludos",
ellos saben que no es la realidad, pero que no estoy mintiendo. Es una
verdad alternativa y rotunda.
Cuando era niña mi papá no deliraba,
solo le encantaba inventar historias. Aún las más improbables. Esas
historias tejían nuestra relación. Sé que fui su hija preferida porque
no lo juzgaba, porque adoraba esa sinrazón que nos unía: podíamos ser
niños juntos. Podíamos inventar. Podíamos jugar. Éramos libres para
hacerlo. Mi padre tuvo una vida muy ruda y ese jugar
con su hija era su forma de resarcimiento. Su manera de escapar de esos
dolores hondos que no resolvió. Hay heridas suyas que nunca sanaron. Yo
las guardo. Las que sé y las que no. Hay cantidad de transmisiones
inconscientes.
No le dio por ser el padre atento a las vicisitudes de mi vida, él se ocupaba de las suyas. Era el padre
que llamaba para decir: "hay una mamá pato en el lago paseando feliz
con sus patitos, me recordó a ti". "¿Ya aprendió tu hijo a pronunciar
otorrinolaringólogo?" "Los libros en tu casa son como ladrillitos, ¿te das cuenta que con esos ladrillos tus hijos van a construir su casa?" "Ayer tú y yo atravesamos el estrecho de Gibraltar. Qué viajes hacemos hija, qué viajes". "¿Con qué rima ´tiempo´, ¿a ver? ¿a ver?" "No vayas a escribir en el periódico que soy un viejito baldado que mira a sus vaquitas desde una camioneta, me desprestigias". Y se reía.
Al casi final no se rió para preguntarme: "En ese cuaderno
rojo, ¿escribes de mí?" "Sí, en varios cuadernos escribo de ti". "Ahora
que me muera escribe más de mí". "Tienes el resto de mi vida para
apersonarte y dictarme". "Así me muero, pero no completito".
Mi papá era muy sordo, nuestras conversaciones eran a veces, murmullos
casi a gritos. Frases que le repetía cerca de la oreja, un poquito más
lejos. Había que calcular la distancia para que pudiera escuchar. Era
una distancia variable. Como ahora. Va y viene. Pasan horas del día en
las que no lo recuerdo, pero no pasa un día en el que no lo recuerde. A
veces con suavidad, a veces en plena ventolera. Como hoy.
Tengo la
sensación de que tengo que "salvarlo" de algo. Salvarlo de las
traiciones tan brutales que tuvo que vivir. "Salvarlo" de haberse
muerto sin ganas. Nombrarlo. Hacerle "justicia". Sanarlo a destiempo.
Inventar una historia que terminé así: "Ya no te duele más nada. Tú y yo
juntos derrotamos al mal". Mi papá se llama Marco Antonio. Es yucateco de padres tabasqueños. Ama el mar, el maya, la selva, los animalitos. Creo que me ama mucho a su errática manera. Escribo su nombre: Marco Antonio. Para que nunca se muera "completito".
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