Gilberto López Y Rivas
Operadores mentales
de planes insignias del actual gobierno, como el Tren Maya, recurren a
la falacia de considerar que los opositores a los megaproyectos
caracterizana los territorios ancestrales como un bucólico
paraíso de selvas pletóricas de animalitos, donde habitan esencializadas
comunidades campesinas que reproducen mecánicamente su cultura y sus
modos de vida. Nada más lejos de la verdad. Ni los pueblos originarios,
incluidos los que integran el Congreso Nacional Indígena, ni las
diversas agrupaciones de la sociedad civil y la academia que acompañan
sus procesos de resistencia, han sido omisos en denunciar la
recolonización neoliberal por parte de corporaciones mineras,
turísticas, eólicas, refresqueras, cerveceras, farmacéuticas, ni la
invasión de la delincuencia organizada en su búsqueda insaciable de
mercancías y fuerza de trabajo.
Esta realidad, intrínseca al extractivismo desarrollista, no ha
cambiado con el actual gobierno. De hecho, la guerra contra los pueblos
se ha intensificado, a la par de la violencia delincuencial que no cesa
ni con la pandemia, como no se detiene el proceso de militarización, hoy
bien financiado sin austeridades republicanas y la participación del
Ejército en “misiones“ que van desde construcción y administración de
aeropuertos, sucursales bancarias, tramos del Tren Maya, hasta, ver para creer,
la intervención de militares en excavaciones arqueológicas y
paleontológicas, permitida por la dirección del INAH, a pesar de que,
por ley, son atribuciones exclusivas de una institución gravemente
amenazada por un recorte de 75 por ciento de su presupuesto, también sin
objeción firme alguna de sus funcionarios, pues la salvaguarda del
patrimonio cultural, sus labores de investigación y sus prestigiadas
escuelas formadoras de connotados científicos sociales no son
prioritarias ni esenciales para la 4T.
Pero hay quehaceres incluso en esta respetable institución, ya
octogenaria, que continúan aún en las inciertas condiciones actuales del
país, y entre ellas figuran las asesorías antropológicas de disuasión social,
esto es, de convencimiento de poblaciones y, si es preciso, de
cooptación de voluntades comunitarias mediante programas clientelares
individualizados, promesas de empleos y consultas a modo, y de
justificación de esos megaproyectos en programas mediáticos oficiales,
artículos periodísticos y lo que vaya saliendo, en el camino de lo que
bien se conoce como
ingeniería de conflictos.
Como la cuña tiene que ser del mismo palo, dado que un número
considerable de los y las investigadoras del INAH no están de acuerdo
con los megaproyectos, como se constata en los innumerables documentos
de los abajo firmantes, estudios, peritajes, conversatorios y
demandas de amparo, pues qué mejor que un antropólogo o antropóloga haga
el trabajo de cuestionar la legitimidad y representatividad de las
organizaciones opositoras en las regiones afectadas.
Esta situación remite de nuevo al debate sobre la antropología que,
como toda ciencia social, puede convertirse o en un instrumento de
dominación al servicio del Estado y las corporaciones, siguiendo la lógica del poder o, desde la perspectiva opuesta de l a lógica de la resistencia,
como herramienta liberadora de sujetos que luchan contra el despojo y
por la vida, ideologías aparte. Partimos de la idea de que el
antropólogo, el científico social son antes que nada intelectuales, en
su sentido esencial de
individuos, con capacidad crítica o de antagonismo en relación a cualquier tipo de poder, y lo que los distingue es su comportamiento radical anticonformista(Baca Olamendi. Léxico de la política, FCE, 2000). Marx aducía:
duda de todo. Norberto Bobbio también plantea que la crítica es uno de los atributos definitorios del intelectual; mientras que Gramsci distingue entre el intelectual del poder, el intelectual tradicional y el intelectual orgánico que se desempeña en función de los intereses de las clases subalternas y el cambio social.
Samir Amín lo expone así:
tenemos a las personas que sostienen que nuestra sociedad necesita imperiosamente un pensamiento crítico que proporcione la comprensión de los mecanismos de cambio, un pensamiento capaz a su vez de influir en ese cambio en una dirección que libere a la sociedad de la alienación capitalista y de sus trágicas consecuencias. En la medida en que tal cosa compete a la inmensa mayoría de la humanidad (los pueblos de Asia, África y América Latina), esta necesidad resulta vital, puesto que esos pueblos experimentan en el presente el capitalismo como una forma pura y simple de depredación. Por consiguiente, propongo distinguir entre aquellos que denomino operadores mentales, que sirven al aparato ideológico establecido, y los que pueden considerarse genuinamente parte de la intelectualidad( El capitalismo en la era de la globalización, Paidos, 1999).
La disyuntiva sigue vigente: antropología para el poder o antropología para los pueblos.
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