Durante su conferencia de
prensa matutina de ayer, el presidente Andrés Manuel López Obrador
anunció que su gobierno presentaría el primer paquete de denuncias
penales contra empresas factureras; es decir, firmas que
asesoran a sus clientes para emitir facturas falsas como método de
evasión fiscal. Según el mandatario, dichas entidades son causantes de
un quebranto hasta de 300 mil millones de pesos a las arcas públicas.
Para poner el delito en perspectiva, es pertinente señalar que esa suma
es ligeramente superior al total de los recursos que el gobierno
destinará este año a comunicaciones, transportes y apoyo a la
infraestructura regional y local.
Horas después del anuncio, representantes de la Secretaría de
Hacienda y Crédito Público acudieron al Ministerio Público federal para
entregar los documentos que formalizan la querella contra 43 empresas
que habrían causado un daño hacendario por más de 24 mil millones de
pesos por impuestos sobre la renta y más de 11 mil millones por concepto
de IVA.
Aunque la evasión tributaria no se consideró un delito grave sino
hasta la reforma fiscal impulsada por la actual administración el año
pasado, lo cierto es que cumple con todos los requisitos para ser
calificada como un fenómeno de delincuencia organizada: constituye un
robo a la propiedad pública por montos cuantiosos que se comete de
manera concertada entre varias personas y con premeditación, alevosía,
ventaja, sigilo y plena conciencia de que se trata de un quebranto a la
ley.
Por otra parte, en el oscuro mundo del lavado de dinero la emisión de
facturas converge en forma obligada con las actividades del
narcotráfico, la trata de personas, el tráfico de armas y otros ilícitos
reconocidos como delincuencia organizada. Asimismo, se le puede
considerar, sin ninguna exageración, un acto violento y potencialmente
homicida por privar al Estado de recursos fundamentales para el
cumplimiento de sus obligaciones en materia de seguridad, salud,
educación y otras.
Para colmo, la actuación de las empresas factureras –y de
quienes las contratan– distorsiona el conjunto de la economía y los
instrumentos estadísticos usados para medir el desempeño económico
nacional; de hecho, los montos de las operaciones amparadas por facturas
falsas son de tal magnitud que obligan a cuestionar las cifras sobre el
producto interno bruto presentadas por las autoridades en las décadas
recientes, pues sus estimaciones están basadas en actividades que
simplemente nunca se realizaron.
En suma, por donde se le vea, la facturación adulterada o falsificada
es una práctica en sumo tóxica y perniciosa para el país, cuya
permanencia a lo largo de varios sexenios exhibe no sólo la complicidad y
el encubrimiento de las autoridades hacendarias, sino también el
esquematismo falaz con que el discurso oficial hegemónico había dividido
a los agentes económicos en formales e informales. Ahora queda claro
que un sector de quienes eran legalmente considerados formales mantenía
un porcentaje indeterminable (pero tal vez mayoritario) de sus
actividades en la informalidad mediante la explotación sistemática de
huecos legales e incluso de prácticas delictivas.
Además de suponer un correctivo en todo punto necesario e inaplazable
para combatir esa actividad criminal, la decisión de las autoridades de
proceder contra las factureras es adecuada, en tanto desnuda
el clasismo hipócrita, de matriz neoliberal y proempresarial que ha
buscado achacar el origen de los rezagos económicos a la persistencia
del sector informal, que coincide, en su mayoría, con los segmentos más
desfavorecidos de la población, como los vendedores ambulantes. Es
pertinente, en suma, saludar esta acción de las autoridades y exigir que
prosigan, extiendan y profundicen las investigaciones hasta donde deban
llegar.
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