En un comunicado, 15
organizaciones ambientalistas y de defensa de los derechos humanos
exhortaron al presidente Andrés Manuel López Obrador a intervenir para
que la Comisión Nacional del Agua (Conagua) revoque la concesión que
permite a Coca-Cola Femsa extraer hasta un millón de litros de agua en
San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. De acuerdo con luchadores sociales
que han combatido la operación de la embotelladora desde hace dos
décadas, las actividades de la trasnacional no sólo han causado varios
casos de contaminación y han privado del líquido a los habitantes, a
escuelas e incluso a centros de salud de la región, sino que además se
asocian con los problemas de obesidad, sobrepeso y diabetes que se han
vuelto endémicos en el estado.
Como queda patente en el caso de San Cristóbal, la actividad de la
industria refresquera se basa en una doble depredación: primero, la de
los recursos naturales, cuyo disfrute y aprovechamiento debiera ser de
acceso universal; segundo, la que se lleva a cabo al usar el agua en la
elaboración de productos que degradan seriamente la salud de quienes los
consumen. En este sentido, es imposible soslayar que Chiapas es tanto
la entidad donde más ha crecido el consumo de Coca-Cola en años
recientes (hasta el punto de que hoy ocupa el primer lugar mundial en el
consumo per cápita de esa bebida), como aquella con el mayor incremento
en casos de diabetes mellitus entre 2000 y 2017.
Más allá de la obesidad y la diabetes, esa doble depredación de los
recursos naturales y de la salud de los consumidores ha gestado en
México un abanico de pandemias mucho peor que la del Covid-19: se
encuentra documentada la incidencia de las bebidas azucaradas en males
tan diversos como derrames cerebrales, gota, asma, cánceres, artritis
reumatoide, enfermedades arteriales coronarias y óseas, afecciones
renales, problemas dentales y de conducta, trastornos sicológicos,
envejecimiento prematuro y adicción. En el contexto de la emergencia
sanitaria en curso, los padecimientos inducidos por la proliferación de
bebidas azucaradas y alimentos altamente industrializados (la denominada
comida chatarra) son un factor de primer orden para explicar la alta
tasa de letalidad del Covid-19 en México, así como la elevada
vulnerabilidad al patógeno entre segmentos de población relativamente
joven.
A todo lo anterior hay que sumar el quebranto económico producido a
las familias mexicanas, que emplean 10 por ciento de sus ingresos en la
adquisición de refrescos elaborados, en promedio, cabe recalcarlo, con
agua de propiedad pública. Asimismo, se ha estimado que la diabetes y
otras enfermedades asociadas al sobrepeso y la obesidad acarrean una
pérdida de 400 millones de horas laborales anuales, equivalentes a 184
mil 851 empleos de tiempo completo. Un adulto de 45 años con obesidad y
prediabetes puede llegar a invertir hasta 65 mil pesos al año en
tratamientos médicos, una cifra escandalosa si se considera que los
ingresos anuales promedio de este sector ascienden a sólo 61 mil 896
pesos.
Apenas el lunes pasado, el presidente López Obrador señaló en su
conferencia de prensa matutina que el gobierno federal combatirá las
enfermedades crónicas asociadas con malos hábitos alimentarios mediante
una estrategia de comunicación que contempla cambios en los libros de
texto de educación básica, y que se sumaría al nuevo etiquetado frontal
de alimentos y bebidas no alcohólicas prenvasados.
Por todo lo expuesto, está claro que tales medidas no bastan para
poner coto a la perversidad de un modelo de negocio que se apropia el
recurso hídrico para venderlo, en el mejor de los casos, como agua
embotellada, y en el peor, como refrescos de alto contenido calórico y
nulo aporte nutricional. En suma, es necesario atender el reclamo de las
organizaciones ambientalistas, e ir más allá en el diseño de políticas
públicas que recuperen el acceso universal al líquido a la vez que
frenen la catástrofe de salud pública causado por la industria
refresquera y la de comida chatarra.
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